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#LaBola: Una de las tantas felicidades

 

Mi casa, la de cuando era niño, siempre será inmensa y formará parte de lo que arrastro con el ridículo sello de lo perdido e irremediable. El pasillo es el mejor y más completo de los pasillos del mundo; el perro que alguna vez deambuló por la terraza es de una raza bien exótica, fidelísimo; las columnas del car porch verde de la terraza disimularían los fangos y escupitajos sucesivos del estercolero que es el aire de la urbe y brillará en rojo mate por el resto de la eternidad. La casa de putas socialista del solar de enfrente ha devenido, magia de la perfecta memoria, hogar de proletarias cumplidoras y felices. Mi bisabuela perdura en esas habitaciones, en su vagar demente de tripas pegadas al por siempre no comer y las quejas a los vecinos: Me matan de hambre en esta casa, con la boca embarrada de mis compotas importadas. Se oirán todavía sus inventos y cancionetas del año equis en su voz de messo-soplante, como decía mi abuelo cuando la vieja Tatata se endomingaba de María Félix y largaba el repertorio de mil ochocientos y tal con los ojos amagando a llantito recordador. Pero las paredes no se habían rajado todavía en ese entonces y los mangos de la casa de al lado caen bien maduros sobre el recuerdo: el techo tenía un murito propicio para las fiestas y los festines primaverales siempre que no chubasqueara; el palomar no ha recibido los embates de los criadores vecinales, expertos escaladores de tendedera vacía y paloma ajena. Yo juego al quimbe y cuarta en la tierra colorada bien apisonada entre los dos laureles de mi portal: no importa que ahora estén a mitad de cuadra y el espacio de lo que fue la gran casa siente sus toneladas de ausencia a solo veinte metros de la esquina: los laureles estaban donde yo digo, y los bichos de candela saltaban de sus hojas a esconderse entre los listones de madera de las cortinas venecianas del portal; y se movían y se removían listos para meterse en los ojos de todos, que gritan con ese placer que es el dolor efímero en el recuerdo.

En el piso de abajo vivían Nilda y Roberto con sus tres hijos pálidos de tanta brisa y ayuno forzado. El más chico tenía problemas de retraso, se llamaba Enrique y era el más rubio de los tres, la madre le decía simplemente Anormal; a la hembra y al otro no los recuerdo bien. Los encerraban en un antepecho, en el breve espacio entre la ventana cerrada y la reja, casi al nivel del suelo, en la ventana que daba a la acera justo en el frente de la casa. Allí pasaban casi todo el día, allí jugaban, se peleaban y meaban hacia el portal de su propia casa en desorden metabólico provocado por las palabrotas y los golpes físicos y de todas las otras índoles que les poblaban sus insignificantes vidas de piezas cobradas al placer. Desde los bajos subían, además de las pestes obligatorias, una que otra rata aventurera obstinada de la monotonía de los cúmulos de basura acumulados en el pasillo lateral. Mi abuelo las rociaba con alcohol de noventa y les prendía candela llenando la casa con un olor a carne asada que demoraba varios días en desaparecer.

A mí los recuerdos me vienen de a chorros laargos, pero espaciados en el tiempo. Lo curioso es su poca frecuencia, aparecen dando vueltas de tiovivo en amasijo multicolor casi siempre cuando no los necesito. Ahora, por ejemplo, el patio de la casa colindante, no la de los mangos, la de la esquina, con su columpio grande y sus muebles de exteriores “gentes bien” y sus lozas pentagonales imitadoras de mármol amarillo donde jugando a Bruce Lee con machetes de verdad, Ernestico casi me deja cojo. La gente de la cuadra les decía burgueses a los padres de Ernesto, pero eran gentes bien y esa palabra se ajustaba perfectamente a ellos: gentes bien bien, sonrientes y felices ingenieros mecánicos procreadores de niños saludables y felices.

Las tardes transcurrían apacibles en aquella casa, olor de picualas y frijol negro dormido; vientecillo fresco y vecinos por veinte años saludando por todas partes y por cualquier motivo. Las campanas de la iglesia de sesenta y seis sonaban a latón viejo, pero su ausencia significaría una importante pérdida en este conjunto salvador: niño feliz, fui salvando unos pocos accidentes e incidentes. Todo era quietud y vuelta en la rueda de la perfección de pajaritos dulces entonando cantos amarillos frente a la ventana de mi cuarto, jarras de barro barrigonas repletas de pasta hecha con galletas dulces y leche condensada; los ladridos de Viqui, el perro prisionero y rabioso de los bajos convertido en paradigma de monstruo omnipotente e inmortal, cita obligatoria en todas las conversaciones caninas del resto de mi vida; la puntería del Machi, cavernícola jugador de bolas que ruchaba a todos los fiñes del barrio con su cuarta inmensa y después, tirado como un trapo sucio e inservible, dormía la borrachera de aguardiente que compraba con la venta de las mismas canicas de sus víctimas a sus víctimas, en una suerte de capitalismo monopolista de barrio.

Pero la casa era grande y suave y acolchada y agradable y protectora y confortable y cariñosa y cómplice de todas las travesuras que hasta ni imaginé llevar a cabo.

Aun así, he descubierto en mis fotos de niño se repite un motivo misterioso: un rincón desconocido en la terraza. Y es que la certeza de ese hecho no puede ser probada: los cimientos hechos sobre rocas movedizas cuartearon las paredes y el techo como a un huevo roto y todo el lugar desapareció en una demolición hace ya veinte años.

Es una esquina oscura y llena de listones de madera y rejillas de gallinero. En la pared de fondo azul se pueden observar dos argollas de hierro que sobresalen y parecen ser el rastro de un columpio.

Que yo recuerde, las paredes de esa terraza no fueron nunca pintadas; su apariencia de bloques granulados se veía mucho mejor al natural y columpio nunca hubo.

Pero aparece, una y otra vez, y yo me veo cargando gallos y patos que nunca tuvimos y mi prima Belkis arrastra un gato fantasma entre esas tablas. No es otra casa, es la mía, la Casa Vieja. Lo adivino por el color de las cosas y ese olor flotante que en todas las fotos familiares descubre de alguna forma el lugar preciso donde fueron tomadas.

Quizás sea ese rincón una ínfima parte de los lugares y situaciones que se pierden, de los afectos volátiles y los olvidos definitivos que hacen posible la felicidad.

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