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Un miserere en Miami

Cuando leí que Escrivá de Balaguer dijo: ¡Bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor… glorificado sea el dolor!, me di cuenta de que el cura de marras nunca había tenido un cólico renal.

Estaba durmiendo plácidamente en mi pequeño estudio de Kendall Lakes, luego de una dura madrugada de trabajo como chofer, cuando sentí la primera punzada en el riñón. Me levanté de inmediato, sabiendo lo que se me venía (no era mi primer cólico), y miré la hora: era casi el mediodía, hora fatal, pues todas las personas que podrían socorrerme estaban estudiando o trabajando muy lejos de donde me encontraba.

Mi viejo Volvo estaba averiado, recalentaba y quemaba aceite, pero no tenía dinero para el taxi, ni para nada -cobraba recién el fin de semana- así que, luego de una tercera punzada horripilante, tuve que encenderlo y salir echando humo hasta el West Baptist Hospital de Kendall. A pesar de que el hospital quedaba relativamente cerca, me vi obligado a parar tres veces y estacionarme, a estirar las piernas y a pujar por el dolor paralizante, antes de llegar a la puerta de la sala de emergencias del hospital. No soportaba ni que me miraran, sentía ganas de asesinar a alguien.

Dejé el Volvo en la cochera de los médicos -no aguantaba más para buscar el estacionamiento correcto- echando tanto humo que parecía un coche-bomba. Me acerqué al counter rengueando y le dije a la morenaza que me atendió:
-I am in terrible pain, with renal colic, I have kidney stones, please only put me Profenid 200 miligrams to the vein, and then we can talk .

La recepcionista cubana captó mi acento latino y me contestó, con una sonrisa entre penosa y cachacienta, en perfecto español: ‘–No podemos suministrarle medicina alguna si antes no llena el formulario y se deja medir los signos vitales…
Por no tener seguro, dólares, ni tarjetas de crédito válidas, tuve que esperar hora y media, llenando formularios, aguantando aparatos raros y muriéndome de dolor, antes de que llegue el doctor a revisarme, a pesar de que casi no había pacientes; encima el médico, una vez que me auscultó, me envió al escáner donde me encontraron una piedra en el riñón (cálculo), que felizmente fue la base para recetarme un opiáceo que -¡al fin!- me quitaría el dolor.

Me pusieron un litro de suero y , en la línea conectada a mi vena, me inyectaron un derivado de la morfina. Apenas entró el líquido inyectado, el dolor se fue disipando y justo cuando estaba por pasarme por completo el malestar, hubo un cambio de turno del personal médico y una doctora recién llegada estudió los análisis y -sin darse cuenta de que ya me habían inyectado- ordenó que me internen y me inyecten una dosis de morfina pura, con lo cual me sacaron del mundo real. Cuando me llevaban a mi »suite» del cuarto piso, sentía como que flotaba a un metro por encima de la camilla.

Llegué a mi cuarto, totalmente drogado, riéndome de todo y enamorando a las enfermeras. Me depositaron en la cama y la enfermera jefa leyó las indicaciones en la computadora de mi habitación: por algún problema del sistema, no habían indicado que ya me habían inyectado -dos veces- y me volvieron a inyectar una tercera dosis de morfina por la misma vía. Yo ni me quejaba, estaba más contento que el ladrón invisible, el mundo lo veía de colores psicodélicos, tenía una férrea erección y flotaba en el espacio sideral con una sensación extraordinaria de felicidad que nunca en mi vida había sentido. Las enfermeras, de por sí muy lindas, se veían como reinas de belleza, ninfas y diosas del amor. No pude resistir las ganas de abrazarlas y besarlas cada vez que se me acercaban, sin importarme la edad de cada una, la mayoría muy jóvenes (espero que hayan sido todas mujeres).
No recuerdo haberme sentido más feliz en mi vida. »Con razón se drogan tantos imbéciles -pensaba- esto es maravilloso»… Más de dos horas me duró el delirio, hasta que me llevaron al quirófano y me durmieron con anestesia general, me hicieron una litotricia (me pulverizaron la piedrita que tenía bajando por el uréter) y me mandaron a mi habitación.

-He veni-ido a-a-a li-impi-a-a-arle la-la-as so-sonnda-a-as… me dijo, a la mañana siguiente, una joven enfermera tartamuda, mientras me quitaba las sábanas, dejando al descubierto mis miserias. Al mirar mi miembro viril, cuatro veces más grande que el que yo recordaba, más grueso que el brazo de un bebé de orangután, de un color morado oscuro y con dos sondas que salían desde el interior por el único agujero -una desde el riñón y la otra desde la vejiga- simulando una langosta mutante caída del espacio exterior, me puse nervioso y le dije a la chica: »Yo vine a que me saquen la piedra, no a que me transplanten el pene de Shaquille O’Neal».

Mientras la nerviosa enfermera trataba de disculparse, me lavaba, me secaba y me aplicaba cremas desinfectantes en el glande, una doctora, jefa de piso, me indicaba que la inserción de las sondas habían producido una hipertrofia peneana, pero que no me preocupara, pues tres días después de retirarlas, mi pene volvería a su ridícula normalidad. El hospital era nuevo y tenía el estilo de un hotel de lujo y el staff parecía reclutado por una compañía de casting de Hollywood, ya que la gran mayoría de enfermeras eran tan lindas y estilizadas como cualquier elenco corístico de Broadway o de Las Vegas (los enfermeros también, por si a alguno le interesa).

Daban tres comidas al día, que uno podía pedir por teléfono a la hora que se le antojara (dentro de ciertos intervalos de tiempo) y encima escoger el menú, solo limitado por las indicaciones del médico tratante. La atención de todo el personal era excelente (escobita nueva barre bien) y además todos recordaban mi performance artística cuando estuve drogado, así que les caí simpático y de rato en rato recibía muestras de cariño, revistas, chocolatitos y postres extra. Me sentía tan a gusto que soñaba con quedarme a vivir allí.

Quisieron darme de alta, pero les expliqué que vivía solo y que no sabría qué hacer con esos dos tubos colgándome del pene, así que me dejaron un día más. Me quitaron las sondas de un solo tirón -sentí que se me iba el alma- y me fui de frente al baño, pues las ganas de orinar eran irrefrenables, a pesar de que me daba nervios agarrar ese tremendo miembro extraño, que me seguía pareciendo ajeno.

Cuando regresó la doctora por mi chequeo de rutina, le di las gracias por sus atenciones y por las tres dosis de morfina que me quitaron el dolor y me llevaron al nirvana. La información preocupó sobremanera a la galena, tanto que -luego de las investigaciones- me visitó sonriente con el asistente social del hospital, mi orden de alta y una factura de veintiséis mil dólares, cancelada por el propio hospital y una bolsita gratuita de fármacos para que siguiera con mi tratamiento.
Me llevaron a la salida en una silla de ruedas y, antes de cruzar las mamparas de vidrio, me acerqué a la doctora y le dije al oído: »¿Cómo hago para que se quede de este mismo tamaño?»
-No way…! me contestó.
Ginonzski .

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