Search
Close this search box.

Un detective al acecho

Estacioné mi viejo automóvil deportivo cerca de una escuela secundaria en los suburbios del oeste de Miami. Quería revisar en el GPS la dirección de un posible cliente, y hacer una búsqueda en el teléfono móvil mientras conducía en medio del enloquecido tráfico de la urbe floridana no era precisamente una de mis actividades favoritas.

     Junto al largo frente de la escuela apenas había tres o cuatro autos. Entonces me llamó la atención otro vehículo que estaba estacionado lejos de los otros, cerca de la esquina.

     Era un Maserati Quattroporte, de un reluciente color plateado y que probablemente costaría bastante más de cien mil dólares. Sus cristales oscuros no me permitían ver quién estaba en su interior, pero sí podía oír el estridente reguetón que emanaba del vehículo, en cuya letra se repetían palabras como «mami», «sexy» y «gozar». Vaya sentido poético, me dije.

     Ver un auto de lujo como ese Maserati en un suburbio de clase media de Miami activaba las alarmas de un detective privado como yo. Últimamente había advertido que cada vez era más frecuente cruzarse con automóviles de alta gama en el oeste del condado de Miami-Dade, desde Hialeah hasta Kendall. En esa vasta zona suburbana siempre habían vivido individuos adinerados, entre ellos no pocos delincuentes. Hacía décadas, los narcotraficantes solían construirse casas opulentas, de estilo palaciego y con enormes piscinas, en las cercanías del Colegio de Belén, al punto de que la avenida que pasaba junto a la institución religiosa llegó a conocerse como el Camino de la Cocaína. Algunos de esos narcos terminaron en la cárcel; otros, no. Pero de cualquier forma la mayoría conservó sus fortunas y sus mansiones, y sus hijos las heredaron.

     Muchos residentes de la zona conocían esa historia, mientras alrededor de las riquezas mal habidas un ejército de trabajadores trataba de sobrevivir en el implacable ambiente económico de Miami, donde muchos sueldos eran bajos y el costo de la vivienda era cada vez más alto. Inexplicablemente, ahora se veía más derroche que nunca. Con sarcasmo, les decía a mis amigos que en Miami todo el mundo tenía un Mercedes Benz menos yo. ¿De dónde salía ese dinero?

     Los bien pensados, los que exhibían siempre una actitud positiva y se negaban a ver el lado oscuro de la realidad, respondían la pregunta afirmando que muchos profesionales bien pagados de Nueva York y de otros lugares del Norte se habían mudado al Sur de la Florida. Eso era cierto, pero los que por nuestro oficio nos metíamos debajo de la epidermis de la ciudad sabíamos que había otras explicaciones. Miami era el centro de muchos tipos de fraude, especialmente al sistema de salud y a los seguros de casas y automóviles. También había un flujo constante de tráfico humano, ejecutado por tipos audaces que traían en yates y lanchas rápidas a inmigrantes cubanos y haitianos, a los que dejaban en las playas, a veces cerca de hoteles lujosos, como para que vieran lo que podrían disfrutar en su nuevo país si tenían el talento para montar una empresa exitosa o las agallas para prosperar en un negocio ilícito. Otras veces, cuando eran perseguidos por los guardacostas, abandonaban a los inmigrantes a su suerte en algún cayo lejos de la costa. Y, al mismo tiempo, el narcotráfico se mantenía como una actividad muy lucrativa para saciar la sed de drogas de muchos estadounidenses. El narcotráfico era una hidra de Lerna: las autoridades capturaban a un cabecilla, pero otros enseguida ocupaban su lugar, y la venta de sustancias prohibidas no paraba.

     En efecto, Miami, un paraíso del libre mercado, era la sede de un sinfín de negocios, y muchos de ellos eran ilegales.

     Mientras buscaba de nuevo la dirección del posible cliente en el GPS de mi teléfono móvil, vi que un joven estudiante salía de la escuela y caminaba hacia el Maserati. La ventanilla del chofer del lujoso vehículo bajó y por fin pude ver a su ocupante. Tenía la cabeza rapada y un rostro huraño enmarcado en una barba negra y corta. El brazo izquierdo, que sacó por la ventanilla, estaba totalmente tatuado desde la muñeca hasta el hombro.

     «No creo que este sea el presidente de una gran empresa», me dije con sarcasmo.

     El estudiante se acercó al Maserati y cruzó unas palabras con el tatuado, que debía tener entre 25 y 30 años, calculé. Me pareció ver que ambos hacían un intercambio muy rápido, algo que se pasaron mutuamente, con disimulo, y enseguida el estudiante siguió su camino.

     «Está vendiendo drogas —pensé—. Está vendiendo drogas frente a una escuela».

     Mis sospechas se reforzaron un par de minutos después, cuando tres estudiantes salieron del plantel y avanzaron directamente hacia el Maserati. La maniobra se repitió con exactitud: un saludo, una conversación muy breve, y la entrega veloz de un objeto, de un paquete, fue lo que me pareció ver desde la distancia. Pero esta vez alcancé a distinguir también el color verde de unos billetes que el tatuado tomó rápidamente.

     Por ninguna parte se veía a la patrulla de la Policía Escolar que debería estar vigilando el plantel.

     Mientras los estudiantes se alejaban a pie, no lo pensé dos veces y me bajé del auto. El de los tatuajes me dirigió una mirada torva, en la que leí cierta sorpresa, cuando me paré junto a la ventanilla.

     —¿Qué quiere? —me preguntó con gesto hosco.

     En ese momento vi que a su lado estaba sentado otro joven, con el mismo aspecto de matón, que me miró con aire amenazador.

     —¿Qué están vendiendo ahí? — inquirí sin rodeos.

     —¿Y a usted qué coño le importa? —replicó con brusquedad el que estaba al volante.

     Di un paso atrás y saqué mi teléfono del bolsillo.

     —Voy a llamar al 911 para denunciar una venta de drogas en esta escuela —advertí.

     —¿Qué venta de drogas? ¿De qué habla? ¿Está viendo visiones o qué? —se defendió el conductor con tono alterado.

     —Acabo de verte dando algo a los estudiantes que estoy seguro de que es droga, y también vi que te dieron dinero —respondí—. Ahora mismo los voy a denunciar.

     Los dos pillos lanzaron una exclamación al unísono y se bajaron rápidamente del Maserati para encararme.

     —¡Suelta ese teléfono! —gritó el conductor mientras manoteaba a poca distancia de mi cara y se disponía a agredirme.

     Yo había previsto una reacción violenta. Guardé velozmente el móvil, le agarré la mano derecha al matón, se la retorcí y cuando se dobló en dos, presa del dolor, lo derribé de una trompada en la cabeza.

     Su compañero ya saltaba sobre mí. Bloqueé con el antebrazo el golpe que me dirigió, giré rápidamente para ponerme a un lado y lo castigué con una patada de karate en un costado que lo hizo caer de rodillas.

     El conductor del Maserati, entretanto, se había puesto de pie y avanzó hacia mí con los puños en alto. Paré sus golpes y lo alcancé con un directo a la mandíbula que lo estremeció, seguido por un derechazo demoledor que lo lanzó a tierra, aturdido.

     El otro se levantó y trató de sorprenderme con un ataque rápido. Lo esquivé y, aprovechando un punto vulnerable en su guardia, lo dejé sin aire con un puntapié en el estómago y lo puse fuera de combate de un puñetazo en pleno rostro.

     En ese momento oí un fuerte chirrido de frenos. Me volví para ver el automóvil de la Policía Escolar y a una joven agente que se bajaba del vehículo a la carrera, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de un auto policial. Sin duda, alguien en la escuela había dado la alerta sobre la pelea.

     —¿Qué pasa aquí? —me interrogó la agente, con una mano sobre la pistola que llevaba en la cintura.

     Los dos matones seguían en el suelo, tratando de ponerse de pie.

     —Soy Fernando Estrada, detective privado —dije.

     Exhibí mi licencia de investigador y eché un vistazo al interior del Maserati. En la consola central entre los dos asientos delanteros, había una decena de cigarrillos, presumiblemente de marihuana. Apunté con el dedo a la consola y después a los dos pillos.

     —Vi a estos dos sujetos vendiendo drogas, creo que marihuana, a unos estudiantes —le expliqué a la agente—. Traté de llamar al 911 para denunciarlos, pero me agredieron para evitar que llamara y me vi obligado a defenderme.

     —Ya veo que se sabe defender —comentó la agente, observando a los dos delincuentes, que todavía estaban mareados por la golpiza.

     Un automóvil de la policía del condado llegó a la escena y dos uniformados se bajaron y avanzaron hacia nosotros. La agente de la Policía Escolar les relató brevemente lo sucedido. Uno de los policías abrió la puerta delantera derecha del Maserati, examinó la guantera y sacó un paquete.

     —Cigarros de marihuana —dijo.

     Señaló a los dos pillos.

     —Están bajo arresto —anunció.

     Y volviéndose hacia mí, agregó:

     —Y usted acompáñenos a la comisaría para tomarle declaración.

     —Será un placer —respondí.

     Los policías esposaron a los dos vendedores de marihuana y uno de ellos les recitó la advertencia Miranda:

     —Tienen derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que digan puede y será usada en su contra en un tribunal…

     Antes de dirigirse a la estación, los policías hablaron con el director de la escuela y con dos funcionarios que habían visto lo sucedido a través de las ventanas de la oficina del plantel. Todos corroboraron mi relato.

     El trámite en la sede de la policía fue largo y tedioso. La estación estaba llena hasta los topes de agentes que iban y venían y de personas detenidas. La actividad delictiva en Miami no tenía sosiego; poco había cambiado desde los tiempos en que yo vestía el uniforme.

     Al fin, una sargento me tomó la declaración y me dijo que me citarían para testificar en el juicio. Yo sabía que el proceso podría tardar meses en comenzar, y que en ese lapso los dos malandrines estarían en libertad bajo fianza, porque sin duda tenían suficiente dinero para pagarla. Dos delincuentes sueltos en Miami que se sumaban a mi lista de enemigos, frente a los cuales debía estar siempre alerta.

     Me disponía a irme de la estación cuando la puerta de un despacho se abrió y en el umbral apareció Álvarez, el jefe de la policía del condado. Me miró con cara de pocos amigos y me indicó con un gesto que entrara en su oficina.

     Me senté frente a su escritorio mientras él se acomodaba en un sillón de cuero. Desde la ancha ventana de cristal se podía ver la calle, siempre inundada por el incesante flujo de automóviles.

     —Debo reconocer que hiciste un buen trabajo capturando a ese par de pillos —me dijo con un leve tono paternalista.

     Nos conocíamos desde que yo era un policía novato lidiando con los criminales en las calles de Miami, y él un oficial siempre a la caza de un ascenso, más inclinado a las relaciones públicas que a pasar noches en vela persiguiendo a malhechores. Esa tendencia a buscar siempre un puesto más alto le había permitido pasar recientemente del cargo de jefe de policía de Miami Beach a la jefatura del departamento policial de todo el condado de Miami-Dade. Nunca habíamos sido amigos; al contrario, en no pocas ocasiones habíamos tenido choques por nuestras diferencias en la forma de realizar el trabajo. Más aún, yo tenía la sospecha de que hacía varios años había enviado a dos matones a darme una lección por entrometerme en los asuntos turbios de un magnate local. Los matones encontraron la horma de sus zapatos cuando me enfrenté con ellos, y Álvarez negó rotundamente haberlos enviado, pero yo siempre me quedé con la duda.

     —Gracias —respondí a su elogio—. No se me ha olvidado el entrenamiento que recibí en la policía.

     Álvarez levantó el dedo índice con gesto inquisidor.

     —Pero debiste haber llamado primero al 911, y esperar a que los policías llegaran.

     —Traté de hacerlo —aclaré—. Los pillos no me dejaron. Me atacaron antes de que pudiera marcar el número en el teléfono.

     Álvarez se puso de pie, avanzó hacia la ventana y observó la calle por unos segundos.

     —Tú eres un detective privado —me dijo, volviéndose hacia mí—, pero muchas veces actúas como si todavía llevaras puesto el uniforme. No he sacado la cuenta, pero creo que has detenido a más delincuentes que cualquiera en este departamento. Si sigues así, voy a tener que pedir que amplíen la cárcel del condado.

     Me reí ante su exageración, pero no me dejó hablar.

     —Te lo digo en serio, Estrada. Estos tipos a los que les haces la vida imposible son peligrosos y más de uno te puede tener en la mira. No te metas en más líos.

     —Meterme en líos es mi oficio, Álvarez.

     Se encogió de hombros.

     —Sí, lo sé. Pero trata de limitarte a los casos de adulterio para los que te contratan, a cosas por el estilo, y déjanos los crímenes a nosotros.

     —Lo intentaré —dije sin disimular mi tono de escasa convicción.

     Ambos sabíamos que estaba mintiendo.

     Cuando por fin salí de la comisaría, los tintes rojizos del ocaso en el cielo despejado ya anunciaban la cercanía de la noche. Al cabo de tantas horas, no valía la pena comunicarme con el posible cliente cuya dirección había tratado de buscar antes de toparme con el par de vendedores de marihuana en la escuela. De todos modos, marqué su número, pero no hubo respuesta. Sin duda se había cansado de esperar y habría llamado a otro detective. No importaba: eran gajes del oficio.

     Ya oscurecía, pero aún era muy temprano para encerrarme en mi reducido apartamento de la Pequeña Habana y decidí poner proa hacia Miami Beach. La noche cayó mientras cruzaba la bahía de Biscayne en mi viejo automóvil por el largo puente del MacArthur Causeway, junto al puerto de los cruceros de placer.

     En la concurrida ciudad junto al mar, tuve la suerte de encontrar un espacio para estacionar en la avenida Collins. Paré mi auto con habilidad entre dos vehículos de lujo, quizá alquilados por turistas, y pagué por un par de horas de estacionamiento usando una aplicación en mi móvil.

     La ciudad estaba, como siempre, llena de locales y de visitantes, exactamente como a mí me gustaba. Avancé entre la muchedumbre y me dirigí hacia la playa, al otro lado de los hoteles.

     Ya era noche cerrada y en la orilla del océano apenas había gente. Caminé un rato por la arena, disfrutando la brisa del Atlántico y dando rienda suelta a mis pensamientos después de un día agitado.

     Ni a Álvarez, que trataba de mantener un orden aceptable en la ciudad sin causar demasiados trastornos, ni a los que medraban atendiendo a clientes con fortunas y negocios ilícitos, ni a los que prosperaban mediante el fraude y la corrupción, les convenía un tipo como yo. Un tipo siempre al acecho del crimen, siempre dispuesto a entrar en acción sin pensarlo dos veces, movido por un instinto inevitable, por un concepto del honor probablemente pasado de moda, y por un invencible deseo de venganza. Un deseo de venganza contra los corruptos dueños de riquezas de origen turbio, contra las desigualdades y las injusticias brutales que imponían a la sociedad, contra los matones despiadados que ejecutaban sus órdenes. Ese era yo, un detective al acecho, y hacía mucho tiempo que había aceptado mi manera de ser, de pensar y de actuar, con sus consecuencias, sus satisfacciones y sus riesgos.

     Aspiré la brisa marina y me sentí lleno de confianza. Calmado, caminé de vuelta hacia la céntrica avenida y me mezclé con la muchedumbre, uno más entre la multitud que animaba las calles de la playa.

 

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit