¿Qué hace una rubia teñida, viuda, en un hotel del centro? La mujer habla con otra mujer en el bar de la entrada. Le habla al oído. ¿De qué hablan? ¿Le confiesa algo?
Escucho que se dedica a los números. Trabaja en una empresa que fabrica máquinas. Le cuenta a la mujer algunos aspectos de su trabajo. No da detalles, solo dice que le molesta mucho el ruido, es un ruido ensordecedor, molesto. La otra mujer tiene un peinado con rodete y lleva mucha pintura en la cara, parece un emplasto. Se toca la mejilla como si le ardiera la cara. Y se ríe, le causa gracia alguna cosa que dice la contadora.
La mujer tiene el pelo teñido, lleva un gabán negro, fino, elegante. Pide en el bar una copa de coñac. En un instante ambas se ríen y levantan las copas y brindan. No me miran, actúan como si yo no existiera.
La contadora está contenta, pero una sombra le cubre el rostro. Le dice en voz alta que los hombres ya no le importan. La otra se levanta y camina hasta la puerta. Sale a la vereda. La contadora la sigue con la mirada. La otra levanta la cabeza y busca algo en la calle.
Yo advierto que la contadora me perfora con los ojos. Ella sabe algo de mí. No sé cómo lo sabe. La otra regresa. Y siguen hablando.
Me pongo a leer el libro que tengo en el bolso. Siempre la espera es vana. El futuro no tiene nada para darnos. Me quedo con el libro en la mano. Lo miro. Dejo la mirada baja y me limito a escuchar.
Los empleados del bar parecen muñecos de una vidriera. Están pegados a las pantallas. No intervienen en nada.
La contadora pide otro brindis. La miro, ahora sin disimulo. La luz de la lámpara me pega en la cara y eso me gusta, me hace sentir que soy el protagonista de algo, no importa qué.
La contadora la abraza y la besa en la boca.
Me canso de estar ahí como un delator de la intimidad ajena. Ellas tienen su fiesta privada y yo estoy solo, con un libro en la mano, como un boxeador sin el ring.
Subo por la escalera y me quedo frente a la puerta de mi habitación en el hotel. Me niego a entrar. Sé que en el cuarto reina el silencio de la noche y ahí adentro está el fantasma de ella.
Ellas suben por la escalera y pasan a mi lado. La contadora tiene el brazo en los hombros de la otra mujer. Un cono de luz baja por los cuerpos. La contadora me mira de costado mientras pasan. Se meten en la pieza de al lado.
Decido entrar a mi cuarto. Los ruidos son evidentes: unas risas cortadas, golpes secos en la pared, un murmullo cómplice, un jadeo.
Me siento en la cama, con la mente en blanco, siento el ruido blanco del televisor, un humo que sube hasta el techo de la habitación. Del otro lado, murmuraciones, movimientos, pasos apagados.
Entra una luz tímida, opaca, por la ventana. Y siento que el futuro puede ser esa luz.