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Sin crítica literaria no hay buena literatura

Sin crítica literaria no hay buena literatura, afirman los defensores del ejercicio intelectual cuyo oficio—entre otras cosas— es el de exaltar las bondades de una obra, llámese cuento, relato, novela o poema. Lo que puedo colegir de esa afirmación es que las dos: literatura y crítica son una especie de hermanas siameses que se retroalimentan pues, en definitiva, las funciones de una le sirven a la otra para salvaguardar su sobrevivencia.

Pero, vamos al grano. El ensayo crítico en nuestro medio casi brilla por su ausencia y son muy pocos los lectores que apuntalan este ejercicio. Sin embargo, esta carencia parece caracterizar a toda latinoamericana salvo pocas excepciones. Para nadie es un secreto que las grandes editoriales son quienes imponen autores y libros y llenan los anaqueles con bodrios de todo tipo. Los periódicos acabaron con las llamadas páginas culturales y en la tele, ¿ha visto usted, por casualidad, un programa de crítica de libros? Claro que no. Los juicios, las reflexiones literarias poco interesan a los empresarios de los Medios quienes, de paso, tienen envilecido el gusto popular de tanta bazofia que le procura. El público actual— ya nos lo ha demostrado con amplitud la sociedad de consumo— nace, se reproduce y muere en niveles proclives a lo ramplón, al facilismo y a la gris inmediatez.

En cuanto a los esfuerzos que hace la Academia por facilitar al público lector trabajos accesibles de entender— ya lo puntualizaba el profesor colombiano Pablo Montoya en un artículo sobre el tema— cuando dice que los estudios especializados muchas veces vienen cargados de un lenguaje que solo satisface la sed de los mismos académicos. El artículo académico, ahora con las fórmulas de la «indexación», parece preocuparse solo por llenar requisitos de institutos y no se configura en lo que debería ser: aquel texto apoyado en el rigor que desentrañe esencias, despeje tinieblas y señale nuevos caminos interpretativos donde hay congestión o ninguna ruta por seguir. Estamos en mora de mostrar (si es que lo hay) ese texto afianzado en el cultivo de una escritura que sea capaz de suscitar no solo la emoción intelectual, sino el entusiasmo propio del rigor investigativo.

Edward Said, uno de los últimos y grandes exponentes de la crítica académica, previno frente a esta exacerbación de la jerga filológica, de corte ya estructuralista, psicoanalista o posmoderno, que se aleja peligrosamente de las múltiples y vitales realidades sociales y estéticas del texto literario, que más parecen autopsias interpretativas con bozales, que dejan al lector extraviado en un limbo gramatológico sofisticado.

Otra actitud contraria al desarrollo de la crítica proviene de algunos autores que ven en el crítico a un destructor y «chulo» del trabajo creativo, más que como a un aliado de sus esfuerzos artísticos. Algunos son autodidactas que desconocen la existencia de una Historia de la literatura y hasta el desarrollo evolutivo de la creación literaria; de sus estilos y movimientos y hasta de sus representantes más probados, creyendo ingenuamente que su producción tiene valor porque sí. Para ilustrar con un ejemplo, hace unos meses se difundió por todos los Medios una declaración de Paulo Coelho hablando despropósitos de crasa ignorancia sobre el padre de la modernidad James Joyce. Son los “escribientes” a que se refería el chileno Roberto Bolaño en sus comentarios cuando de defender la dignidad de la literatura se trataba.

Es oportuno también señalar que existe más de una actitud perversa en el ejercicio de la Crítica que en nada contribuye a mantenerse en el nivel literario que le corresponde en cuanto ensayo que debería ser, junto a los otros géneros como la poesía y la narrativa. La actitud más deplorable que salta a la vista es la autoritaria, dogmática; la que ejercen los críticos que creen tener siempre la verdad en el bolsillo. Ese modelo machista, patriarcal, reaccionario y fantoche siempre ha perdido el respeto de autores que realizan su trabajo con probado profesionalismo. El caso extremo y por desgracia muy común es el que ejerce el crítico carente de pudor ético que lo lleva a venderse y caer en la adulación fácil o en la pretensión de elevar y posicionar obras y autores que adolecen de graves fallas para que se les ubique como figuras de primer orden en el mercado del libro.

Un sano ejercicio de la crítica literaria debe superar todos esos escollos para que pueda recuperar su función esencial que es argumentar, señalar y puntualizar los cauces por donde debe transitar el ejercicio de la escritura creativa. Debe ayudar al escritor para que extraiga del lenguaje lo mejor de su materia y potencie sus vetas intrínsecas. Como dice Alfonso Reyes, esta posibilidad sólo existe en la manifestación material del lenguaje: “la literatura es la actividad del espíritu que mejor aprovecha los tres valores del lenguaje: la gramática, la fonética y la estilística”.

Un crítica literaria ecuánime debe apuntar a convertirse en faro para lograr un balance reflexivo que nos saque del oscurantismo imperante en cuanto a los valores directrices de un trabajo artístico que justifique y proponga escrituras que nos alejen de los falsos valores éticos y de espejismos técnicos de moda.

Les comparto algunos consejos, sugerencias y reglas que el escritor y crítico literario estadounidense John Updike se imponía al realizar su labor. Normativas por demás dignas de ser tenidas en cuenta por quienes realizan este oficio:

  1. Intentar comprender lo que el autor se propone realizar, y no culparlo por no haber logrado lo que no intentó.
  2. Transcribir suficiente cita directa –-cuando menos un pasaje extenso– de la prosa del libro de manera que el lector de la crítica pueda formar su propia impresión, obtener su propio gusto.
  3. Confirmar la descripción del libro con citas tomadas del libro, aunque sea una sola oración, en vez de proceder con resúmenes confusos, difíciles de leer.
  4. Proceder con cautela al resumir la trama, y no revelar el final.
  5. Si juzga que el libro es deficiente, cite algún ejemplo exitoso que va por el mismo estilo, proveniente ya sea de la obra del autor o de cualquier otro sitio. Intente comprender el fracaso. ¿Está seguro que es de él y no de usted?

A estas sólidas cinco reglas puede agregarse una sexta, cuyo propósito es conservar la pureza química en la reacción entre producto y evaluador. No aceptar para la crítica algún libro al que esté predispuesto a no gustar de él, o que por amistad esté comprometido a gustar de él. No se considere el guardián de alguna tradición, el defensor de los estándares de cualquier grupo, un guerrero en una batalla ideológica, un agente de correcciones de cualquier naturaleza. Nunca, nunca… intente «poner en su lugar» al autor, convirtiéndolo en un títere en un concurso con otros críticos. Critique el libro, no la reputación. Ríndase a cualquier hechizo, débil o fuerte, que le sea echado. Es mejor halagar y compartir que culpar y prohibir. La comunión entre el crítico y su público está basada en la presunción de ciertos posibles placeres en su lectura, y todas nuestras exclusiones deben inclinarse hacia ese fin.

No quisiera pecar de pesimista pero pienso que nos están haciendo falta ensayistas de la talla de Montaigne; de humanistas como Unamuno y Ortega y Gasset; de críticos que ejerzan su oficio sin prepotencia, con humildad y con claridad. Y en cuanto a los escritores, ¿por qué no darnos una zambullida por los mares de Michel Foucault o de los trabajos teóricos de Borges, de Umberto Eco o de Vargas Llosa?

 

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