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La última casa de John Kennedy Toole

   Subo al tranvía 12 en Claiborne y Carrollton. Me bajo en St Charles y Hillary. El barrio, decoroso y antiguo, guarda casas de maderas de múltiples colores y alturas. A diez cuadras está la epicúrea Universidad de Tulane. Pero a la esquina de Hampson y Adams no llega el esplendor universitario.

   En el 7632 de Hampson Street, frente a la última casa de John Kennedy Toole, siento que mi corazón late más rápido. Hay una expectativa en el aire. Ausculto los rincones y reviso el jardín delantero. Miro a través de las ventanas. Pienso que puedo encontrar una huella, un atisbo de su paso por la casa. Pienso que algo de su existencia puede estar guardado allí. No pienso en el espíritu o en el fantasma de Toole sino en una huella material, un objeto, el resto que me conecta con los últimos días en la casa y con su decisión final.

   Del otro lado de la calle hay un camión de reparación de obras públicas. Y más allá un grupo de hombres lidia con palas y una máquina. No hay ningún cartel que indique que ha sido su hogar. Me detengo en la abertura principal. Por esa puerta blanca y alta ha salido para no volver.

   El joven John Kennedy Toole se subió a un auto y deambuló durante dos meses por las rutas del sur de Estados Unidos. Fue hasta un barrio de Hollywood, en California, y luego viajó hacia el este, en dirección a Georgia. Algunos suponen que visitó la casa de la extinta Flannery O’ Connor. Luego regresó hasta los alrededores de Biloxi, en Mississippi. Estacionó al frente de un pinar y puso una manguera en el caño de escape de su auto; la colocó en el interior, en la zona del acompañante. Encendió el motor.

   ¿Hay algo en la esquina de Hampson Street que guarde una señal del suicidio? No veo nada que conecte la casa con el negro humo del estertor final; y sin embargo un escalofrío me recorre la espalda.

 

 

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