Los tres tomos de los diarios del escritor argentino Ricardo Piglia (1940-2017) nos otorgan un sitio de privilegio para observar la vida personal, tanto anímica como intelectual, tanto individual como social, de una autor sudamericano en la segunda mitad del siglo XX y en las primeras décadas del tercer milenio. Estamos aquí ante un narrador al que le toca ser testigo presencial de la revolución cubana, la guerra fría, el boom del realismo mágico, las sombras desafiantes de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, la pasión por el género policiaco, el peronismo, la dictadura militar, el exilio académico en los Estados Unidos y la construcción de una trayectoria literaria que une las rutas divergentes de la literatura y el periodismo crítico, que amalgama “los juegos del lenguaje” con la “acción política”. Pero lo que a Piglia le importa, tanto como lector y creador, es experimentar la vida en sus tentativas escriturales, amores ilusorios, amigos habituales, procesos en marcha, lo que incluye libros leídos, proyectos editoriales, tertulias de café o de cantina y encuentros con las mujeres que van a compartir sus obsesiones o luchar contra ellas.
En estos tres tomos –Años de formación (2015), Los años felices (2016) y Un día en la vida (2017) hay en Piglia una lucidez y un impulso que se precian en los distintos aspectos de su trabajo como escritor. Al presentar el primero de ellos, Piglia explicó que su vida se podía narrar siguiendo cualquier secuencia, dándole cualquier sentido, explorando cualquier tema que él había registrado: desde “las películas que había visto, con quién estaba, qué hizo al salir del cine, las mujeres con las que había vivido o con las que había pasado una noche (o una semana), las clases que había dictado, las llamadas telefónicas de larga distancia. Sus hábitos, sus vicios, sus propias palabras. Nada de vida interior, sólo hechos acciones, lugares, circunstancias que repetidas creaban la ilusión de una vida.” Su método era ofrecer una “multiplicación microscópica de pequeños acontecimientos” en fuga siempre hacia la muerte.
Eso, para nuestro escritor, era un diario: el relato de sí mismo en actos que aparecen y se repiten en la escala temporal de su existencia. Suma de conversaciones, libros leídos, trabajos para vivir, mujeres amadas, discusiones, paseos y comidas. Boceto de quién es por sus hábitos y costumbres, por sus ritos y experiencias. No un retrato completo para sus lectores sino un viaje de vida en marcha, de pensamientos propios, de creaciones en el filo de su realización día por día. Lo cierto es que muchos escritores son diaristas y mucho de lo escrito en sus diarios ha pasado a sus obras de creación: vivencias, descripciones de lugares y personas, diálogos, estados de ánimo, descubrimientos intelectuales. El diario no se circunscribe a una minuta personal sino que es también una reacción ante el tiempo que pasa, un recordatorio de que vivimos como todos bajo el manto del calendario de nuestro entorno, de nuestro país, de nuestro mundo.
En Piglia lo podemos ver en su vida entre los altibajos de una Argentina peronista, militarizada, con perseguidos políticos, con guerra de las Malvinas, con democracia renovada. Pero siempre en clave personal, desde la subjetividad que lo anima y lo fortalece a seguir escribiendo: “Siempre la sensación de desamparo y la dureza de la realidad enfrente. Escribir ahora, solo, en esta casa vacía, con la microscópica serie de pequeñas decisiones que se toman todo el tiempo para sobrevivir. Una palabra atrás de otra, una palabra y luego otra y otra, el fraseo: eso es todo (una música)”. O cuando dice que “uno vive una vida de escritor porque ya lo ha decidido, pero luego los textos deben estará a la altura de esa decisión.”
Es evidente que para Piglia la vida es “la loca lucidez” y escribir un diario es escribir “capítulos de una autobiografía en marcha”, desde esa zona de choque entre las ambiciones juveniles y la madurez creadora, entre los sueños revolucionarios y las vicisitudes de su generación, donde la represión política es una maquinaria implacable. Por eso sus remembranzas de escritores como Rodolfo Walsh, Manuel Puig, Augusto Roa Bastos, Haroldo Conti, David Viñas, Juan Gelman o Noé Jitrik son retratos de una época convulsa y llena de sinsabores. Por eso Piglia crea a Emilio Renzi, su alter ego, quien cuenta su existencia de autor argentino que “a veces parece que fuera varios hombres distintos. Una vivencia intensa, íntima, que me hace ver alternativas y realidades según quien sea en cada momento.”
Y por eso sus diarios de pronto son narraciones románticas, políticas, realistas, fantásticas, periodísticas o del género policial. La crónica de una subjetividad que es, al mismo tiempo, máscara y espejo, una subjetividad que cuenta otras vidas, otros orbes, otros personajes para contarse a sí misma, para confesar lo recordado y lo inventado, lo ficticio y lo real, lo entendido y lo explicable. Suma de aprendizajes y desconciertos, de ilusiones y fracasos, de fidelidades y traiciones. Claro, siempre y cuando aceptemos, como Piglia nos lo hace ver, que la traición mayor es no vivir nuestra época con todo el impulso creativo, es no aceptar que la vida es experiencia y reflexión, Para eso sirven los diarios: para consignar nuestros percances y tropiezos, nuestro paso por el mundo, la luz que fuimos antes de ser penumbra, antes de volvernos olvido.