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Penthouse 667

Desde el penthouse del colosal ultra-rascacielos, el desconocido venía cayendo en picada. Cuando Phillip lo empujó a través del ventanal, los cristales le cortaron la cara. “Otro hermoso espécimen sin lugar a dudas… Qué desperdicio” -pensé con desilusión. El desconocido no puso resistencia alguna cuando lo agarraron entre varios para lanzarlo al vacío. Solo se dejó arrastrar. Éramos alrededor de cincuenta invitados, vestidos de gala y traje largo, recostados a lo largo del continuo muro de piedra que servía para abarandar el balcón. Bebíamos agua de cereza en recipientes de vidrio. El agua de cereza era la pócima ideal para endulzar el espectáculo. Ya, a pocos segundos de existencia, el desconocido se encontraría cerca del concreto. Aleteó sus brazos, y se entregó al pavimento con un impacto descomunal. Había sido el noveno que lanzábamos hoy, o que… ellos lanzaban; yo no había lanzado a ninguno. Yo solo observaba.

Entre cinco obligaron a Paula a salir. Como los perros cuando se excitan arrebatándose la presa de sus hocicos, ella sería la próxima.

Paula fue encontrada en el piso 557. Abusarían de ella antes de lanzarla. En el seno de una estructura tan formidable como esta, aquellos que residían desde el 331 para abajo, ya eran considerados indeseables. Pero Paula era diferente. Ella era realmente nativa del piso 99, pero aprendió a colarse en los niveles de arriba; los de bien arriba.

Desde su temprana edad, Paula fue perfeccionando la manera de llegar a los pisos superiores a través de los conductos de vapor. Estos cilindros interminables distribuían la presión de agua a toda la residencia en siete fases durante el día, y siete fases durante la noche. Para lograr recorrer la intrincada red de tubos, hacía falta tener una memoria perfecta, fotográfica, que le permitiese al vagabundo recordar cada ruta dentro del complicado laberinto. En varias oportunidades, el hedor que emanaba de los grifos y bebederos, amalgamados desde las fuentes de mármol ubicadas en los pisos 535 para arriba, era asqueroso. Cuadrillas de limpieza debían purgar los ductos de residuos orgánicos, ya que muchos insistían en arriesgar sus vidas en el interior de las enormes tuberías, pereciendo calcinados por el humo caliente, entretanto se asfixiaban al  intentar escapar hacia los pisos superiores. Pero Paula, no. La joven, reconocida entre los habitantes, primero por su belleza, aprendió muy bien su camino a lo largo de los años; una falla que el mismo arquitecto se dispondría a corregir personalmente si no hubiera sido por los eventos que sucedieron en toda la extensión de su piso.

Antes de ser desenmascarada por Phillip, a Paula todos la recordábamos como una invitada más de nuestras fiestas. En una oportunidad, dominó una conversación acerca del renacimiento de las artes plásticas en las sociedades de los pisos inferiores, motivado por las extrañas ideologías y religiones que, según se rumoraba, ya tenían tiempo practicándose. Poco después, Paula pasaría a ser una figura prominente y exquisita dentro de la élite. Nadie se preocupó por preguntarse de donde había venido. Ella siempre pareció estar allí.

Paula se hizo a la medida un formidable personaje; el de una consagrada traficante de arte que negociaba solo con los pisos de la cúspide. Hasta logró colocar encima de la cama del Arquitecto una obra intimidante de Matias-Chin Mikakrova; el célebre y fallecido pintor, quizás el más codiciado de toda la atalaya, devorado por los caníbales en la Planta Baja, algunos meses atrás.

Phillip envolvió el rostro de Paula entre sus palmas. El eminente, hermoso y joven programador del piso 663, responsable de las más inolvidables, y a veces, escalofriantes ceremonias; no podía dejar de preguntarse, ¿cómo una chica que luego de haber disfrutado de nuestro sabor querría volver a los pisos del ultramundo, a las enfermedades que plagan los pisos 77 hasta el 109, a la peste en el 55, 56 y 57; y a los horrores que habitan debajo de ellos?… Eso lo maravillaba, pero no lo detendría. Nada lo haría. Paula giró su mirada hacia mi. Phillip se percató de esto y me invitó a que la tomara en mis brazos para él dirigir la violación.

Uno de los presentes balbuceó señalando para abajo. Pataleaba frenéticamente. Era un momento muy especial y no había tiempo que perder. No se asomaban nubes que taparan la caída. Una serie de pozos sangrientos podían verse con el uso de los telescopios colocados desde el palco. Tenían que lanzarla ya.

Ya no se sacrificaban en ofrenda a los dioses, se sacrificaban porque sí; porque ellos, Phillip, los invitados, todo el resto, lo sentían divino. Según Phillip, si la víctima te veía a los ojos, así fuese sin querer, te pertenecía para siempre. Por eso, la mayoría de los lanzados intentaban cerrar sus ojos incluso antes de ser elegidos… y Paula, no los cerraba.

                                                                             *

Un fuerte olor a fuego, o carne quemada, nos fulminó justo cuando sonó la sirena. El efecto del agua de cereza se profundizaba y ya no permitía que nos comunicáramos bien; sin embargo, se reconocía entre nuestros rostros que algo muy grave había sucedido.

Recuerdo un episodio que sucedió hace mucho. La sirena se encendió para alertar sobre un sangriento ataque en el piso 431, en el Corazón Mecánico de toda la torre. Habitantes de los pisos 179 y 209, con ayuda del piso 401, detonaron explosivos en las cámaras de sustento y distribución de alimentos. También dinamitaron las arterias de transferencia de energía; todas, menos una. La hambruna en los pisos ascendentes por poco desencadena en revolución, pero fue contenida a tiempo por los hijos del arquitecto. Los sobrevivientes fueron descendidos por elevadores automáticos y sorteados a su suerte en los sótanos que se ramificaban por debajo de la planta baja.

Pero esta vez acababa de suceder algo peor. El gimnasio «Universal» del piso 501, las habitaciones «Ejecutivas» del piso 591, 592, y 596; y lo que parecía la guardería infantil del piso 601, habían sido incineradas en silencio. El aroma en el humo era una revelación. Eso significaba que los rebeldes habrían tomado el piso de abajo.

El agua de cereza ya se chorreaba por el borde de mi boca. En la urgencia, intenté limpiar mis labios con las mangas; solté a Paula y endurecí mis piernas. Estirando mi cuello hacia atrás, sentí las cenizas de cientos de humanos en mi paladar.

Aparté a Phillip de ella y enrede mis manos en sus cabellos, arrastrándola por el suelo hasta llegar a la esquina occidental del mirador. A un lado del caos, me percaté que los invitados trataban torpemente de ingresar a los salones, pero chocaban entre ellos buscando abandonar la terraza.

Paula se aferraba con fuerza a mi cuerpo. La arranqué de mis piernas y se dejó llevar. Nunca cerró sus ojos. Nunca me los quitó de encima. Tomó su alma, sabiendo que se iría.

La acosté al borde del abismo. No se resistió. Tomándola de la cintura, la até fuertemente a las sogas que sujetaban las inmensas telas ondeando sobre el balcón. Paula no comprendía lo que yo quería hacer con ella. Solté los ganchos que amarraban las fibras de satén con el barandal; el resto de los soportes despedazaron el cemento por la fuerza del viento. La joven, instantes antes de ser empujada al cielo, trató de rozar mi rostro con sus dedos, pero no lo consiguió. Al inflarse el monstruoso tejido de velas, Paula fue arrebatada por los aires.

Se fue perdiendo en una inmensidad de turquesas y mandarinas. Poco a poco se fue esfumando  su reflejo en el cristal amatista de los ventanales. Se elevó a pisos más altos, cerca de los astros artificiales. Debajo de ella, miles de ultra-rascacielos se descomponían en el verde de los campos; y los campos, que con brevedad se nublaban, cedían a la eternidad del océano.

Me pregunto si al alejarse, escuchó los gritos; el estruendo de tantos cuerpos que se arrojaban en desorden cuando tomaron la terraza; y si es más dulce morir, reposando sobre las nubes, que perder la vida… cayendo.

 

 

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