Elmiedo González vivía en paz con el mundo.
Sus hermanos le tenían miedo. Su madre, su tía, el perro del carnicero. La sombra que se proyecta desde la catedral la plaza abría espacios de luz para dejarlo pasar bajo el sol para que sus pasos no la tocaran.
Elmiedo González tenía un brazalete de cuero con pinchos y una camiseta de malla a través de la que se le veían los pelos del pecho y unas tetillas paradas muy rosaditas. Tan pálidas en las noches que fosforesceaban trágicamente como dos luciérnagas enamoradas que vuelan juntas hacia alguna trocha húmeda.
Elmiedo González no conocía el concepto de la hipotenusa y nunca cortaba camino. Cateto a cateto iba por la vida, no por convicción, si no por designio, por diseño, por destino. Cuando se embarcaba en una aventura la vivía sin sobresaltos, a lo macho, sin la tristeza de los malos ratos ni las emociones desgañitantes del triunfo.
Si cantaba lo hacía para adentro, no en la mente, él absorbía el aire y hacía vibrar los sonidos en dirección al estómago, donde los digería, sus ácidos devoraban literalmente las canciones y no era de asombro que algunas le provocaran estreñimiento y otros malestares estético-estomacales de diferente resonancia y procedencia. Sus tripas eran particularmente sensibles a las odas, a la poesía contestataria y a las zarzuelas. No quiere esto decir que tenía buen gusto. Si tenía que matar, mataba, si tenía que amar, imitaba, si tenía que opinar, se callaba. No por recatado ni por pendejo, si no porque no tenía opiniones definidas acerca de la vida, o la justicia o la filosofía de las cosas.
Para Elmiedo González la semiótica era una repetición innecesaria, la Gestalt era el vacío, Neruda un repartidor de periódicos. En la pared de su apartamento había colgado un cuadro con el retrato de su bisabuelo general, no porque le causara un orgullo particular si no porque se ponía la misma manilla de cuero de la foto y esto de alguna manera le daba un lejano sentido de pertenencia. El cuadro era su ancla, pero un ancla arenera que se desplaza con el barco y que lo frena, pero no lo detiene.
El tiempo para Elmiedo no pasaba, no tenía esa medida vacía en medio del pecho que rota. No sentía en la frontera de su piel, el futuro. Si lo analizáramos desde un punto de vista científico, Elmio González no sabía que las personas y las cosas envejecen porque de alguna manera le había sido dado saber que las apariencias no determinan las esencias.
Cuando los pájaros cantaban sus bellos trinos a la caída de la tarde y el crepúsculo parecía un Chagal, Elmiedo se hacía una paja mientras pagaba la cuenta del agua por internet. Era lo más cercano a que reaccionaba ante la belleza, o los holocaustos. Para Elmiedo González conmoverse era como para un goldfish que la prima del hermano del dueño de la pecera hubiese descubierto que tenía un recuerdo reprimido de cuando era pequeña que la capacitaba para leer el futuro en el humo del cigarrillo.
Elmiedo no sabía lo que era el miedo. Él sabía evitar y enfrentar, intimidar y retroceder, como un paramecio. Si lo llamaban venía, si lo botaban se iba, si lo atacaban se defendía. Sentía el dolor y la felicidad como mismo tú sientes la desidia o la alegría, sin interpretaciones, todo un mismo sentimiento, un impulso, un obstáculo, un espaldarazo.
Cuando estaba cansado descansaba, cuando tenía sueño, dormía. Cuando tenía hambre cantaba, cantaba para adentro y nunca pensaba en el fin, porque los finales para Elmiedo significaban los mismo que los principios.