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Macedonio

Macedonio está sentado frente a la ventana. Vive, desde hace unas horas, en una nueva pensión. En la habitación del pasado, ha dejado olvidado el manuscrito imposible de El Museo.

Un día nublado, piensa, es el mejor lugar para que los cables formen diagonales en el cielo.

Macedonio no se mueve. Sus ojos están clavados en un punto infinito.

Repentinamente, un golpe seco aturde en la puerta. La figura gruesa del joven Jorge Luis Borges se contornea en la penumbra. Macedonio lo mira por unos segundos. Después habla.

Borges, que lo mira como Platón a su maestro, le responde.

Macedonio lo invita a sentarse. Se tapa los ojos, heridos por la inminente claridad del día. Borges entiende que la luz cruel le hace daño. Le ofrece cerrar la ventana. Macedonio accede.

Bajo el amparo avaro de una vela, releen un pasaje del libro central de Schopenhauer. Junto a Macedonio, Borges reflexiona sobre las pruebas y las refutaciones de esas pruebas de la existencia del tiempo.

El dialogo se define en el anonimato de las sombras.

En una habitación secreta y arbitraria se prefigura el futuro de la escritura.

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