a Juan José Sebreli y Alina Diaconú
Mi relación es temprana y nítida. Me unen a ella las avenidas insomnes, las calles compuestas por la muchedumbre, las sombras largas en paredes kilométricas, el ulular del crepúsculo en las esquinas.
Cada vez que voy busco la penumbra de los pasillos en el subte, el inigualable anonimato del tren, los viajes bamboleantes en el colectivo.
Suelo meterme en un túnel intemporal cuando recorro los fantasmas en las librerías.
Mi vínculo es simple, direccionado: me une un tipo de amor indefinido y extraño, ya que no la veo todos los días y no pocas veces la extraño.
La ciudad nunca es un plano ni el efecto de un volumen aislado: no es una mera geometría; su cuerpo está conformado por vívidos rascacielos, cables de carne y hueso, terrazas vegetales, ventanas humanas, árboles atrapados en la lógica del cemento, veredas de pies ligeros.
Buenos Aires es el fruto de un parto sentimental y promiscuo. Mi pasión no es monótona ni metafísica. En todo caso su orden es una filosofía de la soledad y del extrañamiento. Cada vez que piso su aire me elevo y rozo mi corazón en el desierto urbano, entre las torres nocturnas y las luces palaciegas.