Para Dana, mi sobrina,
que se enamoró del Vampiro Canadiense
—¿Dónde trabajas?
—Hago lucha libre, ocupo verme bien llamativa, bebé.
Se lo pregunté mientras le lavaban el pelo, le habían puesto un tinte azul rey en la mitad de la cabeza y en la otra mitad uno rojísimo como manzana de cera, de esas que venden en la tienda de los chinos.
Me quedé de a seis al oírla. Empezamos a platicar un rato antes, cuando me senté junto a ella, que ya tenía la cabeza llena de papel aluminio y puesta una bata de plástico. Oí que Diana, la de los tintes, le dijo con susto:
—A ver si los colores le quedan como usted quiere, yo nunca había hecho ese trabajo.
—Sí, mi bebé, no te preocupes, siempre salen bien: azul y rojo como Pepsi Cola.
—¿Siempre se lo pinta así? —preguntó Diana.
—Sí, por mi trabajo.
Como reventábamos de calor y el ventilador de la estética no funcionaba, le ofrecí una botella de agua, de las chiquitas. Aceptó. Tenía sed. Le brillaba la nariz de sudor.
—Nunca te había visto, no eres de por aquí, ¿verdad? —No pude aguantarme la curiosidad.
—No, soy de Coroneo.
—Allá vive uno de mis hermanos, a la mejor lo conoces —le dije por hacer plática o quién sabe por qué.
—No, bebé, vivo en León, hace mucho que me fui de Coroneo —Con una mano se abrió la cortina de piezas de aluminio que le caía sobre la cara, como melena de extraterrestre.
Le vi los ojos muy bien delineados, sus pestañas postizas, espesas y rizadas, casi parecían naturales.
Después, conforme Diana le secaba el pelo, los colores iban apareciendo. Con mucho fulgor, como dicen en la tele.
—Se te ve chidísimo —Fui muy sincera.
—Uy, bebé, si vieras, en la arena y con las luces, se me ve más fregón.
Que me llamara bebé, me hacía sentir confianza.
—¿Vas a pelear aquí en Uriangato?
—Sí, en la noche, te invito, le dices al de la taquilla que te dejó un boleto la Fiera Vikinga, es mi nombre artístico. Será una pelea estelar: voy a pelear contra un cabrón. Ya verás, me lo vo’ a torcer. Pinches hombres, me hacen los mandados.
El de la taquilla me dio el boleto.
—Es en la zona viaipí —me anunció.
Mi asiento estaba mero adelante, muy cerca del ring. La última pelea de la noche era la de lujo, entre una mujer y un hombre. Reconocí a Ramoncito, el del depósito de cerveza; arriba del ring, era el maestro de ceremonias. Muy trajeado y con corbata de moño, de color lila. Damas y caballeros, leidis an yentlemen para nuestro público internacional que viene del otro lado de la frontera, de los estados de Texas, California y Chicago, nuestro Uriangato se viste de gala con la presencia del famoso tamaulipeco Depravado Segundo y la única, la inigualable, nuestra paisana guanajuatense, la escultural Fieeeeera Vikingaaaa de Coroneo.
Puto Ramoncito, pensé; quién lo viera, aquí echando estilo y mucha palabra dominguera, y allá en la cervecería aventándole sus buenas mentadas y culeros hasta al señor cura.
Fue grande la rechifla cuando Depravado subió al ring envuelto en una capa de colores plateados. La gente le decía a gritos que se metiera con hombres, no con mujeres. Él se golpeaba el pecho como gorila. Traía máscara y calzoncillos negros con estoperoles. El sonidero puso a todo volumen la música de Rocky, la película esa del boxeador. Los reflectores de luz lanzaban rayos por toda la arena.
Luego se oyó la música del superbowl, el de Miami. Mi amiga la Fiera Vikinga hizo entrada triunfal. La melena, mitad fresa y mitad azul. Se había puesto un minivestido rojo, con flecos, parecido al de Shakira y bailó como ella. Casi igual. La arena entera se caía de aplausos, los gritos de mamacita conmigo no tienes que pelear, o acá está tu luchador. La Fiera Vikinga sabía mover las nalgas. Mujeres, hombres, niños, jóvenes y hasta un buen montón de gente de la tercera edad aullábamos a coro: Gua-na-jua-to, Gua-na-jua-to, en parte para humillar al Depravado, que era de Tamaulipas y en parte, para decirle de ese modo a la luchadora que nos sentíamos orgullosos de que fuera nuestra paisana. Yo aplaudía sin cansarme. En el salón de belleza no alcancé a darme cuenta de su cuerpazo, pero sí en la arena. Sus chichis, bien arriba, enderezadas y macizas, como las de las figuras de porcelana que pintamos en el taller de Cuquita, la de la mercería. Juré que el ejercicio que hacía la Fiera Vikinga para ser luchadora y para bailar le habían moldeado el cuerpo. ¿Sería muy difícil dedicarse a la lucha libre? Pensé: Yo, por más que me pongo a dieta, juego básquet y bailo zumba, sigo con mis lonjas y no bajo de peso ni de talla. Si yo tuviera ese cuerpazo, más de uno me invitaría a acompañarlo al norte y me sacaría de aquí. ¿Qué tal que yo le hiciera a la lucha libre en los Estados Unidos?
En cuanto la Fiera se recogió el pelo en una cola, Depravado, con todo el peso de su cuerpo, se le echó encima; pero bien lo dijo ella en la estética: los hombres le hacían los mandados. Mi luchadora saltó para darle patadas en el pecho a su contrincante, lo puso de rodillas, le cayó encima, le dobló piernas y brazos. El gorila se quedó sin fuerzas, trataba de ponerse de pie, pero ella no le dio chance: daba saltos sobre su víctima. Depravado pidió clemencia juntando las manos como si rezara. El réferi vuelta y vuelta alrededor de los luchadores. El público con el alma en un rugido: Gua-na-jua-to. Gua-na-jua-to. Ramoncito agarró el micrófono y dijo:
—Damas y caballeros, la vencedora es nuestra Fieeeera Vikingaaaa, diosa y reina del ring, ahora leonesa, pero siempre guanajuatense.
El referí levantó la mano de mi ídolo y la llevó por el cuadrilátero como chambelán a quinceañera. Me acerqué al ring. Ella se paseaba a sabiendas de cómo lucir aquellas curvas y los piernones, que enfundó con botas rojas y medias de licra de color carne, nacaradas. Un impulso me empujó a los vestidores, tenía que preguntarle a la Fiera dónde aprender a luchar o cómo le había hecho ella para llegar tan lejos. No faltó quién me dijera dónde estaba el vestidor del lucero de la noche. Abrí la cortina que hacía de puerta.
—¿Se puede? —Así di aviso de mi presencia.
La Fiera estaba quitándose el vestido de Shakira.
—Pásate, bebé, sirve de que me ayudas a desvestirme.
Se había quitado las botas y las medias, tenía celulitis en los muslos y las pantorrillas planas. Empecé a desabrocharle el vestuario.
—¿Puedo decirte Fiera?, ¿o cuál es tu nombre?
—Dime Fiera, o Vikinga
—Quiero ser luchadora. Qué cuerpazo —Me temblaban las manos de la emoción y del nerviosismo.
—¿Me lo desabrochas? —Debajo del vestuario, mi admirada llevaba un corsé del color de su piel—. ¿Cómo se te ocurrió eso, bebé?
—Cuando una mujer tiene buen cuerpo, le va mejor.
—Eso sí —contestó la Fiera que, ya sin corsé, le había brotado una buena lonja. además de que la cintura y el talle se le ensancharon—. Por eso estoy juntando mis centavos, pa’cerme una liposucción y ponerme implantes en las nalgas y en las chichis. Quiero cambiar de giro, darle al pole dance como le dicen al tubo.
Vi en el piso el corsé, tenía integradas unas chichis y unas nalgas de hule espuma.
—¿La lucha libre no te hace ese cuerpo?
—Ay, no bebé, en eso me ayuda la corsetería.
—Pero pudiste ganarle a Depravado Segundo.
—Te voy a decir un secreto porque me das ternura: pura faramalla. Yo le doy comisión por dejarme ganar. Hacemos juntos las giras.
—¿Cómo?
—Mi bebé, vente con nosotros, te enseño a luchar, ganas tus centavos y te llevo con el que me opera, en León.
Entonces me plantó un beso como nunca me lo habían dado en la vida, y volvió a decirme bebé. Y, pues aquí ando, de gira con Depravado y con mi Fiera Vikinga.