Nos parece lo más natural. Porque los leemos como si hubieran sido escritos así desde el principio. Porque son pocas las veces que tomamos en cuenta que gran parte de los libros que leemos fueron redactados en una lengua distinta a la nuestra.
Aunque sabemos el origen del autor, tan sólo los abrimos y comenzamos. En ocasiones nos maravillamos de la prosa, de las formas elegidas para lograr, sólo con palabras, crear mundos nuevos, para introducirnos en el alma de un personaje, para arrancarnos una lágrima o una carcajada.
De vez en cuando nos detenemos a leer ese pequeño nombre que aparece debajo del título o del autor. Pocas veces lo retenemos. Y casi nunca nos fijamos si es el mismo que aparece en un libro leído anteriormente. Los traductores son seres invisibles.
Hasta que un día te das cuenta que sin ellos, gran parte de la literatura que has leído sería totalmente inaccesible. Más cuando vives en un país con una lengua absolutamente diferente a la tuya (y de la cual no tienes grandes conocimientos), como es el caso de Rusia.
Introducirte en cualquier librería o biblioteca en Moscú es entrar en tu propia ignorancia. Todo un mundo está ahí, al alcance de tu mano. Pero al mismo tiempo, las palabras escritas en alfabeto cirílico son signos incomprensibles. Signos que manejaron con maestría Tolstoi, Pushkin, Chéjov, Dostoyevski o mi admirado Gazdanov (quien a pesar de vivir gran parte de su vida en Francia, y manejar con destreza la lengua gala, nunca dejó de escribir en ruso).
Es lógico lamentar no conocer una lengua para disfrutar al completo de una obra. Con esas modismos o formas que será, en mucha ocasiones, difícil de expresar en un idioma distinto. Sin embargo, es ahí donde debemos elevar el trabajo de los traductores. De tener esa enorme capacidad para atrapar en una lengua todo el sentido de la otra. De intentar dejar por lo alto el trabajo de otro para que todos lo admiremos. Y lo hacemos, tanto, que nos olvidamos de ese puente que ellos mismos han tendido.
El escritor argentino Jorge Luis Borges, quien realizó numerosas traducciones, entre ellas de autores como Franz Kafka, Virginia Woolf o William Faulkner, aseguraba que incluso las traducciones podían mejorar el original.
«No soy de aquellos que juzgan que místicamente toda traducción es inferior al original. Muchas veces he sospechado, o he podido comprobar, lo contrario. (…) El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la superstición o al cansancio. (…) Joyce dilata y reforma el idioma inglés; su traductor tiene el deber de ensayar libertades congéneres».
Siendo él traductor, hablaba con conocimiento de causa. Aunque curiosamente él no traducía sus propios poemas. Eso sí, era coherente con sus ideas y, aunque estaba atento a las mismas, dejaba que sus traductores trabajaran con libertad y soltura. Incluso cuando se trataba de sus poemas.
Y es precisamente en la poesía cuando más se discute la traducción. Recuerdo una secuencia de la película Paterson, de Jim Jarmusch (vista en vísperas de un inolvidable Sant Jordi en Barcelona), cuando el protagonista, un chofer de autobús y poeta se encuentra con otro, en este caso japonés, quien le dice que nunca dejará que sus versos sean traducidos: “Es como ducharse con impermeable”, le dice a Paterson.
En Rusia hice el experimento de recitar un poema de Pushkin en español, mientras otra persona lo hacía en ruso. Entre el público, rusos amantes de la lengua de Cervantes, inició la polémica. ¿Cómo se escucha mejor? ¿Transmite de la misma manera? Hubo división de opiniones.
Pero polémicas aparte, estas líneas son más que nada una oda a los traductores. Un pequeño homenaje a esas personas que logran que podamos admirar toda la literatura, sin importar dónde haya sido escrita.
¡Gracias, Traductores!