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Lágrimas de joven verdugo

 

ginoEsa vez lloré. Me temblaba una rodilla y gotas de sudor recorrían mi espalda. Mis manos saltaban como atacadas por el Parkinson y mi respiración se entrecortaba. Mi agresor, de pelo motoso y apretado, me miraba con fiereza, arrugando su nariz de mandril. Sus labios gruesos irregulares, parecían ampollas sobre su faz desnutrida. Llevaba un polo a rayas, descolorido, prestado o heredado y zapatillas disparejas, cada una de diferente marca y color. Me amenazaba con una correa de cuero enrollada en una mano, que tenía una de esas horribles hebillas de bronce con cabeza de león. Me sentía fatal. Apenas podía contener las nauseas y sin poder articular palabra empecé a llorar de miedo. Me retaba con una coprolalia hampesca, que espetaba con todo el odio que podía haber acumulado un niño marginal y resentido de ocho años de edad. Su risa burlona y grotesca reventó en sangre al contacto con el puño de Ernesto el Rata, mi amigo y eventual defensor de nueve años, una cabeza más alto que yo, que apenas andaba por los seis almanaques.

 

El pequeño matón huyó sangrando y profiriendo amenazas y Ernesto inquirió, extrañado y muy molesto, por mi cobarde comportamiento. «Es que mis tías me han dicho que los niños pobres de color extraño, que visten harapos, son muy malos y me pueden hacer un daño terrible…» contesté sollozante pero aliviado.

También lloré pero de rabia a los once años, en mi colegio secundario, la mañana de invierno en la que me comunicaron mi expulsión por arrojar una carpeta a un gordo abusivo cuatro años mayor, quien solía divertirse martirizando a los menores. Rodó por las escaleras en cámara lenta, enredado en la carpeta. No pude esconder una sonrisa de satisfacción. No se tomaron en cuenta los argumentos de defensa propia ni mis excelentes calificaciones; más se concentraron en la ambulancia, los huesos rotos y la demanda judicial. Fui condenado al destierro e indirectamente a una tanda magistral de parte de mi adorada, menopáusica y seviciàtica madrastra. Un influyente tío abogado me salvó de la Correccional.

Lágrimas de impotencia acariciaron mi rostro en el malsano calabozo de la Escuela de Comandos de la Fuerza Aérea, donde me arrojaron desnudo y sin fecha de salida, la madrugada en que fui rescatado de un canal de regadío, de heladas y vertiginosas aguas, en donde fui arrojado después de una dura golpiza obsequiada por mis salvajes instructores («bola al centro» o «sangría» le decían). Había devuelto a mi sargento instructor uno se sus infames “golpes de asimilación”.

 

Lágrimas de odio contuve la tarde cuando el presidente del Centro Comunista Universitario me señalaba con el índice gritando «¡AMARILLO, INFILTRADO, TRAIDOR, GRINGO DE MIERDA… FUERA!» y me lanzaba monedas y libelos, en los cuales pedía mi expulsión de la Facultad de Ingeniería y me culpaba de arrestos y desapariciones de «compañeros luchadores» (cholos de mierda, resentidos sociales y fanáticos comunistas con los cuales no tuve nada que ver). Más lo odiaba por poseer a Cusi Coillur (Estrella de la mañana), como solíamos decirle a la india más hermosa que vi en mi vida. Era alta para su tipo, casi talla de modelo. Su hermoso cabello lacio , caía como negros hilos mercerizados sobre sus atléticos hombros. Sus inmensos ojos negros de vicuña se protegían con acariciadoras pestañas, bajo anguladas cejas de mujer fatal. Su nariz era grande pero fina y daba a su rostro un perfil de diosa espartana. Sus pechos espectaculares distraían la vista de sus caderas de rumbera y sus largas piernas de roquette. Era una princesa inca, como la del drama Ollantay. ¿Qué haría aquella belleza exótica con semejante adefesio?, un pobre infeliz necio y feo, que seguía vituperándome por los pasillos de la facultad, hasta que el extremo inferior de su esternón se cruzó en el camino de las falanges de mi mano derecha, justo al llegar al estacionamiento de profesores, al lado del ridículo Lada color caca del odioso profesor de economía política, quien se graduó de resentido social summa cum laude en la prisión-estadio de Santiago de Chile, apresado por las huestes de Pinochet.

Mientras el cholo se desmayaba de dolor, forcé la cerradura del auto y metí el bulto en la maletera. Encendí el motor y enfilé hacia las oficinas del Servicio de Ingeniería de la Fuerza Aérea, las que en realidad albergaban a los calabozos de la Unidad Especial de Inteligencia Anti-subversiva. Lo entregué firmando el cuaderno de cargo como si se tratara de un paquete o encomienda, con la etiqueta de delincuente terrorista. Sólo quería que lo “acaricien” un poco y que se asuste, para que deje de molestar, pero contra todos los pronósticos, el atorrante empezó a cantar… Flor de soplón resultó el gran líder revolucionario… Echó a media facultad, incluyendo a la bella Cusi Coillur. A la pobre la secuestraron y la violaron, y hasta le aplicaron la picana eléctrica. Ingresé a las oficinas del «ingeniero en jefe» (comandante de operaciones especiales) para solicitar que la liberen, pero salí con instrucciones de visitarla con el disfraz del «policía bueno» y enamorarla para conseguir su confesión y posterior delación. Le llevé ropa limpia, pollo asado, fruta fresca y chocolates. La llevé envuelta en toallas nuevas hasta la ducha más limpia que encontré en la base y más tarde me conmoví hasta los tuétanos cuando la vi comer como náufrago, por el hambre. Su belleza, aunque maltratada, aún impresionaba. No fue difícil ganarme su confianza; ya estaba quebrada. Más fácil aún fue enamorarla. Apenas pude dormir durante las noches en las que la dejaba sola, a merced de los verdugos. La visitaba casi a diario y le hacía el amor en su celda mientras subrepticiamente le aplicaba el cuestionario de interrogación. Me envicié de sus labios y de los oscuros chupones de sus mamilas y me apoderé de sus caderas y de su mente… No paré hasta embarazarla. No sabía cómo hacer para sacarla de allí. No digas más mi amor, por favor, nos están grabando,… pensaba in pectore mientras acariciaba su cabellera, mirando con amor la profunda oscuridad de sus ojos.

Al día siguiente regresé a las oficinas del «ingeniero» y le expliqué mi convicción de que ya no había más que sacarle, que era hora de liberarla, que yo me podía encargar … Estoy de acuerdo contigo, me dijo el ingeniero, que no me preocupe más, que justo por eso la noche anterior la habían «amnistiado» lanzándola al mar, con zapatos de cemento, desde un helicóptero porta tropas Mikoyán, junto con sus demás compañeros y todas sus pertenencias.

Me senté, como un autómata checo, en una silla art decó de la cafetería de oficiales a beber un café con Amaretto y a fumar un Marlboro Silver de contrabando, mientras dibujaba de memoria su hermoso rostro en el reverso de mi carta de ascenso. Vagué toda la noche por los rincones de su barriada, donde solía «reglarla«, con el fin de recordarla libre y feliz, con su cabellera al viento, su blanco mandil de microbióloga y los cuadernos espiral que apretaba contra sus pechos. No me di cuenta de la hora. Un maleante de raza indefinida, chinonegrindio quizás, me salió al frente desde un oscuro zaguán, blandiendo un cuchillo de cocinero japonés. Alcancé a entender, entre toda una maraña de obscenidades, que quería mi billetera, mis zapatos Boss y el reloj Swiss Army que me había ganado en la competencia de lucha submarina. Lo observé rápidamente. No tenía complexión atlética, ni porte militar. Tenía los antebrazos ralos y las muñecas débiles. Se paraba de frente, como vaquero en un duelo, exponiendo todos los puntos neurálgicos de sus órganos vitales. Los torpes movimientos que hacía con el arma y su forma de enfrentarme sin buscar el mínimo perfil adecuado para la lucha, me convencieron de que el pobre lumpen no tendría la más mínima opción de sobrevivir. No sería necesario sacar mi Browning Baby de seis proyectiles. Mientras se acercaba, mi mente encontraba la toma adecuada, en la cual el aikido me ofrecía, con un mínimo de movimientos, una forma rápida de introducirle su propio cuchillo en el ojo derecho, hasta el occipital. La imagen de Cusi Coillur se me cruzó por delante. No más muertes, mi amor… Pensé que tal vez si me esmeraba en medir con exactitud la estocada y la introducía menos de dos pulgadas, o si se la clavaba bajo la clavícula, el estúpido suicida no moriría y, inmóvil,  dejaría de joder… tal vez… El infeliz se me abalanzó confiado, sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo. Se lanzó con toda su furia. Esta vez no lloré.

 

 

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