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«La mirada de Valentina», adelanto de «Grandes lagos vacíos», último libro de Fernando Olszanski.

No sonrió al momento de presentarse, como si se tratase de un encuentro diplomático y no apenas una entrevista de trabajo. Fue firme su voz, su mirada, su apretón de manos. Seria, segura de sí misma, dominante.

            Me observó a los ojos como cerciorándose de que le daba toda la atención y que yo estaba dispuesto a escuchar lo que ella tenía que decir. Valentina, usaba gafas de cristales sin marcos. Mi atención estaba sumida en sus gestos, en sus facciones, en sus ojos. Era inconfundiblemente andina. No solo su fisonomía, sino también su acento pausado, el vocabulario español antiguo, su hablar lento, casi cansino. Era alta para una mujer serrana, casi tan alta como yo, que soy un hombre alto para los estándares sudamericanos.

            —Valentina —dijo al fin dándose a conocer, mientras aún sosteníamos las manos en el saludo más largo y llamativo que haya tenido en algún tiempo.

            Yo dirigía un evento literario que daría forma más adelante a una feria del libro en Chicago. En esos días me la pasaba entrevistando a posibles voluntarios para trabajar en ese proyecto y Valentina fue la que más me había impresionado. No tenía más credenciales que los otros, pero su determinación y también la cercanía geográfica de nuestros orígenes hizo que fuera la primera en la lista de elegidos.

Ella era ecuatoriana y yo había vivido ahí por cerca de dos años, colaborando en una organización sin fines de lucro que se dedicaba a dar agua potable a pueblos aislados en la montaña y en la selva amazónica. Sabía bastante de la cultura de su país, además de que había trabajado en un proyecto ubicado a apenas unos kilómetros del área de donde era ella.

            No tardó en convertirse en mi más cercana colaboradora. Hablábamos mucho, de trabajo y también de cosas personales, de la familia y cosas así.

            En el picnic que organizamos con todos los voluntarios frente al lago, con la mejor vista que Chicago puede ofrecer durante el verano, agasajamos a todas esas personas que daban de modo desinteresado su tiempo y talento. Valentina vino con su esposo e hijo. Me conecté inmediatamente con Marlon, su marido, un tipo que se dedicaba a la ingeniería pero que amaba la filosofía y la buena literatura. Nuestras conversaciones fueron intensas y sabrosas al mismo tiempo. Después de un rato, Marlon y su hijo fueron a jugar al fútbol a otra parte del parque. Es imposible que los latinos se junten en algún momento y que falte una pelota y que no la hagan rodar. Como no juego al fútbol, me senté en las gradas que dan al lago en la zona de Montrose Bay a disfrutar de la brisa mansa del verano. Me sorprendió que Valentina se sentara a mi lado. La miré y por primera vez sonrió, yo hice lo mismo, y nos quedamos en silencio mirando el lago cambiar de color a medida que el sol caminaba el cielo, a veces verde, a veces azul, a veces turquesa.

            A la siguiente reunión solo vinieron tres de los voluntarios y compré comida para todos. Había un restaurante colombiano a pocas cuadras que hacía delivery. El plato favorito del grupo era la bandeja paisa, el mío también, así que todos comimos lo mismo. Después de comer los voluntarios empezaron a irse. Todos menos Valentina, que se quedó a ayudarme a limpiar y acomodar un poco la oficina.

            —Le caíste muy bien a Marlon, lo que no me sorprende. Quiere que vengas a comer un fin de semana de estos. ¿Qué dices?

            Otra vez su mirada fue penetrante. Asentí con la cabeza, observándola, no podía negarme, no quería. Sus ojos hablaban, decían mucho, creo que los míos lo hacían también.

            Marlon fue un excelente anfitrión, me mostró su biblioteca repleta de la mejor literatura latinoamericana: Fuentes, Borges, Gallegos, Amado, García Márquez, Vargas Llosa y muchos más. Sin embargo, sacó de un rincón escondido una de sus joyas, una primera edición de El juguete rabioso de Roberto Arlt. Reconozco que eso fue como un cimbronazo en mi cabeza. Arlt es un escritor de culto y uno de mis favoritos. Esa primera edición era un tesoro no por su valor monetario, sino para aquellos que gustan de la buena literatura. Enganchamos enseguida.

            Bebimos piscos, comimos fritada, hablamos de fútbol. Marlon había acaparado toda mi atención. De a ratos, Valentina se asomaba tímidamente, para ver si necesitábamos algo. Su rostro delataba cierta frustración.

            Al despedirnos nos dimos un fuerte abrazo con Marlon. Valentina me acompañó hasta el auto. Nos quedamos afuera hablando un poco de todo. A veces del proyecto, otro poco de lo bien que la había pasado junto a su familia. Se quedó en silencio unos segundos mirando el piso, como buscando palabras en el césped que estábamos pisando, su semblante había cambiado, había algo de tristeza en sus ojos. Desde la ventana Marlon corrió la cortina y me saludó con la mano. Ella se dio cuenta de la presencia de su marido y solo dijo “no te entretengo más”. Le di un beso en la mejilla e iba a preguntarle si estaba bien. Pero se fue retirando y me devolvió una sonrisa forzada. Entendí que era mejor irme. No niego que tuve un poco de angustia, que algo en mí deseaba indagar más. Su último abrazo de despedida fue diferente, era evidente que quería decirme algo que yo no podía descifrar. No podía sacar su mirada de mi cabeza.

            Unos días después todo el grupo de trabajo debía reunirse y traer resultados. Ella no vino. Me extrañó que no avisara o no enviara un aviso de ausencia. Le escribí un email, no hubo respuesta, le envié un texto y tampoco tuve una contestación. La llamé para preguntarle si todo estaba bien. Le dejé un mensaje, pidiéndole disculpas si en algo la había ofendido a ella o a su familia, aunque no creí que fuera eso. Al no tener respuesta después de varios intentos dejé de insistir.

            Nadie supo más de Valentina. No me animé a ir hasta su casa a preguntarle qué había pasado, aunque deseaba hacerlo. Lo dejé así y creo que fue lo mejor. Valentina y Marlon parecían buena gente, una buena familia. Y yo no tenía nada que hacer entre ellos. Valentina tomó la mejor decisión, al menos para ella. Silenciosamente estuve de acuerdo. Quizás fue la mejor decisión para mí también. A pesar de que hayan pasado más de diez años y aún siga pensando en ese día y en esa mirada. La memoria es un arma de doble filo, nos deja la amargura del golpe certero del abandono, pero también esa sensación dulce de los recuerdos inconclusos. Ese balance solo fluye en la mirada que habla desde el silencio.

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