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Necesito que sigas leyendo

 

Toulouse, 2 de junio

Querido François:

Ya lo sé, no he dado signos de vida en meses, pero eres el único amigo que me queda y, ahora más que nunca, necesito tu ayuda. Prométeme que vas a leer esta carta hasta el final. Prométeme que me vas a creer o que, al menos, vas a intentarlo.

He visto al diablo, François. No es una mujer hermosa, no es un anciano elegante ni uno de esos engendros con patas caprinas que describen las fábulas. Es una nena. Sí, una nena. La vi tres mañanas atrás frente a la panadería cerca de casa. Necesito que sigas leyendo, François, solo así vas a entender. La nena parecía esperar algo o a alguien. Llevaba un vestido raído, zapatitos negros, el pelo castaño recogido en la nuca con un moño. Miraba con fijeza la vitrina llena de panes, croissants y dulces. Me inclino sobre ella, le pregunto: “¿Y tus papás?”. Me mira y me siento extraño. Esos ojos azules son tan hermosos que me siento extraño. La nena mira la bolsa que llevo en la mano. Se queda mirándola. Yo meto la mano, saco un pan relleno de chocolate y se lo doy. Recibe el pan y me mira con los ojos azules encendidos, agradecidos. Le da un mordisco y traga casi sin masticar. “¿Y tus papás?”, le pregunto, pero ella tiene la boca llena otra vez. Miro alrededor y no veo a nadie. Las calles están desiertas, como todos los domingos en mi barrio. Es casi mediodía, la panadería va a cerrar y parece que el verano se ha adelantado, porque ya hace calor. No puedo evitar un estremecimiento al ver esas uñitas negras agarrarse del pan como de una rama para no caer en el abismo.

Decidido a llevarla a la comisaría más cercana, le tiendo la mano. Caminamos unas cuadras, la nena se deja llevar con docilidad. Pero ni bien nos acercamos a la comisaría, se pone a llorar tan fuerte que los pocos transeúntes que andan por la calle se vuelven para mirarnos. En cambio, en cuanto entramos en mi apartamento, se encienden de nuevo sus ojos azules, agradecidos. Parece encantada y corre y se sienta en el sillón de mis lecturas y balancea las piernitas como si estuviera en un columpio.

Tú sabes mejor que nadie, François, el gran vacío que tengo en casa. Que no pasa un día en que no tenga presentes a mi hija y a mi esposa. Tú sabes mejor que nadie que sería incapaz de hacerle daño a nadie, y menos a una nena. Te diré cómo sucedieron las cosas. Llega la hora de cenar y la nena no se ha movido de su sitio. Mira fijamente el parqué, sin pestañear, casi sin respirar. Se derraman las sombras del anochecer y parece extasiada. He leído que el demonio habla latín, también que puede mezclar el italiano y el español y otras lenguas. Lo cierto es que el demonio no habla, no condesciende a las palabras. Pero créeme, François, el diablo sabe hacerse oír. Escuché una risa en mi mente. Era una risa de nena. Estaba preparando la cena y escucho esa risa, levanto la vista y sorprendo sus ojos fijos en los míos. Bajo la vista, hago de cuenta que no he oído nada y sigo cortando los tomates para el tuco. “¿No quieres ducharte?”, me animo a decirle después de un silencio lleno hasta el borde.

Estoy poniendo la mesa cuando la nena sale de la ducha, con una toalla envuelta en el cuerpecito, y otra, a manera de turbante, en la cabeza. Al quitársela, me deslumbra el largo de su pelo, que le cae hasta la cintura. Se sienta a la mesa con una muñeca de trapo aferrada a su pecho. Reconozco la muñeca. ¿De dónde la ha sacado? El cuarto de mi hija está cerrado con llave. Intranquilo, le pongo un plato de espaguetis a la boloñesa. Me siento frente a ella y, como de costumbre, rezo una oración: “Bendícenos, Señor, y bendice nuestros alimentos. Bendice también a quienes nos los han preparado, y da pan a quienes no lo tienen”. Luego me sirvo. La nena parece concentrada en la muñeca. “¿No tienes hambre?”, le pregunto. Ella estruja la muñeca contra su pecho, como si yo fuera a quitársela. “¿No tienes hambre?”, repito. La nena balancea sus piernas desnudas y se oye el ruido de sus pies descalzos sobre el parqué. “¿Tienes papás?”, le pregunto. No contesta. Mira el salero con fijeza y balancea las piernas. A unos metros de la silla, veo sus zapatitos rotos, vacantes. Al volverme, la veo dejando el cuchillo sobre la mesa. Miro la muñeca y me doy cuenta de lo que ha hecho. Le ha abierto la boca. Con una mano la sujeta por el cuello y con dos dedos de la otra le saca la guata por la herida. Los pedazos de guata se van tiñendo de rojo en los bordes del plato. La nena agarra el salero, lo destapa y vierte un montoncito de sal en una cuchara. “Josefina”, escucho, y esa voz es tan de nena, pero ella no ha movido los labios. “Josefina”, escucho de nuevo, y ella le mete la cucharada de sal por la boca. Los ojos de vidrio de la muñeca parecen perdidos y su boca se ha convertido en una mueca. “¿Cómo sabes su nombre?”, le pregunto. No responde. “Esa muñeca era de mi hija”, le digo. “¿Cómo sabes su nombre?”, insisto. Por toda respuesta, la nena acelera el juego. Josefina parece babear sal. Recuerdo a mi hija abrazada a su muñeca en la cama y ya no soporto la escena. Alargo el brazo, intento quitársela y forcejeo con la nena. Entonces, en el rostro de la muñeca, con la sal derramándose por su boca destrozada, veo el rostro de mi hija, el rostro del cadáver de mi hija en la banqueta trasera de mi auto después del accidente.

Me saca de esa visión el ruido de un plato hecho añicos y el llanto de la nena. El parqué está salpicado de salsa boloñesa y espaguetis. Trato de calmar a la nena pero ella grita como un animal herido. Tocan a la puerta y se oye la voz de la vecina de enfrente. “Monsieur Soliz, ¿qué pasa ahí adentro? ¡Monsieur Soliz!”. Me acerco a la nena y le digo al oído que se calme, que yo solo quería ayudarla. Ella se levanta con la muñeca aferrada al pecho, aprieta los párpados, toma aire y grita como si la estuvieran matando. Tocan a la puerta cada vez más fuerte. “¡Abra de inmediato o llamamos a la policía!”, escucho, pero esta vez es la voz de un hombre. Me acerco a la puerta. Del otro lado se oye un vocerío. Alguien dice: “Hay que llamar a la policía”. “No, por favor, no llamen a la policía –les digo–. Todo esto es un malentendido”. “Abra la puerta o llamamos a la policía”, repite el hombre. Oigo un estruendo a mis espaldas, me doy la vuelta y descubro la lámpara de la sala en el piso, rota. La nena parece en trance. Camina por mi apartamento y, sin soltar la muñeca, tira todo lo que encuentra a su paso. Bordea el mueble de cristalería y agarra un adorno de la repisa. No cualquiera. El elefantito de cristal que me regaló Vanessa cuando éramos novios. La nena sujeta el elefantito, lo suspende en el aire y me mira con ojos burlones. De afuera, por encima del bullicio, llega la voz del conserje casi gritando: “Sí, rue de Cugnaux. Número 33. Apartamento 17-A. Yo les abro el portal”. Me vuelvo. La nena me mira. Doy un paso en su dirección. Ella tira el adorno. Los añicos llegan hasta mis pies. Coge un portarretratos y se queda mirando la foto. En ella aparecemos Vanessa y yo, con Marie en las piernas, en un banco del Jardín Japonés. Tú nos sacaste esa foto, François, ¿te acuerdas? La nena oculta la mano a sus espaldas y me mira. Tardo en comprender sus intenciones. Intento esquivarlo, pero el portarretratos me roza la oreja y se estrella contra la pared. Siento un ardor repentino. “Déjame en paz –grita la nena–. No me toques, cabrón”. Esta vez sí ha hablado y su voz es idéntica a la que había escuchado en mi mente.

Me acerco, le pongo las manos en los hombros. Ella levanta los ojos hacia mí. No quiero hacerle daño. Debe verse en mi cara, porque la nena respira hondo, como si ya hubiera pasado lo peor. Aún no es demasiado tarde, podemos arreglarlo todo. Ha dejado de llorar y de gritar, y el tumulto afuera se ha calmado. De pronto siento un dolor terrible en la mano. Me ha mordido. La muy puta me ha mordido. Le doy un sopapo con la mano ensangrentada. Ha sido un reflejo. ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? Ella se aleja con una mano en la mejilla. Alzo la vista y me descubro en el espejo de la sala con los ojos encendidos y un hilo de sangre que me sale de la oreja. “Gendarmería. ¡Abra la puerta de inmediato!”, escucho. ¿Cómo han llegado tan rápido? Golpean la puerta como si trataran de derribarla. Tiembla la madera, yo me vuelvo y ahí descubro a la nena, con la vista fija en mí, y entonces sus manitas deshacen el nudo de la toalla y la toalla se desliza hasta sus pies. Se abre la puerta con estruendo, veo las camisas celestes y las botas, y antes de que atine a decir algo me tiran al suelo, estoy bocabajo, me falta el aire, me tuercen los brazos detrás de la espalda, siento un dolor repentino en las muñecas, me han esposado. “Esto es un malentendido”, protesto. “Más vale que te calles”, me responde el gendarme que está sobre mí. El otro, el más alto, levanta a la niña y la cubre con la toalla. Desde el umbral, mis vecinos me miran con asco mientras los gendarmes me sacan a empellones. Giro la cabeza. El suelo cubierto de añicos parece un campo de batalla.

Nadie quiere oír lo que tengo que contar. ¿Sabes qué me dijo el abogado? “Si sigue con esa historia, va a lograr que lo metan en un centro psiquiátrico”. Y luego: “No es mala opción, pues no aguantará ni un mes en la cárcel. La alternativa es que lo manden de regreso a Bolivia, pero, habida cuenta de las características de su delito, la veo muy difícil”. Para colmo, François, todos creen que no existes, solo porque no contestas al teléfono. Eres el único amigo que me queda, no lo olvides. Seré solitario, huraño, todo lo que tú quieras, pero eso sí: no estoy loco. No estoy loco y soy incapaz de hacerle daño a nadie, menos a una niña, y tú lo sabes. Ven a dar testimonio, ayúdame. Llevo tres días en detención preventiva en la gendarmería de Saint-Cyprien. ¿Por qué no contestas? Me han golpeado, François, me sangra la boca mientras te escribo. Te pido ayuda por última vez.

Te juro que lo que vi es el diablo.


Este cuento forma parte del ebook Cosas que se pierden, que puedes ordenar haciendo click en la imagen.

Cosas que se pierden - Guillermo Ruiz Plaza

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