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Muela

     A una semana para defender la tesis, respiro el lunes y me invito a almorzar a Linda’s Bar & Grill, cuna de los Cuban sliders, las boneless Buffalo wings y los bartenders/meseros más cotizados de Chapel Hill. Honestamente, la realidad es mucho menos pomposa que como suena.

     Allende su extensión geográfica, la vitalidad estrecha de este sector denominado “pueblo” sólo transcurre en un tramo de la calle Franklin. Ahí se anclan los múltiples bares, los tantos restaurantes, las escasas tiendas y, por supuesto, la única universidad, cuya población se evapora durante los recesos. Entonces, todo se sume en desolación y abandono. Una cuadra al oeste de Linda’s Bar, se abre paso la calle Columbia. Hacia el sur, contornea el campus hasta intersecar con Manning Drive, en donde se ubican las escuelas de Medicina y Odontología y cuatro o cinco hospitales. Allí se conglomeran la diversidad racial e intelectual de la institución y la crema ¿innata? del folclor norcarolinense.

     “¡Parece mentira que hace cuatro años estaba en este mismo asiento, embarrada de miedo, cuestionándome si era aquí de donde debía doctorarme…!”, pero mientras hago embocadura para disertar sobre mi existencialismo, la Ley de Murphy me corta las alas. Muerdo carne “deshuesada”, oigo un crujir, se me tensa la mandíbula y, cuando escupo en la servilleta, aparecen los pedazos –de hueso y de diente– en un bache de sangre.

     El grito sordo que se me escapa inunda el local. En pleno mediodía, me convierto en el centro de la Vía Láctea. La multitud me observa con la boca llena y los ojos espantados. A los más cercanos, los polifacéticos músculos faciales les permiten dibujar muecas de asco y masticar con simultaneidad. El bartender, captándolo todo, rodea rápido la barra, vaso en mano, y viene. No hago más que tenerlo ante mí y me acapara la confusión: zapatillas grandes, pantorrillas fibrosas, muslos fornidos, vellos rojos vibrando a merced de la brisa que se cuela cuando abren la puerta, indiscretos pantalones cortos que –sospecho– custodian secretos de envergadura, cintura que pronuncia abdominales y la garra grande, velluda, de lobo feroz, que le extiende generosa el agua a la Caperucita.

      “Muerta, sí. Mellada, no”, es mi consigna. Susurro algo porque, aunado al dolor y al latido en la mandíbula, los residuos ensangrentados que no pude engullir se inundan en saliva. En esa indecisión entre escupir y tragar, me aferro al vaso sin alzar la vista, me deslizo en el banquillo de la mesa, me dirijo al baño. En el trayecto, escucho un chorro de cerveza sirviéndose de la fuente, cubiertos rozando contra platos, tactos limpiando comisuras, hasta el pestañeo sinuoso de la educada, profesional, reservada, impoluta, clientela.

     En el baño, pongo el seguro. ¿Lavamanos o inodoro? Escojo el tóilet porque las derrotas, de asumirse, se viven intensamente. De repente, rescato la religiosidad olvidada: “Señor, no me permitas caer en vergüenza ante el gringo ginger, por favor”. Puedo pensarlo, pero intento decirlo arrodillada, contemplándome en el charco rojo de la bacineta como protagonizando la apoteosis de la desgracia, porque los patos nacidos sin el microchip del drama son un error de la naturaleza.

     Me siento en el piso unos minutos. Expurgo la servilleta y extraigo el canto de muela. Lo aseo un poco, me lo meto al bolsillo –“Luego lo lavo”, medito– y boto el resto de los desperdicios en la taza del retrete. Halo papel higiénico, lo embollo y me lo acomodo con tal de que absorba lo máximo posible, pero se desintegra colmándome la cavidad bucal de una pelusa húmeda e incómoda. Mi lengua hiperactiva pretende recogerla; recorre el interior de las encías y los espacios que las unen a los labios, mas tanto esfuerzo resiente el área afectada e incrementa el sangrado. Me levanto, me acerco al lavamanos, abro el grifo, me llevo agua a la boca para hacer buches hasta aplacar el flujo sanguíneo. En plena faena, tocan y llaman:

     —Are you alright? —suena en inconfundible, preocupado, acento sureño.

     Me seco suave, pero deprisa, con las mangas del suéter. Descargo el inodoro. Abro la puerta. Se impone ante mí la pared blanca, maciza, de su cuerpo. Advierto su gesto triste de pollo camino al sacrificio, tan contradictorio a las feromonas que despide y me invaden las narices. “Destronada como estás, no puedes luchar en igualdad de condiciones”, pienso, y me apresto a inclinar la cabeza, pero pregunta de nuevo cómo me siento, a la vez que me toma la cara con las manotas y aproxima su rostro al mío para explorarme las fauces, que han quedado abiertas como invitación a una impostergable catástrofe.

     —I am really sorry! —enfatiza, y su aliento a marihuana con ramalazos de hongos alucinógenos me cuelga de los sentidos la promesa de una vida excesiva en sexo y sustancias que me aniquilará.

     Obviamente, hago lo que cualquier loca respetable realiza ante el peligro: saltar al vacío con las tacas puestas. Mellada, destronada, subo las manos, le palpo los molleros con sutileza, cierro los párpados, simulo un vahído colindante con el desmayo y, en un segundo, me imagino desgranándome la dentadura entera con el hueso escondido en su boneless wing.

     Me sobresalto al percatarme de que estamos casi abrazados en público. Despacio, lo echo a un lado. Me abro paso. Me dirijo hacia la mesa, ya limpia, para recoger mis pertenencias e irme. Sin embargo, el mesero me alcanza, insiste en las disculpas, me extiende un pedazo de papel:

     —Honestly, I’m really sorry! Please, call me or text me if you need anything.

     Leo la nota en la que incluso me recrimina haber dejado intacto el vaso de agua. De inmediato, decido no llamarlo. Una draga académica jamás pone su reputación en entredicho contactando a un tipo que entrega mensajes con errores ortográficos. Empero un algo en aquel anything resopla en mis adentros el ansia vegetariana de cannabis y mushrooms que será mi apocalipsis y, si una cosa distingue a las locas de verdad de aquellas de imitación, es que las primeras hacen el split en estiletos al filo de la espada. Las segundas, pues, nacieron para aplaudirnos. Por eso, saco mi teléfono, marco su número mientras lo cato de arriba abajo con disimulo, lo llamo y cuelgo para que me añada a su directorio. Los jamás suelen ser definitivos, pero así, como todo cambia, que yo cambie no es extraño.

     Me planto en la parada localizada al frente para esperar la primera guagua que baje por la calle Columbia rumbo a Manning Drive. El autobús arriba casi vacío. Ando hasta el último asiento porque los dramas sin espectadores, en ocasiones, no ameritan esfuerzo. Me quedo a metros de la Escuela de Odontología. Aligero el paso. La pulsación taladrante la exacerba, quizás, el instante intenso de sol que asalta a tan impredecible abril.

     Como toda buena actriz, a medida que avanzo, entro en papel; al punto que, cuando la asistente me avista, aunque no prescinde del cuestionario de rigor, me califica ipso facto como emergencia. Para ser sincera, la oficina está vacía. Aparentemente, en el sur hay buena salud oral. Me retiro al servicio sanitario a lavar el trozo de muela que guardo en el bolsillo. Se me mezclan de cantazo cierta ternura, una pena familiar: “Esto es lo más cerca que estaré de bañar a un bebé mío”, reflexiono, como si le debiese al mundo la creación de una persona. En el ínterin, me comunico por escrito. “Una palabra e inferirán que no es urgente, pero yo defiendo tesis la semana que viene”, me convenzo, “Además, una boca rota convierte todo segundo idioma en una tercera lengua”.

     El médico me atiende pronto, me conduce a una butaca, me ordena sentarme, quedarme boquiabierta en petrificado asombro. Igual que un espeleólogo, analiza con instrumentos la caverna de mi vocabulario. Registra las estalactitas, ausculta las estalagmitas, detecta la flora y la fauna microscópicas, moradoras en la cartografía amarilla y negruzca del sarro y las caries. Me informa asuntos incomprensibles para mí, puesto que a mayor apertura bucal mayor cerrazón de los canales auditivos. El mínimo golpe que aplica sobre el diente fracturado me traspasa el cuello, el torso, la cintura, hasta barrenarme la cadera y anclarse en la silla. Me da a prensar una pasta utilizada para fijar la mordida, y lo hago reprimiendo las lágrimas, maldiciendo sus cromosomas en la mente, pero, al sacarme placas, me soba la barbilla con profesional afecto y lo desmaldigo, pues hace tiempo que los dedos de un hombre no amenazan con desgarrarme los labios.

     Cuentas resumidas, tanto dentistas como espacios de operación están comprometidos por el resto de la semana. Aparentemente, en el sur no hay buena salud oral, y aquí aparece esta boricua a catapultar las estadísticas. Sin embargo, alguien canceló hace unas horas su cita para mañana martes a las diez, por lo que me ceden su lugar. Me recibirá otro especialista –excelente, según indican– con el espacio preparado. Hasta ese momento, el doctor me recomienda tres cosas: aspirina, líquidos y muchísima paciencia.

     Desde que salgo del consultorio, mi existencia transita por el intestino grueso de la Ley de Murphy. No empece el tráfico congestionado, me encargo de llegar al apartamento. El nervio descarnado, vulnerable, padece la inclemente temperatura de los jugos, del café, de las sopas, ¡de todo! No hace más que el metal de la cuchara acariciar el esmalte de la corona rota y me desmoronan un retumbar en el oído, un escalofrío de alfileres y un tajo helado en la columna vertebral. Mordisqueo medio sándwich con los incisivos y los caninos, muevo el contenido al lado opuesto de la boca para fabricar el bolo alimenticio más artístico del planeta, mas alguna partícula siempre se anida en la herida. Intento tararear o hablar solo por oír humanidad, y me muerdo el cachete con violencia. Me cepillo como prefacio al sueño, y las cerdas rozan, penetran, tantean, lastiman esa maldición predestinada a acabar al día siguiente. Mientras, experiencio el suplicio como eternidad. El único aliciente radica en los copiosos mensajes enviados por el gringo pelirrojo a través de la tarde y el crepúsculo, a los cuales respondo con selfies cuyos ángulos exageran mi condición. “The surgery is scheduled for tomorrow”, contesto, porque extraction suena demasiado básico y los sentimientos de culpa sólo florecen cuando se siembra en tierra fértil la ansiedad.

     “Did you eat? Send me your address, and I’ll bring you something”, textea.

     “I had a portobello mushroom salad. Thank you!”, gratitud aderezada con los símbolos de un hongo, una carita feliz y la dirección solicitada… por siaca.

     Devuelve el emoji que guiña un ojo, una hoja seca, una hoguera y una nube, imagino que por equivocación. Me acuesto todavía sujeta a la Ley de Murphy, que me despierta cada vez que cambio de postura y el peso corporal recae sobre el área adolorida.

     Evado especificar la rutina mañanera por presumirse similar a –e implícita en– la anterior, y no abundo en las peripecias del transporte hacia la clínica ni en el pintoresco folklor norcarolinense que pulula en los hospitales porque el hastío, el aborrecimiento, la flaqueza de espíritu y los sapos y culebras que se me atragantan –si los saco– pueden matar a alguien. Mejor me los reservo y que me maten a mí. Por ende, privilegio… la belleza.

     En el altar de los sacrificios, sentada, rígida, aferrada a los brazos de la butaca, con un babero puesto, con la quijada expandida hasta el límite, con una manga insertada para succionarme las babas, observo al nuevo dentista que se me acerca con la anestesia. La hincadura me provoca un brinco que se repite minutos después, cuando le constato el punzante malestar que lo obliga a duplicar la dosis. Aguarda. Llama a su jefe porque el dolor me invade como en la fina hora.

     —I think he has anesthesia awareness.

     No lo autorizan a administrar más. Me pregunta si deseo continuar con la extracción y, en el nivel de odio que me rellena el alma, pestañeo afirmativamente, claro, con el llanto empozado en el rabo del ojo. Entonces, me distraigo. La negra piel perfecta, pareja, reflejando la luz despedida por la lámpara. Las pupilas oscuras, densas, concentradas, penetrantes, mirando mi garganta profunda porque los talentos… hay que explotarlos. Los antebrazos listos para arrancar de raíz la pieza defectuosa. El perfume hormonal que me azota las glándulas olfatorias. En fin, un cuerpo preciado y precioso manifiesto ante mí, diseñado para engatusarme, pero que nunca me querrá porque sus manos no se equivocan.

     De repente… No. No quiero perderla. “Nunca me he hecho un tatuaje. Nunca me han operado. Este diente me lo dio mi mamá.” En un segundo bullen los recuerdos de cuando me daba de comer, de los sonidos que hicieron mi diccionario, del cancionero custodio de su esperanza amorosa y de los modales que garantizarían mi esplendorosa sonrisa. Gracias a ella, la dentadura ha sido mi cofre de palabras, sembradío de huesos y raíces, el legado que –de modo inconsciente– me conecta al origen. Hasta hoy. Van a amputarme un fragmento de mi madre. Van a mutilar a mi pueblo. Van a desarraigarme de la patria.

     Me dispongo a cerrar la boca, mas el médico tuerce el torso y, con él, la silla. La parte frontal de su pantalón fricciona por accidente mi mano derecha, que se esgorruña, se crispa, entre sufriente y deseante. Ante el volumen de aquel almacén de testosterona, no puedo más que expandir mis fauces para revelarle el ardor atroz que me consume, oportunidad que aprovecha para remover de cuajo lo más cercano que tengo al cordón umbilical. Suelto un grito idéntico al de haber nacido; esta vez, muriendo.

     —Does it hurt? —inquiere después por lo bajo. No hago amago de respuesta.

     “I’m in pain”, pienso, sabiendo que no entenderá.

     Después de la intervención y la limpieza requerida, me entregan una bolsa con gasas, una receta sin errores ortográficos, una tarjeta en que se pacta la próxima cita. En el defecto de amistades que me socorran, camino hacia la parada de guaguas con la boca hinchada, repleta de un tranquilizante que no me adormece, pero cuyo efecto físico se palpa en la mejilla caída que se espejea en la ventanilla del autobús. Respondo los siete mensajes que, a expensas del sentido de culpa, ha enviado el bartender pelicolorao. Le confieso que estoy mal, que necesito aislarme, que no tocaré más el celular hasta el atardecer del viernes. Texteo a mi supervisora, me sincero con ella. Apago toda escotilla cotidiana que acceda a la gente.

     Iniciado el viernes, acepto la realidad y vuelvo a ser persona. Con cautela, ingiero comida sólida; aseo la casa, tomo sol en el balcón y me atiendo. Posada en el sofá ante el televisor, a eso de las seis, activo el teléfono. La retahíla de notificaciones me revienta entre las palmas. Leo con indiferencia por tratarse de una audiencia más interesada en la vida privada que en mis emociones.

     A quien único le escribo es al mesero porque dieciséis “Are you okay?” son una hipérbole. Punto por punto, explico que he alcanzado la normalidad, que hay disponibilidad para vernos cuando quiera y agradezco su preocupación. Anejo una foto cuyo ángulo me exhibe mejor de lo que me siento, asegurándome de que una pipa artesanal, ligeramente usada, se cuele por un resquicio. Al rato, tocan y llaman:

     —I’m glad you’re doing well! —expresa su aliento a marihuana con ramalazos de hongos alucinógenos en cuanto abro la puerta, mientras la garra grande, velluda, de lobo feroz, le extiende generosa un detalle a la Caperucita.

     Lo ojeo. Ensalada verde y zetas. Hago un ademán. Cruzan el umbral los indiscretos pantalones cortos henchidos de secreto. “En una muela, mami empezó a abandonarme, mi campo comenzó a desvanecerse, Puerto Rico se me distanció en el mapa y mi cuerpo –ya lejos– inicia su deterioro”, cavilo. “Tras perder la corona y las raíces, me resta autodestruirme”, y desencadeno la impostergable catástrofe en que la indecisión entre escupir y tragar está resuelta.

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