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El salón de los espejos

Acompañado de un ramo de flores y una cajita de bombones Ferrero Rocher, ingresé al ala occidental del cuarto piso del Baptist Memorial Hospital de Kendall, visitando a mi amiga Xiomara, bella mulata colombiana, quien sufrió una embolia en la pierna derecha mientras trabajaba de mesera en el Signature Grand de Fort Lauderdale.

Hacía muchos años que no veía a Xiomy, desde que me sacó a bailar salsa sensual en su fiesta de cumpleaños, haciéndome sentir como un triste tubo de pole dance, pues se me enroscaba como culebra, para luego soltarme y torturarme con el batán de sus caderas y el vaivén de su tetamenta, (muy bien siliconada gracias al servicio experimental de una nueva clínica de cirugía estética).

Xiomy bailaba como rumbera, tenía un lindo rostro exótico y un look espectacular, a tal punto que nadie notó mis desorejados pasos de baile, ni mi torpeza para tomarla en brazos cuando sus pasos así lo exigían. A sus treinta y ocho años Xiomy estaba en su punto; tenía —como dicen los cubanos— pa’ come’ y pa’ lleva’.

Me extrañó eso de la embolia (un trombo o coágulo de sangre suelto en las arterias), ya que Xiomy no solo era una buena deportista, sino también una fanática de la comida sana y su figura daba fe de ello. Siempre estaba alegre y se había unido a un grupo multinacional de vagos de lo más divertidos, expertos en sacar el mayor beneficio trabajando lo mínimo posible. Siempre conseguían trabajos de lo más excéntricos, como protagonizar escenas arregladas en esos programas televisivos de la «doctora» Polo o la «señorita» Laura, en los que por representar un guión de veinte minutos en un tribunal ficticio, les pagaban doscientos dólares y cien más si se iban a las manos; los que quedaban fuera del reparto fungían de público por cincuenta dólares la hora.

Una vez se averiaron las alarmas contra incendio de una construcción nueva del Fontainebleau Hotel, y estuvimos cinco días, sentados cada uno al lado de sendas alarmas malogradas, para avisar si había incendio, hasta que terminaron de colocar las nuevas y nos liquidaron. Esta situación ilógica se daba porque si llegaba un inspector y no había alarmas electrónicas funcionando (o humanos reemplazándolas), la multa hubiera sido millonaria. Parecía el trabajo más fácil del mundo, pero era desesperante, sentado sin hacer nada, no había ni teléfonos inteligentes en esos años; yo llevaba mis libros, los demás una radio portátil o revistas del corazón.

Dejé de ver a ese grupo cuando encontraron una forma aun más fácil de ganar dinero: ofreciéndose como conejillos de indias para laboratorios médicos y farmacológicos. No soy muy afecto a los hospitales y menos a introducir en mi cuerpo sustancias extrañas, peor aun si no están probadas.

El primero en avisarme fue Patricio, un chileno muy simpático y gracioso. Soñaba con ser maestro de ceremonias y practicaba su arte con todo el mundo. Conforme íbamos llegando nos iba anunciando como si fuéramos artistas en un escenario imaginario. Hablaba y vestía con elegancia, tenía una de esas voces radiofónicas y se sabía mil chistes.

Me pidió que lo acompañe a una de esas pruebas, de un producto similar al Viagra, que consistía en firmar como veinte papeles de autorización, tomar la pastilla, ver una película porno y masturbarse en privado hasta acabar; luego de un largo descanso, tomar otra dosis y seguir con el experimento hasta tres veces al día. Patricio se frotaba las manos y no comprendía por qué yo me retiraba, si —calculaba él— podríamos sacar fácilmente más de cinco grandes al mes cada uno.

Me enteré de que todo ese grupo dejó de trabajar y se dedicaron a la «experimentación»; las chicas estaban felices —sobre todo las «despechadas»— porque consiguieron gratis sus siliconas y sus pastillas anticonceptivas y dietéticas, aunque experimentales. Los hombres lucían potentes vehículos del año y una cabellera más tupida y no dejaban de jaranear los fines de semana, armando fiestas en sus casas y en discotecas latinas…

Cuando entré al cuarto de Xiomy, pensé que me había equivocado de habitación. Desde la cama me miraba una morena con la cara semi paralizada; con la mitad de la boca me sonreía y con la otra mitad chorreaba un jugo de cranberry que intentaba tomar por sí sola y se le había desbordado.

Me acerqué con cierto temor reconociendo al fin su mirada y, mientras trataba de corresponder a mis saludos, notó mi incomodidad mal disimulada y me pidió que la ayudara a quitarse la bata mojada y a ponerse su chándal deportivo para recibir a las visitas.

Alguna vez soñé con verla desnuda, pero no pensé que ese sueño se hiciera realidad de una forma tan penosa; de aquella diosa morena quedaba muy poco y su cuerpo, aunque mantenía algunas curvas insinuantes, se parecía más al de una anciana. La senté en la cama, la peiné como pude y usé mis dotes de dibujante para ayudarla con el maquillaje; le acomodé las piernas y el brazo que no manejaba y acerqué mi mejilla para ayudarla en su intento de darme un beso de agradecimiento. Quedó bastante presentable.

Estábamos recordando las buenas épocas, cuando entró la enfermera y nos avisó que había llegado un grupo de visitas y le preguntó si deseaba que entren todas juntas o por partes. Xiomy le indicó que mejor de dos en dos, así que me despedí con pena prometiéndole pronto regreso y salí por el pasillo hacia los ascensores.

Cuando pasé por la salita de espera, me pareció que estaba entrando al salón de los espejos de alguna feria popular. Había un grupo de gente de lo más variada y grotesca, similares a las imágenes que reflejan dichos espejos trucados: gordas amorfas con cuerpo de poema, es decir, con la forma irregular de un poema escrito; un flaco siniestro con cara de cochero de Drácula; dos chicas siliconadas: una tenía los dos senos señalando a la derecha y a la otra los pezones le apuntaban uno al hombro y el otro al piso; un gordo medio tuerto, con doble papada y media cara morada, y un chato que caminaba como pingüino con una larga peluca canosa que le caía sobre los hombros, desde los parietales, pero totalmente pelado en la parte superior de la cabeza. Algunos hacían movimientos extraños, como tics, como rascándose o pasándose la voz y otros ahogaban una risa escandalosa tapándose la boca, a pedido de las enfermeras.

Lo más extraño era que todos me saludaban emotivamente y recién cuando el pingüino canoso me abrazó pude darme cuenta de que se trataba del entrañable Patricio y su grupo de vagos que me decían lo bien que me veía y hasta que había rejuvenecido; me daba pena decirles que más bien eran ellos los que habían envejecido de más.

Me quedé alrededor de una hora en esa salita, escuchando historias de lo más chocantes sobre los diferentes males que aquejaban a cada uno de ellos.

«Tenías razón Gringo, te salvaste» fueron las últimas palabras —dichas con sentimiento— que escuché de un Patricio acabado, lleno de tics pero con el espíritu alegre.

Subí a mi viejo Volvo, parqueado por error en la cochera de los médicos, y sentí un par más de cicatrices en el alma; partí hacia las playas de Sunny Isles, para desintoxicarme en el mar y reflexionar sobre mi suerte, bajo el sorprendente cielo multicolor de Miami.

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