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Asalto a Caprabo

Mi primer telediario de la mañana, sobre las siete o siete menos cuarto, anunciaba un hecho curioso. Yo estaba medio dormido, de camino a la ducha, corriendo, como siempre, cuando escuché que el entrevistado, un chico joven, desde la puerta de un supermercado, decía lo siguiente:

-Me puso un revólver en la sien y se le cayeron las balas. Las recogió una a una lentamente y volvió a cargar el arma. Cuando retornó a encañonarme, me exigió que le llevara una botella de cava y algo de jamón para picar.

Me pareció un tanto peliculero aquello de que el ladrón, a mano armada, tuviera tiempo de degustar dos productos españoles –uno auténticamente catalán. Hasta que el presentador del noticiero dijo que, mientras tanto, Dieguito el Malo tenía otros ocho rehenes en la bodega del supermercado. No tardé en recordar el personaje. Hacía no mucho tiempo había visto precisamente en la televisión a un hombre flaco, muy elemental, firmando ejemplares del primer lanzamiento de un libro suyo que narraba cómo él mismo se había fugado, junto con otros 44 reclusos, de la prisión Modelo de Barcelona, por los años 70. Me pareció insólito que un ex convicto de larga trayectoria (había estado más de la mitad de su vida entre rejas y la otra mitad en búsqueda y captura) luciera tan pintoresco y tranquilo, rodeado de periodistas y curiosos. Todo un héroe moderno, pensé entonces. El libro de marras relataba –relata- la famosa fuga por los subsuelos de Barcelona y la salida a la superficie a través de una tapa de alcantarilla, incluyendo la preparación del evento. Corroboré dos cosas: lo que todos sabemos: que las leyes son demasiado flojas, por un lado, y por otro que los programas mediáticos necesitan de vez en cuando personajes delictivos envueltos en un hálito inofensivo, sin alta peligrosidad, para decirlo de otra manera. Dieguito el Malo –así comenzó a llamarle la audiencia sucesivamente- estaba prófugo una vez más, y entró en un juego con las cadenas de televisión mediante el cual él conseguía notoriedad y cierto perdón popular, y, por su parte, las televisoras ganaban índices de audiencia. Llegó un momento en el que la policía no daba con Dieguito el Malo, mientras éste aparecía en la pequeña pantalla esporádicamente informando que se encontraba bien de salud, pero que necesitaba atención para sus hijos. Estamos hablando de un hombre de unos 40 y pocos años, con acento andaluz, ojos nerviosos y peluca según la ocasión. Llegó a reconocer públicamente que el quid de la cuestión estaba en cambiar de ciudad cada cierto tiempo.

Todo lo anterior lo recordaba perfectamente cuando reapareció Dieguito el Malo en las noticias matutinas de la tele nacional, y reapareció en Barcelona. La simpatía que incluso llegué a sentir alguna vez por él se fue a bolina de repente cuando pensé en la posibilidad de que el supermercado que había asaltado la noche anterior fuera el centro de trabajo de la muchacha rubia con la que yo salgo últimamente. Ella está empleada como charcutera de un Caprabo en la calle Ganduxer, muy cerca de la avenida Diagonal, en la zona de clase alta de Barcelona. Tuve la corazonada, no sé por qué; quizá porque alguna vez soñé con vivir con una charcutera lejos de aquí, en Andalucía, y me veía respirando entre la pasión y las hojas cortantes. Un sueño trunco que ahora, por haber presagiado con tanto interés un tipo de mujer rubia y de pechos frondosos, la vida me lo había hecho posible. O tal vez tuve la corazonada de que mi charcutera real podía estar en peligro porque se hace sentir como su nombre: Adoración.

Los informativos dicen que el hecho ocurrió en tal barrio, o simplemente en tal ciudad, sin ofrecer el nombre de la calle. Y lo hacen, supongo, para evitar el morbo que producen las descripciones detalladas de ciertos acontecimientos policiales, y también, por motivos de seguridad de la investigación científica, para proteger el entorno donde ocurrió la acción. Pero esta vez dieron la ubicación: era en Ganduxer, casi al tocar la Diagonal. No hubo víctimas mortales ni heridos. El especialista en negociaciones de la policía secreta había logrado convencer al asaltante para que soltara algunos rehenes, mediante un altavoz. Así hizo el legendario atracador y aprovechó la oportunidad para camuflarse con peluca entre los liberados. Lo detectaron enseguida. Imaginé, no obstante, a Dieguito el Malo atemorizando a mi novia, y ella, que verdaderamente es de armas tomar, blandiendo un cuchillo sin soltar prendas, o sea: sin entregar el ibérico de pata negra. Quise con todas mis fuerzas que Adoración se hubiera dado cuenta de que se trataba de un fullero mediático, que lo mejor era seguirle el juego y olvidar su dignidad como mujer íntegra y profesional. Preferí pensar en la pura lógica: Dora se dio cuenta de que las balas son más rápidas que el estilete, y se entregó. En fin: no tenía más opción avanzada que llamarla por teléfono. El asalto ocurrió sobre las nueve de la noche, hora de cierre y contabilidad. Dora había dormido conmigo la noche anterior a la incursión de Dieguito. No habíamos vuelto a hablar. Tomé el aparato y marqué su número. Su móvil estaba desconectado o fuera de cobertura, dijo la voz de Movistar. Quizá lo hubiera apagado antes de acostarse a dormir, para no ser interrumpida por algún amigo curioso luego de una noche tan agitada en la comisaría. Eso calculé y por fin me metí en la ducha.

La preocupación crecía en mí. Los periódicos gratuitos que encontré por el camino, a la salida del metro, solo daban una nota escueta, pillados por la hora del cierre. Uno de los diarios incluía una foto de archivo de Dieguito el Malo. Lo miré esta vez diferente, con rabia, asustado, furioso por solo existir la posibilidad de que le hubiera puesto la mirada encima a Dora, esa mujer de ojos brujos que asalta mi cuerpo en días alternos, que me besa con toda su piel hasta sumergirse en mi cóccix con una calidez tan tremenda que nadie lo hubiera imaginado si solo se le calcula detrás de un mostrador. Volví a llamarla a la salida de la estación de Pubilla Casas y la voz del contestador me dijo lo mismo. Avanzó la mañana, en medio de elucubraciones. Cada vez sentía más rencor por aquel hombre flacucho que se antojó de planificar un rapto en ese y no en otro supermercado, aquel tipo físicamente común, cleptómano, aventurero, trasformista y oculto en la muchedumbre. ¿Por qué no regresó a Andalucía? ¿Por qué no se retiró a tiempo, como los grandes deportistas, si ya tenía publicadas sus memorias de la fuga de su imaginaria Alcatraz? ¿Por qué no eligió una noche en la que Adoración estuviera prendida de mis cabellos con manos firmes como quien bien sabe amar las cosas de la vida con igual entrega y distinto tratamiento, en dependencia de los cuerpos presentes?

A media mañana conseguí una radio portátil pero no decía nada nuevo. Volvían a entrevistar al mismo joven de la televisión que repetía lo mismo. Se le notaba bastante nervioso. Casi no podía articular las palabras. Con todo el humor que pudo haber cargado la escena, pues a ningún delincuente que no sea Dieguito el Malo se le ocurre pedir una botella de cava, frío, para tomarlo entre todos, el chico debió pasar unos terribles instantes con el cañón helado por encima de la oreja. El teléfono de Dora seguía fuera de servicio.

Cuando salí del trabajo a la hora de la comida, enfilé hacia la calle Ganduxer, con el estómago batiendo de vacío, seguramente por varios factores a la vez. Tomé el tranvía nuevo y me bajé en la última parada, en la rotonda Francés Macià, antiguamente llamada Calvo Sotelo. Durante el trayecto hasta la puerta del supermercado imaginé varias cosas: que el establecimiento estaba cerrado y tomado por la policía; que los capitalistas no pierden dinero y un día como ese, contrariamente a lo que uno pudiera sospechar, se producirían grandes ventas; que todo iba a estar como un día normal pero con policías dentro disfrazados de paisano. Pensé en comprar algo para no levantar sospechas. Revisé mi billetera y no llevaba dinero. Llegué por fin a la puerta y atravesé el umbral con gran resolución. Nunca había estado allí. En breves instantes tendría la primera visión de Dora con uniforme de trabajo, tal vez con un machetín en la mano derecha. Miré panorámicamente. La charcutería quedaba justo al final del pasillo central. La divisé de lejos. A ella. Dora me intuyó y levantó la vista. Se quedó muda. Siempre hemos tenido bien delimitados los espacios íntimos y los laborales. Me acerqué como un cliente cualquiera y pregunté:

-¿Estás bien?

Dora asintió con la cabeza. Tenía una pieza en forma de bola debajo del cuchillo, una pieza grande. Entonces suspiré lentamente y continué:

-Has tenido suerte con Dieguito el Malo, mi amor. He intentado comunicarme contigo desde que supe de la noticia, pero me responde una máquina automática.

-Perdóname, pichón. Tengo por costumbre desconectar el móvil cuando entro al trabajo y hoy, casualmente, me tocaba el turno de la mañana. ¿Estás bien tú?

-Ahora sí. Me levanté con la voz de un compañero tuyo que decía que el ladrón le apuntó a la cabeza. Luego, a los pocos minutos, supe que la escena había ocurrido aquí mismo. Por un instante te imaginé forcejeando con el asaltante. Menos mal que la noticia tenía un colofón feliz.

-Algunas compañeras están bajo atención psiquiátrica en estos momentos.

-¿Sabes por qué Dieguito eligió este supermercado, con tantos que hay en la ciudad?

-No, ni siquiera he tenido tiempo de pensar en eso.

-Ya lo sabremos. Ahora me voy, no te interrumpo más. Te quiero.

-Nos vemos luego. Yo a ti también…

Giré en redondo y salí por al lado de una caja que no tenía mucha cola. No sonó la alarma. Respiré más tranquilo y me fui a comer a casa.

Pasé el resto del día pensando en por qué Dieguito el Malo puede publicar sus memorias de la cárcel y yo no las mías de las calles de Barcelona. Sin que una cosa sea excluyente de la otra, claro está. He aprendido que hoy en día muchos asuntos insulsos pueden convertirse en impactos editoriales, como las semblanzas de la exmujer de un torero o de un político, o de un artista, o quien sabe si hasta las de la ex cónyuge de un fugitivo. Dora me visitó entradas las diez de la noche. Tenía libre el día siguiente. A esa hora ya habían pasado la tercera edición del telediario. Le volví a preguntar, abrazándola, si sabía algo nuevo sobre la elección del súper de Ganduxer por parte de Dieguito el Malo. Movió la cabeza negativamente.

-Yo sí- le informé-. Acaban de dar la noticia de que el chico que parecía que tenía un boniato atragantado, el que fue encañonado para amedrentarlo, para que fuera a la estantería por una botella de cava y también a tu puesto por un jamón, ese chico era cómplice de Dieguito el Malo. Acaba de cantarlo. La policía revisó los videos de seguridad y halló movimientos extraños en él, además de contradicciones en su declaración. Lo presionó y al final el muchacho dijo la verdad.

Dora se quedó pasmada. Me comentó que había sentido pena por él por el estado psicológico en el que había quedado después de resultar el rehén principal.

-Todos lo abrazamos, los ocho restantes, incluso lo felicitamos por no haber aceptado la locura de hacernos brindar con un maleante. Después de esto sólo podré confiar en ti, pichón-, me aseguró registrando mis muslos y mi entrepierna, con manos ágiles.

-Y yo en ti, mi amor-agregué arrastrándola hasta el dormitorio-. Siempre tuve la sospecha de que Dieguito el Malo es un cerebro infantil que en esta ocasión quiso hacerse de una cesta de navidad y tal vez de una estufa eléctrica para pasar estos tres meses de invierno que tenemos en las mismísimas narices. ¿Venden electrodomésticos en Caprabo?

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