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zurdo


Yo nací en una ciudad que pretendía ser cosmopolita, justo al final de una década marcada por el genocidio, el amor, las revoluciones y el sexo. Nací de cabeza, lo que no es un hecho inusual, si se observa que la mayoría lo hace de esa forma. Aunque también se puede salir de pie o ser extirpado por una incisión practicada en la parte baja del abdomen de la madre en cuestión.

Tuve una infancia feliz. Llena de golosinas, juguetes y consignas. Aprendí, junto a los primeros pasos, a venerar a un padre inexistente que me observaba, enmedallado y enmarcado en vidrio, desde todos los rincones de mi pequeño universo: solo, o acompañado por otros sujetos más o menos parecidos, o más o menos sonrientes, o serios, o las dos cosas a la vez.

Fui un niño afortunado: nunca me preocupé por el plato de comida, por la tristeza de un despertar solo en la madrugada, ni por el olor seductor de los depósitos de gasolina de los automóviles.

Vestí con orgullo uniformes, pañoletas y pancartas. Fui, casi siempre, el mejor de mi clase, de mi casa y de mi olvido: el gobierno me enseñó que olvidar es un remedio milagroso contra los que no quieren olvidar. Desde pequeño empecé, pues, a elaborar escudos y magias de exterminio contra la soledad.

Crecí, por así decirlo, en un vivac a prueba de enfermedades e ideales perniciosos, donde la libertad fue siempre ese dulce y peligroso «estar de acuerdo» tan conveniente. Disfruté de una educación organizada, aprobada y eficaz contra cualquier duda, y lo agradezco. Soy una persona con un trabajo, una casa y una familia comprensiva. Tengo un Ego confortable, un perro ciego que me escucha mis cuerdas más oscuras. Poseo los preciados dones de la intransigencia y la tolerancia. Aunque hay algo que no aguanto, y debo ser autocrítico: en realidad no tolero a las personas con ideas diferentes a las mías. Es una contradicción, pero lo asumo y me basta. He comprendido que a veces es más conveniente desconfiar del prójimo que amarlo sin reservas y eso me ha hecho sentir sabio.

 Me gusta la salsa, el ron, y el dominó. Soy fanático de los partidos de fútbol, de esos en que no se sabe quién va a ganar hasta el último segundo y gritar: ¡GOOOOO…HOME, YANQUIS, GO HOME!, cuando es necesario. Soy un tipo común. En la calle, la gente me confunde a menudo con otras personas, parece que parecidas a mí de frente o de espaldas, o por la ropa. Quizás nada de eso y por todo a la vez; por el conjunto, digo.

Solo tengo una obsesión, una sola. Antes tenía otras más banales y pegajosas. Ahora, en cambio, he logrado elaborar una obsesión inteligente. Como por así decirlo, casi me pierdo en esa nada oscura que es el límite de la comprensión individual, cuando pienso en el tema, y eso desespera. Entiendo que estar haciéndose preguntas es una cuestión peligrosa, aún en estos tiempos, en que no preguntarse nada, es una tarea que exige sacrificios. Pero, qué carajo, algo se le debe permitir a alguien que, como yo, ha luchado toda la vida por este pueblo, por la vida, por la justicia y contra la muerte, o el imperialismo y sus lacayos, que es lo mismo.

Yo miro la ceniza del tabaco, que es el gesto que más me gusta hacer cuando estoy pensando, y me pregunto:

¿Seré un Quijote o un hijo de puta?

 

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