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ZIPLOC

La calle era un fuego, lo comprobé el mismo día que aterricé. Toqué el pavimento con la mano y quemaba. Di apenas una vuelta manzana y volví desesperado por un poco de aire acondicionado, tomé un vaso de agua y la llamé. Le dije que había visto casas grandes, autos muy nuevos, ningún bus, pocos árboles, veredas que no eran como las nuestras; también le conté que hacía un calor y una humedad de locos, que yo era el único caminando, y que la extrañaba.

A Julia la llamaba varias veces por día. El límite de la buena onda era de tres semanas. Después ella ya empezaba con que esa no era la idea original, que ella sabía que iba a pasar eso, que yo había dicho tres meses, que qué iba a hacer ella en Miami y etcéteras de reclamos. Los dos teníamos razones. Mientras tanto, yo escribía canciones y aprendía a decir arepa, arrechera, traba, rola, parche, coladita, chamo, marico o yuca, y a vivir con la culpa que no se iba. No era tan feliz como salía en las fotos. Entonces me puse a hacer terapia por Skype.

Los viernes por la tarde cerraba las persianas del departamento, encendía un nag champa y, por una ventanita del laptop, le hablaba a la barba de un psicólogo que, por momentos, alcanzaba conclusiones básicas:

—Tus decisiones apuntan a estar solo.

En un par de semanas ya le había descubierto los trucos. Siempre hacía lo mismo. Cinco minutos antes de terminar la sesión, me preguntaba algo y cerraba con:

—No me contestes ahora, quedémonos con la inquietud hasta el viernes que viene.

Entonces yo me despedía de la barba de baja resolución y me quedaba con más bronca y menos certezas.

Julia viajó para confirmar que la cosa no iba a funcionar, que ella no encajaba en Miami. Yo le había comprado un Kia azul usado. Andaba bien, pero ella nunca lo quiso, ni lo probó.

Sesenta noches. Nos sacamos fotos en la playa, en Central Park con nieve y anteojos de cotillón que decían «Happy 2006», en Broadway, en Sanibel, en bolas, haciendo milanesa de soja, en la fila para entrar al Cirque du Soleil, fumando en Fort Lauderdale. Antes de irse, imprimimos una copia para cada uno; yo puse las mías en un Ziploc. La que más recuerdo es una en la que estoy secándome en la bañadera y ella está llorando, apoyada en el marco de la puerta.

Años después me mudé a Biscayne y la setenta y uno. Ropa, guitarra, equipo de música, colchón, mesa, sillas, TV, laptop y tostadora. Todo cupo en dos viajes de camioneta.

La nueva casa era vieja y demasiado grande para mí solo. Lo primero que hice fue poner Spinetta y el agua para un mate, algo así como un ritual para familiarizarme con aquellas paredes. Por la noche escuchaba ruidos en la otra habitación, en la cocina, en el ático y en mi cabeza.

Todos decían que la casa tenía buena energía, hasta el plomero. Pisos de madera, mucha ventana y una chimenea, original, imponente en medio del living.

Para la inauguración vinieron los de siempre y los de turno, como aquel cordobés ingeniero de grabación devenido realtor, el único que supo cómo hacer funcionar la chimenea, porque hay que reconocerlo, la chimenea anduvo bien solo aquella vez.

—Déjenme a mí —desafió exagerando su tonada y nadie se atrevió a disputarle la tarea. Hacía frío, no importa cuánto, estaba fresquito y el fuego del cordobés prometía horas de calefacción y risas.

 

Otra vez vino Linda, una periodista del Miami Herald que me gustaba. Hacer coincidir en esa ciudad a una mujer con una noche de frío y una chimenea era sacarse la lotería. Prendí la fogata y las llamas flamearon locas como las del cordobés. Me puse a calentar una lata de tomate Hunt’s en una sartén cuando, de repente, sentí una humareda extraña. Levanté la cabeza y la nube en el living era tan densa que no podía encontrar a Linda. Abrimos ventanas. Tosí y ella también debe haber tosido.

Para el segundo intento, invité a los amigos y al cordobés. El cordobés no contestó y otra vez el humo, la tos y otros quince días ventilando.

Llamé al único especialista en chimeneas al que se le ocurrió dedicarse a eso en una ciudad subtropical. Llegó el típico sesentón de Maine que había elegido morirse en la Florida.

—How you doin’ sir? —debe haber dicho y, a los pocos segundos, estaba revolcándose en las cenizas con su delantal impecable, como si quisiera ensuciarlo a propósito. Revisó y revisó, pero todo estaba bien —I see no problem —dijo y me tanteó para saber si, al menos en teoría, yo sabía cómo hacer una fogata. Me dio una palmadita en la espalda y se fue sin cobrarme.

La tercera humareda me la tosí solo, aunque ya no me importó. Me sentía en casa.

Seis meses después conocí a Sonia y tuve un bebé de ocho años que ocupó la otra habitación. Con Sonia nos amamos en verano y, cuando llegó el invierno, ya sabíamos discutir en inglés, en porteño y en colombiano. La casa ya no era grande y no nos poníamos de acuerdo con la ubicación de la tele y el sofá nuevo. Yo quería eliminar la chimenea, Sonia no. Yo sí. Ella no.

Cuando nació Dora, adoptamos una mascota. Aprendí a cambiar pañales y a caminar dos veces por día. Nunca había tenido perro. Un noche volví de trabajar y estaba moviendo la cola con mi pasaporte entre los dientes. Lo había masticado como a las patas de la mesa, las sillas, la funda del sofá y todas las fotos del Ziploc.

Hacía frío y Sonia insistía en que nunca habíamos prendido la chimenea.

—Podemos castrarlo —le dije mientras miraba cómo el fuego tomaba fuerza y escupía chispazos.

—También podemos quemar fotos —eso fue lo que dijo antes de que el humo nos invadiera por última vez.

 

 

Este relato fue traducido al inglés para “Home in Florida: Latinx Writers and the Literature of Uprootedness”, una antología editada por Anjanette Delgado y publicada por University Press of Florida.

Ordena «Home in Florida» aquí: https://upf.com/book.asp?id=9781683402503

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