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Your shift is over

En algún momento de la vida han de desaparecer.

-¡Qué ojeras tan negras!

Algún día, algún día. Llevar dieciocho horas despierta no ayudaba mucho, sin embargo, siempre pensaba que en un futuro su vida sería mejor. Y no tendría ojeras. De repente las ojeras claras se habían convertido en un símbolo de su estabilidad emocional. Mientras más negras más cansada estaba y menos había dormido, lo cual quería decir que había trabajado más horas porque tenía que cubrir más gastos. Si se enfermaba Gladys y no iba a trabajar por dos días, ella tenía que cubrir las horas porque de otro modo no alcanzaba para pagar el cuarto. Gladys ya estaba un poco vieja y algo de los pulmones la afectaba. No sabían qué era. Si Gladys no iba a trabajar por dos días las ojeras de ella se ponían color café espresso. Generalmente, con el cansancio normal las llevaba color café latte. Hoy particularmente le dolía mucho la cabeza y no entendía por qué. Las ojeras eran como un termómetro pero de cansancio. Un medidor de cansancio. ¡Eso!

Con un poco de maquillaje no se pueden disimular.

-Levántate. Tenemos que irnos ya.

No le daba tiempo ni de ponerse crema en la cara al salir por la mañana. Si se iba de su casa cinco minutos más tarde no llegaba a subirse en el bus. Toda la ciudad estaba esquematizada. La ruta 38 pasaba a las 8:23am. No pasaba a las 8:20am, no pasaba a las 8:25am. Pasaba a las 8:23am. Ella no entendía cómo eso era posible. Todos los días a la misma hora. Con tráfico o sin tráfico. Y todos los días manejaba el mismo chofer, con la misma camisa, con la misma marca de almohada en el cachete derecho. A Gladys no le parecía gran cosa; decía que la ciudad era muy organizada porque era del primer mundo. En el tercero las cosas no eran así, todo se transformaba en un total desorden. Ella no estaba de acuerdo. Estas no eran cosas de mundos, era algo muy raro. La señora del sombrero azul se sentaba en el cuarto asiento de la fila derecha, pegada a la ventana, siempre. El muchacho de bigoticos y pelo pegado hacia atrás se sentaba en el sexto, al lado del pasillo. Y así cada uno de los pasajeros. ¡Los mismos pasajeros cada día! Todo eso le resultaba muy extraño. Cuando a ellas les tocaba subir al bus, siempre había dos puestos vacíos en la quinta fila. Súper creepy.

Quizás había nacido con ellas.

-Ya viene nuestra parada.

Al bajar del bus caminaban por la Park Avenue durante quince minutos y ya. Muy fácil. La ciudad eracompletamente cuadrada y los mapas estaban diseñados de forma simple. Hasta ella podía descifrarlos. En el colegio sus compañeros se burlaban porque siempre andaba perdida. Luego inventaron el GPS y cuando en poco tiempo se hizo famoso y se empezó a instalar en los smart phones, en la universidad la empezaron a llamar dumb phone, porque esos no tenían GPS. Ella no percibía los detalles de las calles, de las plazas, de los semáforos, de los edificios en las esquinas; nada del paisaje resaltaba ante sus ojos para ayudarla a ubicarse. Eso no funcionaba. A cada instante le parecía estar caminando en una calle por primera vez. Sin embargo, allí era diferente. Mientras bajaban por la Park, la señora del quiosco de revistas saludaba a Gladys con la mano derecha mientras los arabescos celestes de su blusa se convertían en un mar ondeante. A ella nunca la saludaba. Todas las mañanas la señora llevaba la misma blusa. Aunque le incomodaba darse cuenta que la señora la ignoraba y que todos estos detalles que se repetían cada día le inyectaban más angustia, le agradaba el color de los arabescos. Ella siempre vestía de negro.

Había leído que en algunas sociedades son un símbolo de sabiduría.

-Vamos con el tiempo justo pero nos da tiempo de llegar.

El trabajo estaba bien. Con ese social security falso habían podido manejarse todo ese tiempo. Lo que le molestaba mucho era permanecer tanto tiempo de pie. Catorce horas si hacía sobretiempo. Antes de venir aquí le dijo una amiga internista que estaba propensa a sufrir de varices pero ya había pasado los treinta y no había tenido nada de dolor. Ni siquiera una muestra de líneas azules bajándole por la pantorrilla. Lo que sentía era cansancio. Mucho cansancio.

Vio a una mujer alta, fuerte y muy guapa en el porche de una de las casas de camino a la parada de bus. Esa mujer siempre regaba las flores del jardín vestida de enfermera. Y siempre llevaba unos zapatos grandes y redondos en la punta. Eran especiales para estar de pie muchas horas, se había enterado. Nadie se lo había dicho. Ella solamente hablaba con Gladys. Los vio en una vidriera hacía unos meses y le llamaron la atención. Recaros. Gladys no entendía cómo unos zapatos tan feos podían costar tanto. Ella pensaba que serían muy buenos para el trabajo. El dolor de cabeza se intensificó.

Su mamá no las tenía tan oscuras pero su abuela sí.

-Hoy seguro que nos toca pegar elástica.

A veces retomaba la idea de volver. Allá no pensaría en zapatos feos porque no tendría que estar parada tantas horas ni viviría como un robot, con una monotonía asfixiante y un encierro total. Solo salir al trabajo y volver. No hablar con nadie. No hacer amistades. Sobrevivir. Sin embargo, allá no podría sobrevivir. La matarían no mucho después de regresar. En ese momento la idea del retorno comenzaba a esfumarse.

Caminaron unas cuadras más hasta la fábrica. La puerta de madera con remaches gigantes le daba un aire de hacienda colonial. No obstante, la cajita de metal con diez botones diminutos para introducir un código de entrada le desdibujaba el aire imponente. 2010. Ese era el código de ella y el de Gladys. Usaban el mismo. 2010. El año que llegaron a esa ciudad.

En sus puestos ya tenían veinte yardas de elástica para empezar a pegarla a las pantaletas tipo bikini que saldrían al mercado en un mes. Después de varios años todavía le costaba calcular la diferencia entre yardas y metros. Un día cuando la ansiedad por no poder controlarlo la debilitaba, se dijo que no importaba convertirlo, que podía ordernarle a su cerebro que calculara basándose en yardas y pantaletas, en yardas y sostenes. Así podría hacer el trabajo, ese era el objetivo. Hacer el trabajo, terminar la jornada y salir para volver al otro día a hacer lo mismo. Qué dolor de cabeza que no se le quitaba.

Con unos lentes de sol grandes y modernos no se veían tanto.

-Viene el jefe. Háblale tú.

Al pasarse la mayoría del tiempo sin hablar, era prácticamente imposible aprender inglés. Ella había entendido la mecánica de la gramática leyendo el periódico, como lo había hecho su abuela con el español cuando terminó de parir  a sus diez hijos. La pronunciación era otra cosa pero con la gramática bien puesta en la mente podía sobrellevar la lengua pesada y sin movimiento que tenía entre los dientes.

Your shift is over, dijo el jefe. No hubo necesidad de responder ni reclamar. Nunca hacía falta. Todos los días él se acercaba con la misma camisa roja de botones negros y les decía que se fueran. Ella, Gladys y todas las demás terminaban la faena soltando agujas, hilos y telas; agarraban sus bolsos de los percheros dirigiéndose a la salida. Atravesaban de nuevo la puerta de remaches. Todas doblaban hacia la derecha excepto ella y Gladys. Iban hacia la izquierda para caminar y tomar el bus de vuelta.

A veces le dicen que parece una muerta.

-El tiempo se pasó muy rápido hoy.

Caminaron en línea recta rumbo a la parada. El mismo chofer esperaría a que subieran los escalones para entrar al bus, pagaran sus pasajes y se sentaran para arrancar. Escogerían los mismos asientos y mirarían a las mismas personas que habían visto por la mañana. Con la misma ropa. Con las mismas caras de decepción.

Cuando habían avanzado unas cuadras, a ella se le ocurrió romper la rutina y agacharse para oler una flor que sobresalía en el jardín de la enfermera de zapatos grandes y feos. Gladys le gritó que no lo hiciera pero ella no le hizo caso. Se acercó al borde de la acera saliéndose de la línea recta que siempre seguía; al inclinarse trastabilló y cayó sobre las flores. La enfermera gritó histérica. Se le oyó decir my babies, my babies! antes de que se quitara uno de sus zapatos grandes y feos y se lo lanzara en la cabeza a ella. Con mucha rabia. En el momento en que ella se trataba de enderezar luego del golpe y atontada tratara de buscar la fuente de la agresión, la mujer vestida de enfermera le pegó en la cabeza repetidamente usando el otro zapato que le quedaba. Ella no pudo pelear, la enfermera era bastante fuerte y la sometió. La golpeó y la golpeó sin parar hasta que ya no se movió más.

Otros comparan sus ojeras con hematomas.

-Tienes que descansar.

La sangre manchó los pétalos de las margaritas y las petunias. Las dalias quedaron intactas. Pensó en las dalias, las flores favoritas de su mamá. Pensó en que seguro por eso no se habían manchado. El cuerpo quedó allí por mucho tiempo, varias horas. La enfermera no lo movió. Agarró la manguera y siguió regando las flores, esta vez descalza. La policía llegó sin que nadie la hubiera llamado. La ambulancia nunca vino, no hacía falta. Sin respiración que chequear los paramédicos no salen de sus cubículos. Llegó el camioncito de la morgue -aquí la morgue tiene su propio camioncito- y se llevó el cuerpo. La enfermera no habló, nadie le preguntó nada. La policía no interrogó a Gladys, supusieron que no hablaba inglés. El agua de la manguera se llevaba poco a poco la sangre y la mezclaba con el abono que la enfermera le ponía a sus flores cada mañana antes de que ella y Gladys pasaran caminando frente a su casa.

Gladys no entendía lo que pasaba, solo quería tomarla de la mano y sobarle la cabeza. Atolondrada, y aunque ya no estaba a su lado, le ofreció ponerle hielo cuando llegaran a su cuarto. Nadie la escuchó.

Ella se sentía particularmente liviana, como si no pesara nada, como si estuviera hecha de aire. Le pareció oír a Gladys decirle que tenía que descansar.  Al otro día había que volver a salir a caminar hasta la parada de autobús a trabajar para pagar el cuarto, sin hablar con ninguna persona, sin mirar a nadie.

Al final si no la veían no tenía por qué quejarse de sus ojeras.

-Descansa. Mañana amanecerán más pálidas. Seguro.


Este cuento forma parte de Desordenadas, el nuevo libro de Naida Saavedra.

 

 

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