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… y qué camino tan áspero

En la novela A salto de mata, el escritor Paul Auster escribió: “El escritor no <<elige una profesión>>, como el que se hace médico o policía. No se trata de escoger como de ser escogido, y una vez que se acepta el hecho de que no se vale para otra cosa, hay que estar preparado para recorrer un largo y penoso camino durante el resto de la vida. A menos que se resulte ser un elegido de los dioses (y pobre de quien cuente con ello), con escribir no se gana uno la vida, y si se quiere tener un techo sobre la cabeza y no morirse de hambre, habrá que resignarse a hacer otra cosa para pagar los recibos”.

He decidido citar al escritor neoyorquino porque ejemplifica claramente lo que he pensado de algún tiempo a esta parte y debo confesar que al concordar con su pensamiento estoy condenándome, porque ser escritor es eso: un trabajo difícil, extenuante y en donde la asimilación de la realidad no se repele, sino se apropia, recorriendo así un camino áspero, como ha dicho alguna vez León Felipe y retomo aquí para nombrar el presente artículo..

Al respecto, he reflexionado acerca de la percepción que existe del “escritor”, palabra que en la actualidad es peligrosa (no tanto por su significado, que antaño se ganó el sinónimo de “inteligencia”) porque su contenido ha tornado a otras instancias que van más con la bohemia y el escándalo que con el trabajo de escribir.

Comenta el escritor neoyorquino que el escritor no “elige”, sino que su trabajo es “recorrer un largo y penoso camino”. Agrego que, a pesar de los inconvenientes, el escritor debe prepararse y tener una responsabilidad con su escritura y el contexto. Él no vive en una torre de marfil. El verdadero escritor se compromete con su trabajo; no es precisamente redactor de “domingos”.

Cuando el amplio territorio de la escritura se abre, dejan de existir brechas, que precisamente son ocasionadas por una falsa percepción. Yo me he llegado a preguntar “¿tiene sentido escribir?”, “¿para quién escribo?”, “¿por qué escribo?”, “¿para qué escribo?”, “¿realmente vale la pena?”. Si alguien me pregunta si tiene mérito, respondo que sí, para empezar con uno mismo.

Escritor no es solamente hacer diligencia de funcionario público para una institución de gobierno. Tampoco se trata de acudir a tertulias, que finalmente son parte de una farándula literaria cada vez más rancia y acartonada, fuera de reinvenciones y repelente de crítica. Pienso que el primer compromiso del escritor es, como su nombre lo indica en origen, escribir. ¿Los temas? Esos los definirá él/ella, y el estilo se irá cuajando con el tiempo, de modo que entre en sazón con los diferentes condimentos que agregue.

Aunque, lo confieso, se tiene una percepción errónea de quien escribe. En última instancia, el escritor no cambia al mundo, contribuye a crear nuevas formas en el lenguaje, variaciones en los temas, aporta historias, crea imágenes, inventa sueños, reinventa fondo y forma. También construye su estilo, la voz que lo distinguirá de otros narradores o poetas.

El escritor sólo tiene una herramienta para hacer su trabajo: el lenguaje. Y una cualidad, a mi juicio: la paciencia. En suma, importa tener especial cuidado en tildarse “escritor” por fama o nombrarse escritor por necesidad y vocación. Me inclino, por supuesto, por las dos últimas circunstancias.

Ahora bien, ya he hablado de mi concepción del escritor, pero ¿qué sucede con el lector? Veamos. Él es alguien que en tierra propia funge como un profeta desterrado. En el caso de la la poesía, no el poeta, puede extraer la pulpa de la existencia, la esencia, porque el bardo tiene funciones que usan de eslabón lo divino con lo humano.

Es curioso, sin embargo, cómo entran en boga, sin que uno lo sospeche, fuerzas que antiguamente peleaban por la voz del poeta y la función de la lectura en la sociedad, sobre todo en la visita privada que el lector hace en los libros, ese inusual viaje lleno de Ulises trashumantes. Las palabras que José Emilio Pacheco escribió alguna vez hoy tienen fuerza y luz propia, pues brindan voz propia:

Extraño mundo es el nuestro: cada día

le interesan más los poetas;

la poesía cada vez menos.

El poeta dejó de ser la voz de la tribu,

aquel que habla por quienes no hablan.

Se ha devuelto nada más otro enterteiner.

(En Carta a George B. Moore en defensa del anonimato, del libro Los Trabajos del mar)

Es paradójica la función que cumple cada uno como creador de un texto y también como el lector. Se torna incluso en una rancia mecánica que diariamente pierde vigencia con escasos minutos de haber transcurrido. El poeta escribe sin cesar alineado en este mundo de constante ritmo y alienado gracias a una imaginación abstraída en las palabras. Pero, sin pecar de ingrato, se da el tiempo de sentarse a leer y a escuchar la vida, procrear cantos, administrar su savia.

El mundo es tan caótico como ayer, es un postulado que observamos tan sólo al salir a las calles. Existe la misma violencia, la sinrazón del poder por aplastar a las masas… ya lo ha dicho León Felipe en aquellos versos:

¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra

al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?

Los mismos hombres, las mismas guerras,

los mismos tiranos, las mismas cadenas,

los mismos farsantes, las mismas sectas

¡y los mismos, los mismos poetas!

(Del libro Versos y oraciones del caminante)

Su poema “¡Qué pena!” manifiesta claramente la postura, en otras palabras, de lo que habla Pacheco, pues finaliza: “¿Qué pena, / que sea así todo siempre, siempre de la misma manera!”.

Tal vez un tanto más pesimista, León Felipe atiza aquello que no puede desaparecer y es entonces cuando la nostalgia aparece. Es el poeta en sí quien sigue siendo el mismo, no la poesía, porque ésta evoluciona.

El lector de poesía está solo (como tantas personas desposeídas). Raramente hay una convención de lectores que amen a la poesía, salvo en ocasiones en extraordinarias, cuando dos o más se conjugan para oír, más que alabar, aquello que está en la residencia del poeta, que es la Poesía. Ahí vive preso de su conciencia, en la sustancia, en el seno de aquello que representa misteriosamente en sus ensueños. Shakespeare, creo, es el ejemplo más claro del poeta ensoñado.

No obstante, pesimista o no, la poesía, a mi juicio, no es para el optimista porque el mundo actualmente no es “óptimo” ni lo ha sido. Mejor dicho, el humano ha hecho que el mundo sea así (poema de León Felipe) y, por otra parte, el poeta ahora es un “enterteiner” (Pacheco dixit), salvo contadas excepciones que conozco. Por tanto, el lector es el juez absoluto para legislar al poeta, no el escritor ni el político, ni otro menester. Es el que lee, sólo eso, sin algún tipo de oficio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

Pacheco, J.E (1983).Los trabajos del mar. “Carta a George B. Moore: en defensa del anonimato”, México: Era.

Camino, L.F. (1993). Versos y oraciones del caminante. Madrid: Visor.

Auster, P. (2012).A salto de mata. México, D.F.: Booket/Planeta.

 

 

 

 

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