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Vivir ¿un deporte de riesgo?

 

Parece ser que sí. Nunca fue fácil pero en estos últimos años se está complicando un poco… Mientras que para algunos vivir no es más que un continuo caminar por la cuerda floja haciendo equilibrio entre el “debe” y el “haber”, para otros es una aventura fascinante en la que para alcanzar la cima siempre hay una cima previa que escalar. En el peor de los casos, no es más que un juego en el que no hay nada que perder.

Llama la atención el auge de los deportes de riesgo en nuestra sociedad, capaz de atraer la mirada de avispadas empresas que ya ofrecen sus paquetes multiaventuras a los turistas más intrépidos, pero quizás no los mejor preparados para su práctica. Puenting, rafting, barranquismo, escalada… ¿Cuándo un deporte de aventuras, pasa a ser un deporte de riesgo?

Me pregunto a qué es debido que cada día sea mayor el número de aficionados a este tipo de actividades. La mera contemplación de un paisaje de montaña, una merienda campestre con la familia y/o amigos, o un simple paseo por la playa, pierde atractivo si no se acompaña de emociones fuertes. ¿No resulta lo suficientemente excitante el superar las dificultades del día a día, o es precisamente por ello por lo que se siente la imperiosa necesidad de descargar grandes dosis de adrenalina?

Ahora se me vienen a la cabeza otros ejercicios que no por ser practicados por ciudadanos de cualquier edad y de forma habitual, están exentos de peligrosidad. Esperar en la parada del autobús, sentarte en la terraza de un bar, o dar un tranquilo paseo por alguna avenida principal de la ciudad, puede llegar a ser un deporte extremo. Pudiera tratarse de esto, del continuo vivir acotados por dos extremos.

Entre hacer equilibrio en la cuerda floja y mantener el tipo practicando el Slackline, elegiría la segunda opción, eso sí, a una altura no superior a los 40 centímetros.

 

 

 

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