Search
Close this search box.

Viaje a Tombuctú.

Este 29 de mayo se estrena en Lima una de las mejores películas que se han filmado acerca de la época de la violencia política en el Perú: Viaje a Tombuctú.

cartelera

Desde que Sendero Luminoso perdiera la guerra contra el estado peruano y la Comisión de la Verdad y la Reconciliación dejara claro el saldo doloroso de una desigual batalla entre peruanos, se intensificaron los debates acerca de la necesidad de establecer un Museo de la Memoria. Rossana Díaz Costa, narradora y cineasta, alejándonos de ese debate, propone recordar lo que pasó —la tristeza de aquellos años en que la violencia clausuraba las alternativas y ponía a los ciudadanos en la disyuntiva de quedarse en un país donde el estado y los terroristas pulseaban por tomar el control, o escapar de la guerra y emigrar— a través de una historia de amor.

Rossana Díaz Costa, en agosto de 1993, estaba sentada en un andén de la estación de trenes de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia. Quería llegar al Atlántico cruzando el Pantanal, atravesando Brasil. Viajaba con una amiga que se había enamorado con locura la noche anterior. Esa amiga se llamaba Rosario, y estaba abrazada al oso de peluche que le regaló su novio de muchos años al despedirla en Lima. Lloraba por un joven de chaqueta de cuero negra que le había dado un beso antes de dejarlas en el andén boliviano. Lo había conocido la noche anterior en una calle de Santa Cruz. Había bailado con él en una discoteca, y aquella mañana creía estar cometiendo una traición de amor al abandonarlo para seguir viaje con Rossana hacia Brasil.

La historia era tan patética que era mejor no pensar en esas lágrimas que ahogaban al muñeco de peluche. Rosario caminaba por un lado del andén y Rossana –un poco harta– se había sentado en una banca, a esperar el tren. Ahí me vio.

Estaba ciega porque no le gustaba llevar los anteojos cuando se quería sentir cool ¡Era su gran viaje de aventuras por Sudamérica! Yo estaba pensando en lo feas que eran todas las chicas de Santa Cruz que caminaban por los alrededores de la estación. De pronto, me fijé en una muchacha desarreglada (pero cool) que se veía bonita y jiposa con su cabello largo, que miraba a los demás con interés. Me acerqué, cargando mi morral –con el que también planeaba llegar hasta Sao Paulo y vivir más de un mes– y observándola. Entonces me di cuenta de que la conocía. La había visto antes ¿pero dónde?

Me acerqué tanto que al final ella venció a la miopía y me reconoció.

Yo también: era la estudiante que asistía a las clases de guión de cine del amigo de Pablo Neruda: Domingo Piga, héroe del teatro experimental chileno, profesor de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Lima. Nos saludamos con emoción, con extrañeza por la casualidad. Habíamos comprado boletos para el mismo tren. Los dos nos íbamos a Brasil en viaje de aventuras. Rossana me contó con rapidez la telenovela de su amiga Rosario, la gordita que en ese momento apachurraba contra su abundante pecho al peluche que le regaló su novio limeño, mientras lloraba por un nuevo amor. Nos reimos de ella juntos. El tren boliviano –apellidado Bala– se demoró todo lo que podía hasta la frontera con Brasil y aquello nos dio tiempo para extendidas conversaciones, sentados en las gradas del vagón del tren, con las puertas abiertas a las vías del ferrocarril, mirando un desordenado paisaje de plantaciones y de vegetación interminable hasta la frontera.

plano 2

En Sao Paulo nos despedimos pero ya éramos amigos. Dos años después recorreríamos tres países de Sudamérica con muy poco dinero, veríamos a los Rolling Stone en Santiago de Chile, bailaríamos una canción sobre Hombres Lobo en la discoteca más austral del mundo y casi moriríamos atropellados por un caballo en Puerto Montt. Comeríamos pizza en Buenos Aires y aprenderíamos todos los insultos posibles en San Luis, Argentina bajo una granizada atroz, cruzaríamos la cordillera en ambos sentidos, trepados en camiones, camionetas, autos y carros de bomberos. Aprenderíamos historias sobre las vidas de gente buena y distinta. Luego seguiríamos en contacto porque sus amigos también se hicieron amigos míos: la Rosario del peluche enamorado tendría capítulos en mi vida donde Rossana ya no estaba, Rosario adelgazaba, y otros valientes amigos míos se enamoraban de ella.

Rossana emigraría a España. Yo la visitaría en A Coruña, donde me daría cabida en su pequeño hogar con ventanales gigantes a la Avenida Finisterre. Nadaríamos juntos bajo el puente romano de Allariz, brindaríamos con calimoxo en Riazor, caminaríamos al lado de los carriles de tren de Pontedeume. Me presentaría a unas amigas simpáticas y medias locas. Una de ellas me ofrecería empleo de periodista. Rossana me empujaría a irme sin dinero a conocer Portugal, a dormir en estaciones de tren, en iglesias vacías y sobre las veredas de un teatro, a mochilear trepado en camiones de paso con los que alcanzaría Alemania y regresaría a A Coruña para despedirme y marcharme a Londres y luego a Nueva York.

Todos la llamamos La Roca. Sabemos que anda un poco zafada y que lo que la hace más feliz es el helado. Sabemos que escribe unos cuentos deliciosos, llenos de una sensibilidad capaz de tocarte el corazón. Sabíamos que estaba escribiendo guiones, que algún maldito productor cuyo apellido comienza con Sol la estafó; que sabía repartir su tiempo para hacer miles de cosas y que, al regresar a Perú, siguió con la rutina de siempre querer hacerlo todo.

Uno de los guiones de Rossana se llamaba Viaje a Tombuctú.

Como todos los guiones que acumulan premios y cuya directora tiene agallas y exprime el tiempo para persistir, en algún momento del año 2013 el guión se convirtió en película. Se transformó en un extraordinario filme que este último jueves vi por tercera vez (en mi versión especial, mi Director’s cut ), esta vez con mis estudiantes de Spanish 114, los Heritage speakers del programa College Now: alumnos que están terminando la escuela secundaria, a quienes se les da la oportunidad, tras pasar un examen, de ganar unos créditos universitarios.

Quienes en algún momento hemos dejado familia y amigos atrás, quienes vivimos ese momento en que había que mirar todo alrededor para poder recordarlo durante muchos años, entenderemos la fascinante historia de Viaje a Tombuctú .

Mis alumnos, hispanos, con edades entre 16 y 18 años,  también pasaron por esa experiencia, en circunstancias distintas.

Fue interesante ver sus expresiones mientras avanzaba la peícula. La historia de amor contada desde la sensibilidad de una niña de gustos rockeros, creo que alcanza más a las muchachas. Sin embargo, en la película hay muchas escenas que tocan a hombres y mujeres, de modos distintos. Te tocan no solo si tuviste una juventud difícil, no solo si viviste la niñez y la adolescencia en un país en guerra y en crisis.

También te toca si tuviste una pandilla de amigos y amigas, si espiabas a la niña que te gustaba en el cine y si montabas bicicleta con ella. Si te gustaban los fuegos artificiales al lado del mar, si alguna vez el carro de tu padre se quedó atorado en la arena y si tuviste conversaciones maravillosas con tus abuelos. Te tocan si gritaste como loco/loca en un concierto de Soda Stereo, si empapelaste tu cuarto con posters de músicos que adorabas y si coleccionabas casetes pirateados de las bandas que idolatrabas. También te toca si viviste la violencia de una sociedad vigilante (donde el abuso tenía carta blanca para «protegerte» de la violencia desconocida) si fuiste de viaje por la sierra con tus amigos, en épocas en que era un tema peligroso, si la juventud fue un momento maravilloso de tu vida, etc.

Hay tantas imágenes memorables en esta película de Rossana Díaz que no me cansaré de recomendarla. Además: el fondo musical es excepcional. Con la música uno ingresa a una especie de cuento de hadas con personajes reales, con jóvenes buenos y desesperados en búsqueda de la felicidad, acá o allá: en Tombuctú.

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit