“Desaparecen. Se evaporan en el aire, visto y no visto.
Y al cabo de un tiempo aparecen sus cuerpos en el desierto”
(Roberto Bolaño)
“La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior. Unos niños que jugaban en el descampado la encontraron y dieron aviso a sus padres. La madre de uno de ellos telefoneó a la policía, que se presentó al cabo de media hora. El descampado daba a la calle Peláez y a la calle Hermanos Chacón y luego se perdía en una acequia tras la cual se levantaban los muros de una lechería abandonada y ya en ruinas. No había nadie en la calle por lo que los policías pensaron en un primer momento que se trataba de una broma. Pese a todo, detuvieron el coche patrulla en la calle Peláez y uno de ellos se internó en el descampado. Al poco rato descubrió a dos mujeres con la cabeza cubierta, arrodilladas entre la maleza, rezando. Las mujeres, vistas de lejos, parecían viejas, pero no lo eran. Delante de ellas yacía el cadáver. Sin interrumpirlas, el policía volvió tras sus pasos y con gestos llamó a su compañero que lo esperaba fumando en el interior del coche. Luego ambos regresaron (uno de ellos, el que no había bajado, con la pistola desenfundada) hacia donde estaban las mujeres y se quedaron de pie junto a éstas observando el cadáver. El que tenía la pistola desenfundada les preguntó si la conocían. No, señor, dijo una de las mujeres. Nunca la habíamos visto. Esta criatura no es de aquí.
Esto ocurrió en 1993. En enero de 1993. A partir de esta muerta comenzaron a contarse los asesinatos de mujeres. Pero es probable que antes hubiera otras. La primera muerta se llamaba Esperanza Gómez Saldaña y tenía trece años. Pero es probable que no fuera la primera muerta. Tal vez por comodidad, por ser la primera asesinada en el año 1993, ella encabeza la lista. Aunque seguramente en 1992 murieron otras. Otras que quedaron fuera de la lista o que jamás nadie las encontró, enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde, en qué lugar se encuentra” (Fragmento de la novela de Roberto Bolaño, 2666, pp. 443-444).
2666 (Anagrama, 2004) es una de las novelas más aclamadas de Roberto Bolaño. Se publicó de forma póstuma y con una estructura de cinco partes bastante compleja, no solo debido a las más de 1000 páginas que la conforman, sino al eje conductor que atraviesa a todas ellas: el crimen contra mujeres. Todos estos asesinatos ocurren en Santa Teresa, lugar que vendría a ser, en el plano real, la ciudad mexicana de Ciudad Juárez, donde se pone de manifiesto la violencia desnaturalizada y la incompetencia de las autoridades para solucionar los crímenes que se perpetran constantemente contra las mujeres y que van en aumento.
Esta vendría a ser la radiografía de la sociedad de la que formamos parte y que, de pronto, la hemos naturalizado equivocadamente en nuestra conciencia colectiva. Precisamente, Bolaño habría tomado como referencia las historias de suceden en las sociedades latinoamericanas, espacios que son abatidos por la violencia de género y donde las mujeres se terminan convirtiendo en culpables de los propios crímenes que se cometen contra ellas.
Años atrás, el Consejo Económico y Social de la ONU (1992) había definido a la violencia de género como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada”.
Una muestra de esa representación de violencia es la situación peruana que se evidencia en las estadísticas. Así, según el Observatorio de Criminalidad de la Fiscalía, en el 2009 fueron asesinadas 276 mujeres, de las cuales 135 perdieron la vida en manos de sus parejas. Los porcentajes indicaron que el 57,8% tenían hijos, lo que dejó una alarmante cifra de 144 menores de edad huérfanos. De esta manera, el promedio llegó a casi a 12 crímenes de mujeres por mes. Lo paradójico del asunto es que muchas de ellas, antes de que ocurrieran los asesinatos, habían presentado denuncias en la Fiscalía sin respuesta favorable. Al año siguiente, en el 2010, el Programa Nacional contra la Violencia Familiar y Sexual del Ministerio de la Mujer registró 80 casos de feminicidio y 29 de tentativa, es decir, según la legislación peruana, hechos donde la mujer pudo sobrevivir al ataque de su pareja.
Según el Ministerio de la Mujer (2016) se cometieron en el país 54 feminicidios y hubo 118 denuncias de tentativas de asesinato. Además, en Lima, la capital, se han registrado 5944 casos de violencia familiar y sexual; situación que no es tan lejana a la de las zonas rurales, donde el 61% de mujeres manifestaron haber sido víctimas de violencia física por parte de sus parejas, y en la mayoría de casos, por no decir todos, los hechos quedaron impunes. Todo ello ubica al Perú en el país sudamericano con mayor índice de feminicidios, detrás de Bolivia. Y eso, sin contar a la violencia psicológica que, según los datos expuestos, habría padecido el 68,9% de mujeres peruanas.
El tema se vuelve aún más problemático cuando se analiza el pensamiento aún machista de la sociedad peruana y, en su mayoría, también latinoamericana. Se ha desvirtuado la situación del abuso contra la mujer y se les acusa de los hechos que le ocurren como consecuencia de sus propios actos. Es decir, ellas mismas son culpables del acoso que puedan sufrir, incluyendo, además, situaciones más graves como violencia física y sexual. Así, la masculinidad, el sujeto “macho” dentro de los estándares de poder, se ha apropiado de roles impositivos y privilegiados donde la injusticia contra una mujer puede ser celebrada, difundida, justificada e, incluso, quedar abiertamente impune.
De esta manera asumimos el papel degradante que nos corresponde dentro de una sociedad retrógrada en términos de igualdad de género. Ese papel es el de ser un país feminicida, un país que ha naturalizado los acosos, los abusos, la política de que si una mujer es agredida o asesinada es porque la culpa fue necesariamente suya, por salir, por beber, por bailar, por reír, o simplemente por exponerse. La reducción a la calificación de mujer por su forma de vestir, hablar o actuar ha limitado su libertad de elección y ha quedado condicionada a lo que “debería ser correcto” dentro de lo socialmente moral. Hemos asumido el papel de que los ataques contra la mujer la hacen, en principio, culpable a ella misma por no comportarse “como mujer decente”, calificativo impuesto por la sociedad, pues así todo reclamo queda abolido y más bien se le atribuye gratuitamente el adjetivo de puta.
Si no se reorientan las equivocadas relaciones de poder en nuestra sociedad con respecto al género, la historia continuará repitiéndose y las cifras se incrementarán impunemente como en la novela de Bolaño. Quizás es necesario empezar a salir de la ficción para ofrecer alternativas concretas y donde el compromiso se evidencie por parte de todos. Así dejaremos de asumir que una mujer es culpable de su propia muerte. Solo así dejaremos la tara de ejercer equivocadamente un poder donde el machismo y la inequidad se constituyen como algo “normal”. Solo de esa manera el Perú y muchos países en Latinoamérica dejarán de ser espacios donde la violencia o el feminicidio son actos más naturales que un beso entre dos personas del mismo sexo.