José Díaz-Díaz
No sé si a ti te pasa lo que a mí, que cuando navego en lecturas al azar tropiezo felizmente con escritores señeros tal como el poeta cubano José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976). Entonces no puedo dejar de reflexionar sobre lo que significa tomar el oficio de la escritura con el soporte de un bagaje cultural, que en el caso de Lezama es abrumador: conocedor a fondo de la mitología, de la cultura y literatura greco-latina, recrea en sus obras la génesis de lo que constituye la nuestra. Ensaya por situar la estética del hombre latinoamericano en una dimensión que lo rescata de la mirada centrista y hasta peyorativa de otras cepas culturales.
La circunstancia histórica de haber sido censurada su voz por las autoridades de su país allá por las décadas de los años sesenta y setenta; y más tarde—después de muerto— utilizada su imagen, nos muestra por enésima vez el modo de actuar de los regímenes totalitarios. Sin embargo, la justicia poética que demora en llegar, pero que al final se muestra gallarda, nos induce a recuperar y hacer vigente su legado en cuanto instrumento para conocernos y acercarnos a nuestra identidad antropológica, geográfica y estética como americanos que somos.
José Lezama Lima es, definitivamente, un engendro ungido para descubrir la Imagen de una América mestiza, desde la cantera misma que signa y cohesiona la naturaleza del hombre latinoamericano.
Más allá del barroquismo gongoriano o del neobarroquismo ilustrado de Alejo Carpentier, Lezama se embriaga de la raigambre nativa con la naturalidad del niño de nuestro pueblo que descubre por sí mismo el espejo de su cielo en el manantial que beben nuestros pájaros criollos, o que vislumbra en el verdor de nuestros pastos, el bosque sagrado que lo contiene.
Su pomposa obra está saturada de claves, enigmas, alusiones, parábolas y alegorías que aluden a una realidad secreta, íntima y, al mismo tiempo, ambigua. Desarrolló una erótica de la escritura, anticipándose, de esta manera, a las corrientes europeas de la estilística estructuralista. Sus ensayos son imaginativos, poéticos, abiertos y constituyen una recreación de textos y visiones. Hace prevalecer el sentir sobre el decir. El lenguaje de este poeta, potencia el espíritu, los sentidos, la mente y el cuerpo del mestizo americano, para enraizarlo en el edénico suelo que lo acuna, y a su vez dispararlo hacia la posesión de una riqueza telúrica de asombroso deslumbramiento. Su pasión estética estuvo centrada en encontrar La Imagen poética que transmitiera el rostro neto del ser latinoamericano. “La imagen es la realidad del mundo invisible”, dijo alguna vez.
Como todo escritor que sabe lo que dice o mejor, lo que escribe, el habanero definió el mapa de su recorrido. La estética de Lezama ve por los ojos de la intuición y de lo intuitivo: percepción primaria donde se encuentran todas las clarividencias. Por lo que respecta a su poesía, no se alteró especialmente en la forma ni el fondo con la llegada de la <<revolución>> y se mantuvo como una suerte de monumento solitario difícilmente catalogable. Para muchos especialistas, el conjunto de su obra representa dentro de la literatura hispanoamericana una ruptura radical con el realismo y la psicología y aporta una alquimia expresiva que no provenía de nadie. Julio Cortázar fue sin duda el primero en advertir la singularidad de su propuesta.
Cortázar puntualiza lo siguiente sobre Paradiso, la obra cumbre del cubano, en un artículo que titula: Para llegar a Lezama Lima: “Esto no es un libro para leer como se leen los libros, es un objeto con anverso y reverso, peso y densidad, olor y gusto, un centro de vibración que no se deja alcanzar en su coto más entrañable si no se va a él con algo que participe del tacto, que busque el ingreso por ósmosis y magia simpática…”.
Leamos, ahora, uno de sus poemas:
LOS FRAGMENTOS DE LA NOCHE
Cómo aislar los fragmentos de la noche
para apretar algo con las manos,
como la liebre penetra en su oscuridad
separando dos estrellas
apoyadas en el brillo de la yerba húmeda.
La noche respira en una intocable humedad,
no en el centro de la esfera que vuela,
y todo lo va uniendo, esquinas o fragmentos,
hasta formar el irrompible tejido de la noche,
sutil y completo como los dedos unidos
que apenas dejan pasar el agua,
como un cestillo mágico
que nada vacío dentro del río.
Yo quería separar mis manos de la noche,
pero se oía una gran sonoridad que no se oía,
como si todo mi cuerpo cayera sobre una serafina
silenciosa en la esquina del templo.
La noche era un reloj no para el tiempo
sino para la luz,
era un pulpo que era una piedra,
era una tela como una pizarra llena de ojos.
Yo quería rescatar la noche
aislando sus fragmentos,
que nada sabían de un cuerpo,
de una tuba de órgano
sino la sustancia que vuela
desconociendo los pestañeos de la luz.
Quería rescatar la respiración
y se alzaba en su soledad y esplendor,
hasta formar el neuma universal
anterior a la aparición del hombre.
La suma respirante
que forma los grandes continentes
de la aurora que sonríe
con zancos infantiles.
Yo quería rescatar los fragmentos de la noche
y formaba una sustancia universal,
comencé entonces a sumergir
los dedos y los ojos en la noche,
le soltaba todas las amarras a la barcaza.
Era un combate sin término,
entre lo que yo le quería quitar a la noche
y lo que la noche me regalaba.
El sueño, con contornos de diamante,
detenía a la liebre
con orejas de trébol.
Momentáneamente tuve que abandonar la casa
para darle paso a la noche.
Qué brusquedad rompió esa continuidad,
entre la noche trazando el techo,
sosteniéndolo como entre dos nubes
que flotaban en la oscuridad sumergida.
En el comienzo que no anota los nombres,
la llegada de lo diferenciado con campanillas
de acero, con ojos
para la profundidad de las aguas
donde la noche reposaba.
Como en un incendio,
yo quería sacar los recuerdos de la noche,
el tintineo hacia dentro del golpe mate,
como cuando con la palma de la mano
golpeamos la masa de pan.
El sueño volvió a detener a la liebre
que arañaba mis brazos
con palillos de aguarrás.
Riéndose, repartía por mi rostro grandes cicatrices.
Siento, mis amigos, que con Lezama aprendemos que el hombre es perfectible por la Poesía y que su transmutación hacia la apropiación del ser total se logra por la vía poética. La lírica lezamiana es verso y es narración, es lenguaje que despierta y dinamiza la conciencia en pos de la recuperación inmediata, en la movilidad inmóvil, (aparente contradicción) de vivir vibrando en un espacio de sensaciones donde la palabra medita el éxtasis de la vivencia.
Su ensayo: La Expresión Americana, contiene parte de su trabajo crítico y esboza su poética, urdimbre de lenguaje y conciencia que se entrelazan deviniendo indisolubles, alas sin límites, bordes sin final. Su denso conocimiento de la filosofía y de la mitología greco-latina, como ya lo indiqué, lo indujo a lograr una labor de cetrería cuyos hilos abrazan en un solo caldo primordial el origen y la permanencia de la conciencia americana.
José Lezama Lima fue un hombre entregado de tiempo completo a la gestión literaria. La revista Orígenes, creada y dirigida por él, durante los diez años de su continua publicación, convocó voces selectas del pensamiento contemporáneo tales como Juan Ramón Jiménez y Octavio paz. Inmenso en su propuesta poética, a mi modo de ver, Lezama es una garganta cuya música apenas comienza a ser reconocida y escuchada.