El estreno de una nueva película de Wes Anderson es siempre una buena noticia. Al menos para mí y los muchos fans que se ha hecho este director con el paso de los años. Espectadores que esperan con ansias perderse en su universo que ya tiene un sello tan distintivo: un mundo donde la belleza se acerca a ratos a la estética de los juguetes de antaño, donde se le da una especial atención a la caligrafía y los detalles, donde los colores bordean la irrealidad. Pero también un mundo donde la familia tiene un lugar predominante. Ya sea familias medio desintegrándose como las de The Royal Tenenbaums o Moonrise Kingdom, con lazos de lealtad profundos como en The Darjeeling Limited o Fantastic Mr. Fox o bien una familia improvisada por las condiciones de un viaje o un proyecto mayor como en The Life Aquatic with Steve Zissou o ahora en The Grand Budapest Hotel.
Aquí no hay padres e hijos, no hay madres imposibles, no hay hermanos poniendo a prueba sus confianzas o exhibiendo heridas que no saben cuándo aparecieron, en este gran hotel hay un mundo de pasajeros algo huérfanos: M. Gustave, un concierge que seduce a mujeres mayores y con mucho dinero (interpretado maravillosamente por Ralph Fiennes), un botones, Zero Mustafa, que ha perdido a su familia en la guerra y encuentra una extraña felicidad en la invisibilidad de su trabajo y Agatha, una chica sola y peculiar que trabaja en una pastelería. No hay más y no es necesario. Frente a este trío de huérfanos, frente a esta comunidad algo vulnerable, se opone la familia de Madame D., una de las últimas conquistas del concierge, quien ha muerto en misteriosas circunstancias, dejándole una importante herencia; una familia tétrica compuesta por los hijos (unos notables como villanos Adrien Brody y Willem Defoe) y sus horribles hermanas.
La historia está magistralmente orquestada, como todo lo facturado por Anderson y uno se siente reconfortado en esta familiaridad. Pero también hay elementos nuevos que se empiezan a asomar en esta película y quién sabe si son un indicio de un giro en la poética del autor: una mayor preponderancia del contexto histórico (el hotel se ve afectado por las guerras mundiales, el fascismo se pinta de color pastel pero no deja de mostrar su rostro aterrador) y una oscuridad distinta: escenas de muertes brutales (escenas para gritarle a la pantalla, para taparse los ojos con las manos).
Tal vez con esto, Anderson se acerca aún más al género de los cuentos de hadas. Esos donde los malvados son castigados con la crueldad más absoluta (condenados a bailar hasta morir, a morir quemados en un horno, a ser lanzados a un pozo con el estómago lleno de piedras). Anderson en The Gran Budapest Hotel rescata la oscuridad propia de los cuentos infantiles en sus versiones originales (antes de que Disney los vaciara de violencia y complejidad), esos que sabían que la infancia es brutal y que la literatura tiene, como una de sus misiones, despertarnos.
The Grand Budapest Hotel nos presenta también una familia de rostros conocidos: Bill Murray, Owen Wilson, Edward Norton y el espacio del hotel es perfecto para exhibir todo ese preciosismo de miniatura de Anderson. La historia está inspirada en algunos textos y la figura de Stefan Zweig y el resultado es, simplemente, impecable.