Search
Close this search box.

Una edad decente para morir

Compraré un billete de la lotería y saldré a correr en plena tormenta; dicen que es más fácil que te caiga un rayo a que te saques el premio mayor; pues a ver cuál llega primero: cualquiera de los dos acabará con todos mis problemas.


El gringo William era mi bartender favorito. Sus modales burgueses y su impecable inglés bostoniano lo hacían el compañero ideal de conversación, para mejorar mi acervo y mi pronunciación británico-barrioaltina en «Kendallsuyo» —mezcla de Kendall con Tawantinsuyo— barrio de inmigrantes latinos, en su mayoría peruanos, cubanos y colombianos, en donde prima el idioma español, en sus tonalidades sudacas y caribeñas.

Willian, de mucho más de medio siglo, era alto, delgado, bronceado y con mirada inteligente, de un azul aquavelva. Cuando compartíamos la barra, haciendo una dupla rara de bartenders «europeos», como solían llamarnos, el trabajo agotador resultaba entretenido; las largas horas, bajo el martirio de bachatas y reguetones, pasaban sin sentirlas y el frasco de las propinas rebalsaba de necesarios dólares que repartíamos half and a half , o jafanajá, como dicen los peruanos.

Aunque estaba prohibido hacerlo, William se empujaba un whisky cada entretiempo; yo lo acompañaba en el brindis con un mojito o un sex on the beach «virgin» —aterciopelados, sin alcohol—, los únicos que yo consumía por miedo a terminar en las garras de la dipsomanía, vicio que alejó a William de las aulas de la University of Miami, donde regentaba una cátedra de Literatura Inglesa.

William, como gran parte de los bartender por estos lares, era alcohólico, aunque era muy difícil notarlo, por su profesionalismo y su extraordinaria compostura. Llegaba con su mochila llena de herramientas de barman, explicando que prefería trabajar con sus propios utensilios. En realidad, dentro de sus cocteleras y dispensadores de jugos, traía licor barato que intercambiaba a medias —subrepticiamente— con las botellas de licor fino que luego se llevaba de regreso para bebérselo en su casa. Esta operación automática la realizaba en fiestas y eventos, mas no en el Studio Cubananights, la discoteca donde trabajábamos tres veces por semana, porque la vieja cubana que regentaba el lugar —bella ex prostituta, casada con el guapo policía que siempre la capturaba— ya lo había adelantado, pues tenía una habitación secreta en donde llenaba botellas vacías de finos licores con tragos de cuarta, las sellaba y las enviaba a la barra a mitad de la fiesta, cuando la gente ya no sabía lo que tomaba, dejando unas cuantas botellas originales para los clientes VIP, la policía y los inspectores municipales. Los habitués que ya se habían percatado del timo, por cariño a los simpáticos dueños del local, en vez de denunciarlos, se aseguraban tomando solo cerveza, vino y uno que otro mojito; los más acomodados sobornaban a los mozos y a los bartenders para que les consigan una botella «de la buena».

Era muy difícil notar el estado etílico de William: su perfecto equilibrio y destreza para manejarse en la barra, su simpatía con los clientes y su elegancia para preparar y servir muy buenos tragos, disfrazaban completamente cualquier tic o movimiento que pusiera al descubierto el desequilibrio de su organismo alcoholizado.

Era como si un cronista del espectáculo opinara: «A este actor, cuando está borracho, le salen muy bien los papeles de personajes ecuánimes…»

William, pese a su mórbida cirrosis hepática, desdeñaba los consejos de salud con frases como «Don’t worry, ya estoy en una edad decente para morir…» y cosas como esa, sumadas a sus digresiones sobre Camus, Nietzsche o Schopenhauer, cuando estábamos lejos de la algarabía de la barra. Era lo malo que se le podía achacar a las interesantes conversaciones con William: te hacían reflexionar mucho sobre la vida, pero a la vez te recordaban tu vida miserable y te hacían pensar seriamente en el suicidio.

Al enterarnos de su ascendencia británica, la cual era fácil de sospechar, un amigo argentino le comentó que el papá de Borges solía decir «qué se creen los ingleses, si solo son unos pobres chacareros alemanes» a lo que Willian, riendo, respondió: «y qué pueden decir de los argentinos, que son unos pobres peloteros italianos que hablan español»

Me había acostumbrado al humor inglés de William y a la condescendencia con que tomaba los exabruptos y barrabasadas del personal «de a bordo» mayormente gente inculta, de muy pocas luces y exagerado low profile, cuya agresividad verbal —y a veces física— aumentaba proporcionalmente a la presión del trabajo; pero los avances de su enfermedad empezaron a hacer estragos en la integridad de William, no solo física, sino también mental y espiritual. Vi con preocupación como empezaba a cambiar de carácter y a soltar frases, epítetos y conceptos «políticamente incorrectos» como «A estos indios no se les puede preguntar nada sin que te contesten con un acertijo que poco o nada tiene que ver con la pregunta. Cómo harán para aprenderse el menú, si no entienden ni un carajo lo que se les dice en su propio idioma» o «Este manager está lost in space, es más inservible que una negra sin culo» o «Qué culpa tengo yo de que a usted no la hayan sacado a bailar en su puta vida» como le dijo a la entrometida jefa de barras y licores de un hotel, en cuyo bar irlandés solíamos «cachuelear» (realizar trabajos temporales) y del cual, gracias a los nuevos ‘in promptus’ de William, salimos despedidos ante la queja de la jefecita de marras, que, aparte de fea, era más mala que el pisco chileno. «Usted no necesita poner cara de culo para espantarnos; con su rostro de gárgola y ese cuerpo de aborto de bruja, solo le falta desnudarse para ser la peor pesadilla de Miguel Ángel» le dijo William —sin levantar la voz ni perder la compostura— a manera de despedida.

El deterioro de William se fue haciendo cada vez más evidente, a pesar de sus esfuerzos —y de los míos— por disimularlo. Una tarde me llamó la dueña de la discoteca a su oficina y me presentó a Yuliette, una joven bartender puertorriqueña. La chica era una bomba de estrógeno. Al mirarla me sentí como el día en que vi por primera vez a María Conchita Alonso cantando ‘Acaríciame’. «Quiero que la prepares para que atienda en la barra contigo. William is out, en una semana se va» me dijo, y sus palabras me entraron al cuerpo como las balas que estuviera esperando un sentenciado, ante el paredón de fusilamiento.

«No te preocupes, comrade, ya solicité mi jubilación anticipada por motivos de salud. Me voy a leer todos los libros que tengo amontonados en mi cuarto. Diviértete con Yuliet, no creo que me extrañes, aunque espero que sí, y ten cuidado de no descuidarte mirando ese hermoso par de tetas y termines matando a alguien, confundiendo el veneno matarratas con estos licores de mierda».

Yuliette fue un éxito en la barra. Su cuerpo afro-latino-caribeño, resaltado en tops, minifaldas y mallas de iridiscentes colores, sumados a su gracia natural y a su coquetería, la volvieron la bartender favorita y más solicitada del local. Resultó ser una muy buena persona, además de agradecida. Era muy respetuosa y, para suerte mía, me trataba con más cariño que respeto; aun así, yo no dejaba de extrañar las conversaciones con William y la buena dinámica que desarrollábamos en la barra. Supe que estuvo recorriendo algunas ciudades de los Estados Unidos, visitando familiares, y que estaba a punto de regresar de un viaje a Gran Bretaña, pero, al no ser usuario —él— de las redes sociales, no me era posible ubicarlo.

Sin darme cuenta, llegué a forjar una buena amistad con Yuliette, tanta que a veces me daba hasta vergüenza cuando me pescaba admirando sus curvas y posaba a propósito exagerando su trasero y me decía «¡Ok, gánate, calentón!» y soltaba su risa de zarzuela, para alegría de todos los clientes, que aplaudían con entusiasmo estos gestos.

No pude menos que quererla cuando, viendo que su frasco de propinas estaba rebalsando de billetes, con más del doble que el mío, me propuso juntarlos y repartirnos el monto en partes iguales, como hacíamos con William, a quien recordé de inmediato; pero esta vez no era justo, la chica valía lo suyo y se lo ganaba muy bien. No le acepté el trato. A los dos días me obsequió un par de zapatillas Adidas, último modelo, para mi jogging diario, con una notita perfumada que decía To Sir with love. Kiss!

No pasó mucho tiempo hasta que la dueña del local me pidió que entrenara a Joselo, un joven cubano alto, atlético y muy bien parecido; no solo preparaba muy buenos tragos, sino que también hacía malabares con las botellas y espectáculos de barra con fuego incluido. A los dos días me enteré —por Yuliette— que era gay, pero, en estas épocas, eso ya no es un problema, por el contrario, hasta parece ser un plus… Sea como sea, mis días en la discoteca estaban contados. No tardaron ni una semana en darme el aviso. Lo increíble de la despedida fueron las lágrimas de Yuliette y el tremendo beso que me regaló. Felizmente Joselo no intentó lo mismo y, sintiéndose —sin motivo— culpable, me miró avergonzado y me dio un apretón de manos y un abrazo. Fue esa misma noche que me enteré —por el noticiero de la TV local— del hallazgo del cadáver de William, por la policía, en un suburbio de Miami.

Rodeado de botellas de vodka y un cenicero lleno de puchos de Marlboro —a lo Amy Winehouse—, en su pequeño apartamento de paredes azules, llenas de pinturas y fotos artísticas, William Pemberton Aldrich dejó este mundo en silencio, sin molestar, recostado en sus almohadas de plumas de ganso, en su cama imperial; cerca de sus manos se encontró una primera edición de Leaves of grass de Walt Whitman, una cadena de plata con una cruz celta, un billete de lotería, una pistola Walther PPK y restos de mariguana.

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit