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Un mundo raro

Después, años después, al vernos de nuevo, Daniel me contó todo. Ya lo sabía, pero para él era necesario contármelo. Nos encontramos en Mi Linda Casa Azul, ese restorán cantina freak que estaba en el Spanish Harlem. El proyecto de la cantina era México de la post-Revolución pero imaginado por un punk. Algo así como Lucha Villa meets Lucha Libre en la casa de Frida Kahlo mientras que Diego Rivera platica en la cocina con sus amigos José Alfredo Jiménez, Speedy Gonzalez, Robert Smith de The Cure y Siouxsie Sioux de Siouxie and the Banshees. A veces el ambiente parecía como sacado de un performance de Guillermo Gómez Peña, el Border Brujo. Y para esa época en que el mundo se volvía más y más terrorífico, con constante violencia de género y ataques contra comunidades étnicas, religiosas y sexuales, lugares como Mi Linda Casa Azul eran necesarios como espacios de resistencia: ofrecían un mundo raro para un mundo violento.

 Era mi lugar preferido. Obviously.

Allí tocaba una vez al mes con mi banda Las Ramonas. Nuestro sound era the Ramones en versión Tex-Mex, o sea, The Zeros meets Los Relámpagos del Norte en la casa de Los Tigres del Norte. A veces también le entrábamos al jazz, emulando a mis queridos Lounge Lizards. Incluso tuvimos la suerte de que John Lurie tocó con nosotros un par de veces, como también Marc Ribot. Todo un show, esa noche.

En fin, una noche mientras estábamos en una tocada, noté que entró Daniel. No lo había visto en años, tal vez unos trece o catorce. La última vez fue en el verano del 2004. Casi no lo reconocí. Ya no llevaba el mismo look, el look de alguien que no quería que lo vieran, alguien que llevaba una carga pesada, alguien que casi no podía con sus espectros.

Hay gente así, cargada con ecos y espectros, que está tan llena de memorias que se vive encerrada dentro de sí. Esas personas casi no pueden funcionar en público y prefieren pasar anónimamente entre la multidud. Sufren de ansiedad y sentimientos de no pertenecer. Daniel era uno de ellos, pero he conocido a muchos más. Suelen venir a mi consultorio. Algunos esperan que les de la clave para la felicidad o que les quite las penas o les ayude a bajar las voces que tienen en la cabeza. Vienen y me piden consejos.

Daniel era uno de ellos. Pero él quedó marcado en mis recuerdos, tal vez por todo lo que cargaba dentro de él, esos secretos que lo estaban ahogando.

Cuando me acerqué a saludarle, no se sorprendió de que lo reconociera. Como que me esperaba. Y su primera pregunta fue rara:

¿Cuándo empezó esta historia?

Le miré un rato hasta contestar:

Checa esto. Se puede decir que empezó esa tarde que me pasaste a ver en mi despacho. Esa vez hace años cuando llegaste con duda en la mirada. Pero eso es simplemente una manera de verlo. Se puede decir también que empezó esa mañana que despertaste junto a tu mujer y decidiste que era hora de dejarla. O empezó la noche que la conociste en una fiesta en Stanford. O quizá no tiene nada que ver con Melina, sino con esa otra chica, Carmen, la que conociste en Madrid. O tal vez tampoco allí. Aunque todos esos momentos podrían ser buenos principios, maneras para ver lo que ha pasado. Quizá empieza con el momento en que tu padre, hijo de escribano, conoce a tu madre, hija de vaqueros, en una ciudad en el estado de Zacatecas y tienen que salir, fugarse de allí para llegar primero a Tijuana y luego cruzar la frontera para terminar finalmente en el norte de California donde naciste tú. O maybe, se puede decir que esta historia empezó hace más de mil años, cuando un hombre adorado como un dios se acercó a su madre para decirle que se iba de casa. Y le dijo que se llevaba un grupo de gente hacia un sitio al sur para fundar una ciudad grande desde donde conquistarían el mundo. Y le pidió que le hiciera dos pares de huaraches. Un par para la ida, porque el camino iba a ser arduo. Sería un camino largo, de años. Llegarían a un valle sagrado donde construirán su ciudad flotante que será la más grande del mundo. ¿Y el otro? Preguntó su madre. El otro será para el regreso, contestó. Pero no volveré como me ves ahora. Vendrán otros hombres desde muy lejos. Nos desterrarán de nuestra ciudad y la cubrirán de pavimento. Y volveré. Pero no me reconocerás. Volveré desterrado, haraposo, pobre, con mis huaraches desgastados. Y detrás de mí llegarán miles como yo, caminando hacia el norte.

Pero eso, eso, quizá ya es demasiado como principio. Aquí no habrá Apocalipsis de ese tipo. Aquí no se contará de una maldición histórica como motivación de un viaje de un tipo errante. No, lo tuyo es una historia más sencilla, más común. Es de un tipo que salió de viaje.

Adelanto de la novela

 

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Muela

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