Como en las crónicas o las novelas de aventura, El imperio Oblómov comienza con un prefacio en el que el héroe anuncia los dos grandes motivos de su relato; es decir, su cultura eslava (estuve tentado de escribir maldición en lugar de cultura) y, por otro lado, su único ojo, que hace de él un cíclope, monstruoso y cómico por partes iguales. Ambas características del narrador protagonista serán retomadas una y otra vez a lo largo de la novela – que también es confesión -, pero tal vez, por ser la primera vez, es al final de dicho prefacio que el lector se encuentra con la presentación, sin concesiones ni medias tintas, de quien cuenta. Así, escribe Oblómov el Tuerto, hijo de Mamushka Oblómov y de Oblómov el Grande: “Un hombre que piensa en la raza es por lo general un hombre desgraciado. Un hombre que regresa a casa por las noches, se quita la ropa, observa en silencio su rostro y se tira a dormir con frío. Un hombre muerto. Pero un hombre que piensa en la alianza entre raza y locus es, sin dudas, una psicología especial. Un hombre que ha sido dotado para mostrarle al otro el lugar donde se puede construir algo. Y de esa construcción y ese lugar darán fe mi ojo único y todas las personas que me rodean, todas ellas también con un solo y único ojo. Un ojo-hueco. Que ¿cómo es posible esto? Empiezo a contar y ya se enterarán”. (p.9-10). Después de estas líneas, se abre el telón de la comedia de veintiún secuencias o viñetas a lo largo de las cuales se despliega la historia del cíclope, su familia y el fallido intento por elevar un imperio paneslavo.
Para que exista el imperio con el que sueña, Oblómov el Tuerto debe construir una torre donde poder recluir su deformidad, donde esconder lo feo de la sociedad; en otras palabras, vivir con otros monstruos como él, parias o aristócratas reunidos en función de sus malformaciones: “Fue precisamente en una de aquellas innumerables fugas que empecé a pensar de nuevo en la idea de la torre. Una torre alta y de hierro. Una torre donde después de un riguroso examen físicomental pudieran convivir entre libros y animales disecados un grupo de personas: cojos, enanos, sonámbulos, epilépticos, imbéciles, sifilíticos…Personas que un grupo de ayudantes o yo, con mi guante blanco y mi ojo único de cirujano – un cirujano con horror al escalpelo -, escogeríamos literalmente con una lupa y con las que no fuese problema convivir…” (p.13)”. Esta idea, diga del José Donoso de El obsceno pájaro de la noche, es para Carlos A. Aguilera una coartada narrativa, en la medida en que su realización se aplaza a lo largo de las páginas, convirtiéndose de esa forma en la excusa perfecta para que el relato se despliegue ante los ojos del lector. En ese sentido, si la torre no se construye; en cambio, sí se elabora el relato familiar, pero no cualquier tipo de relato sino uno, muy en el registro del autor cubano, en el que la familia es una fractura, una disfunción, una pesadilla de ojos abiertos.
Situándose en la intersección de la parodia del Bildungsroman y la novela histórica, la novela despliega la historia dinástica de los Oblómov, familia eslava que recorre gran parte del siglo XX a lo largo de sus seis generaciones (que van desde el Gran Oblómov hasta los diez santones). Como lector de novelas latinoamericanas, no puedo más que manifestar mi asombro frente a la manera en que Carlos A. Aguilera renueva el tópico de la familia que va desde Cien años de soledad de Gabriel García Márquez hasta La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez, por citar dos ejemplos emblemáticos y distantes en el tiempo. Ahora bien, si en los casos mencionados la familia se encuentra estrechamente vinculada con el acontecer histórico de una sociedad, en El imperio Oblómov la historia social (o la alegoría de ella) no es el motor de los acontecimientos sino el decorado para las acciones de los personajes, acciones cada cual más delirante que la precedente. Hay una especie de crispación neurótica en el relato de Carlos A. Aguilera, donde se suceden madres delirantes, padres hiperbólicos, hijos huérfanos en sus delirios, que permea hasta el lenguaje con el que está escrito.
Por eso, quiero dedicar un párrafo al estilo con el que está escrita la novela, a mi parecer uno de sus mayores aciertos. El fraseo de Carlos A. Aguilera está hecho de oraciones en las que se acumulan los verbos, lo cual desemboca en un desarrollo trepidante de la acción. En ocasiones se trata de oraciones tan largas como un párrafo en las cuales las comas separan, acumulan personajes y eventos, de pronto atraídos por una fuerza centrífuga que los reúne sin tregua ni delicadeza algunos. Los personajes de la novela están ahí para ser llevados hasta sus últimas consecuencias, con abyección y violencia. Eso explica la estética grotesca en la que se animaliza sin descanso al personal novelesco: la profesora es una marmota; el cura, una araña, etcétera. Todo esto sin olvidar el componente físico como las malformaciones, los miembros amputados o perdidos, las secreciones y las enfermedades. Tampoco los nombres que apoyan la farsa: desde Oblómov-Oblómov hasta Kiril Kirilov, nombres hechos de repeticiones propias del sainete.
Se trata de una estética del esperpento que hace recordar los tabladillos de marionetas. Sólo que estas marionetas son grotescas, criminales y eslavas (no sé en qué orden). Los personajes de Carlos A. Aguilera son hipérboles de príncipes, reyes, matronas, sacerdotes, médicos y un largo etcétera. No obstante, no son hipérboles que se cuidan en guardar un asomo de realismo o siquiera respeto, sino caricaturas que en su exageración dicen tanto de una estética como de una manera de entender el mundo. Fuera de la novela, cuando el lector ha terminado la novela, se tiene la sensación de que la vida afuera de una ficción de Aguilera es similar a estar encerrado en una serie de convenciones alienantes y sin sentido. Uno casi siente la necesidad de regresar a ese ciclo familiar donde abundan los asesinatos, y la sangre no sólo reúne sino también distancia, para entender de nuevo la existencia tal y como la delinea el escritor cubano. Pero al mismo tiempo, se siente que la novela es vacío, que las palabras que hilvanan la historia del imperio Oblómov, son pura superficie; lo cual en sí, como apuesta estética y moral si se quiera, no está mal. Sin embargo, quien lee la novela con la misma mirada con la que yo lo hice puede sentir un asomo de hastío frente a las acrobacias retóricas y el nihilismo recalcitrante con el que está escrita, pues ambos se reiteran hasta el vómito. Ahora bien, es una sensación que no me arriesgo a considerar del todo negativa pues Carlos A. Aguilera se ha situado, como un fonámbulo, en el límite exacto entre lo estimulante y aquello que de tan reiterado se gasta. Del resto, nos ocupamos los lectores.