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Un dedo en la sopa

Jaime llegó justo cuando estábamos «haciendo cola», en la tediosa fila —pegada a la pared perimetral del Jardín Botánico— para ingresar al comedor universitario de San Marcos, mirando siempre hacia arriba, porque sobre nosotros colgaban amenazantes los frutos de la Kynngeylli pinnata, famosa planta piurana, conocida como «matacojudos» porque sus frutos duros y pesados, —parecidos a un nabo, pero más grandes— solían desprenderse sin aviso y caer sobre algún cojudo que estaba desprevenido y/o leyendo un libro, y noquearlo o al menos causarle un doloroso chichón.
Jaime comenzó a bromear con su nuevo llavero de plástico que simulaba un dedo sangrante, chancado y cortado, el cual le pidieron que guardase porque no era un buen aperitivo para recordar en el almuerzo.

(A veces nos tocaba sentarnos —en las largas mesas comunales— junto a estudiantes que no guardaban los mínimos modales, comiendo sin cubiertos, masticando con la boca abierta y haciendo ruidos francamente asquerosos, por lo cual nos veíamos obligados a fingir que éramos estudiantes de medicina y conversar en voz alta sobre nuestras operaciones más sangrientas y purulentas, casi siempre a viejitas muy deterioradas, con el fin de que a los maleducados les diera asco y se cambiaran de mesa y así pudiéramos comer dignamente. Nunca fallaba).

Esa tarde se sentó con nosotros Monche, un compañero provinciano especialmente neurótico, quien no soportaba ni el vuelo de un mosquito y menos la cercanía de una mosca; todo le molestaba y todo le daba asco, así que empezó su charla amenazándonos con denunciarnos al CDLDLC (Comité de Lucha de los Comensales) si seguíamos con nuestra práctica de narrar nuestras sucias operaciones desde nuestro anfiteatro imaginario.
Jaime, molesto por la agresividad de Monche, empezó a decirme —por joderlo— que a él también le molestaba tocar esos temas y que además le daba miedo seguir comiendo allí, porque habían rumores de que cuando faltaba carne, los cocineros iban a la Morgue vecina a ver qué encontraban para completar el menú.
Monche miró a Jaime con desprecio y amenazó con llamar a su amigo Ceroni (presidente del CDLDLC) y hacerlo botar del comedor por intrigante y cochino.

A los pocos minutos entraba Ceroni, con un grupo de estudiantes comunistas de las más gordas y feas, y Monche, bromista, volteó para gritarles «¡SE SALIÓ EL MAR…!
Justo en ese momento de descuido y aprovechando la carcajada general, Jaime desconectó el dedo plástico de su llavero y lo metió subrepticiamente entre los fideos de la sopa de Monche.

Los que estábamos frente a ellos y nos dimos cuenta de la maniobra, hacíamos esfuerzos para lucir serenos y aguantar la risa cada vez que Monche sacaba de su tazón una cucharada de sopa, tratando de adivinar en qué momento saldría el dedo…

Fue a la cuarta cucharada —que Monche se iba a meter a la boca— cuando se dio cuenta de que la cuchara llevaba una presa extraña. Apartó los fideos con el cuchillo y luego, pálido como teta de monja, respiró profundo, con cierta dificultad, soltó la cuchara y lanzó —en medio de arcadas— un alarido frenético que dejó mudo al comedor:
—¡AAAAAAHHHG, UN DEDO… PUTA MADRE, UN DEDO… EN MI SOPA, COCHINOS DE MIERDA, UN DEDO HUMANO, BESTIAS, MALDITOS COCINEROS, MATARIFES HIJOS DE PUTA Y LA…!

Monche no paraba, tomaba aire y retomaba la gritadera, cada vez más procaz. Ceroni se acercó a nosotros, vio el dedo sangriento en la sopa, medio tapado por los fideos, y, de inmediato, se subió a la mesa y empezó una arenga en contra del rector, del gobierno y del sistema educativo peruano… «¡Compañeros… esto es inaudito, compañeros… unámonos en la lucha, compañeros… unidos venceremos, llamemos a los medios, compañeros, compañeros, compañeros, etc, etc, etc. , compañeros…!»

Los compañeros, todos, dejaron de comer y alejaron la bandeja del almuerzo. Algunos la tiraban al piso, otros más avezados, se las arrojaban a los pobres cocineros. La cosa se puso tan brava, que ninguno de nosotros, los de la mesa de Monche, nos atrevimos a decir que solo era un juguete de plástico, que todo fue una broma; más bien nos levantamos en silencio y, apenas llegamos a la puerta de salida, arrancamos a correr hacia la avenida Grau y nos subimos al primer ómnibus que llegó al paradero.
Queríamos reírnos, pero no pudimos…

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