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Trump en tus pesadillas

TOPSHOT – US President Donald Trump listens to a speaker during the daily briefing on the novel coronavirus, which causes COVID-19, in the Brady Briefing Room of the White House on April 23, 2020, in Washington, DC. (Photo by MANDEL NGAN / AFP) (Photo by MANDEL NGAN/AFP via Getty Images)

Confieso que no me ha pillado por sorpresa que el hooligan Donald Trump haya ganado estas controvertidas elecciones de Estados Unidos porque el candidato republicano conectaba a la perfección con esa Norteamérica profunda, inculta, machista y ultranacionalista en su campaña llamativa que buscó, un día sí y otro también, los titulares en la prensa con sus salidas de tono propias de un reality show. El Donald Trump con dotes de showman, sin ninguna experiencia política, ha derrotado a la política profesional Hillary Clinton, y ése es un dato a tener muy en cuenta.

Para esa América, que es la que detesto, la de la política y comida basura, la del despilfarro y consumismo desaforado, la que condena el sexo, hipócritamente (Trump se lanza sobre las mujeres, que, para él, son perras en celo; el ya presidente tiene en su haber un largo historial como acosador sexual), y glorifica la violencia (el candidato llego a hacer un llamamiento a las armas, en un guiño a la Asociación Nacional del Rifle, para detener la carrera de su oponente política),Trump es uno de los suyos, como lo fue en su momento George W. Bush, el tipo que leía libros al revés, o Sarah Palin, la candidata que nunca viajaba ni leía y tenía problemas para situar países en el mapa.

El magnate yanqui de flequillo dorado es un tipo duro y lenguaraz, con maneras de camionero maleducado, que dijo siempre lo que pensaba sin cortarse un pelo, pasó olímpicamente de lo políticamente correcto (Qué asquerosa es esta tía, llegó a decir en un debate con Hillary Clinton), pero parecía tener un halo de sinceridad en cada una de las atrocidades que salían de su boca y eso le ha granjeado simpatías. Como el italiano Silvio Berlusconi, otro empresario que saltó a la política, se rodea de estupendas mujeres florero (su esposa Melania será la única primera dama de EE.UU que haya posado desnuda, aunque ya todas sus fotos aparecen pixeladas o se han cubierto con tiras negras y pezoneras sus pechos), que parecen salidas de los desplegables de la revista Playboy, para completar esa imagen básica de triunfador. En el lado opuesto, la contención de Hillary Clinton, Lady Caos, política profesional cuya carrera ha terminado, con un historial muy cuestionado (no se opuso a la invasión de Irak; tuvo responsabilidades en el desastre de Libia; arrastra una imagen de corrupción) que no ha podido movilizar a su favor, ni siquiera, a las minorías ofendidas por su rival ni a las mujeres (Susan Sarandon le dijo que no iba a votar con su vagina, una clara referencia a que ella no era su candidata), porque millones de ellas han votado al cuestionado líder republicano que las ve como perras en celo, ni a los jóvenes a los que ha decepcionado. Bernie Sanders, su rival en el Partido Demócrata, la opción progresista de cambio real que tuvo el valor de declararse socialista, fue ninguneado por la candidata y sus seguidores se han quedado en casa pasando del mal menor.

Difícilmente podrá cumplir Donald Trump, que va moderando su discurso hasta convertirlo en institucional y aséptico, con dos de sus propuestas más llamativas, la de expulsar a esos once millones de ilegales, a los que hará la vida imposible para que ellos mismos tomen las maletas y se marchen del paraíso americano, y la de levantar ese enorme muro y que lo pague México, que, en realidad, ya existe, porque otros lo hicieron sin vocearlo. En Europa también sabemos mucho de muros y emigrantes. Lo que resulta más descorazonador es que buena parte de los latinos, los que están legalmente en el país, hayan votado al impresentable candidato en una muestra de insolidaridad hacia los suyos que no debería extrañarnos en un país que fomenta el individualismo extremo y que cada uno luche exclusivamente por su parcela. ¿Solidaridad? No está en mi diccionario esa palabra.

El Donald Trump bocazas posiblemente no sea tan letal como lo ha sido para la humanidad Lyndon B. Johnson y Richard Nixon, responsables de la guerra de Vietnam, o George W. Bush y el nefasto Trío de las Azores, responsables de la inestabilidad de medio mundo, la destrucción de Oriente Medio y con cientos de miles de muertos en su haber; no va a embarcarse en guerras como la de Irak o Afganistán, porque promete cerrar su país a aventuras exteriores, lo que va a irritar al todopoderoso lobby armamentístico; se va a concentrar en una política proteccionista en la que su principal enemigo va a ser China; y va a intentar reconstruir el tejido productivo que, con la globalización, se ha desintegrado. Donald Trump ha tenido la habilidad de convertirse en el alarido de esa América profunda y blanca, empobrecida brutalmente, de la que se habían olvidado anteriores presidentes.

Donald Trump es un empresario, nada modélico (se ha arruinado varias veces y ha resucitado de sus cenizas como Ícaro), y qué mejor para ese país, que en realidad no es país sino un negocio, como dijo Brad Pitt en la película Mátalos suavemente, que un magnate multimillonario para regirlo como si fuera una empresa con sus pérdidas y beneficios. Donald Trump evidencia lo que viene sucediendo en el mundo en las últimas décadas, que la clase política, tal como se entendía, con su cada vez más leve ideología (aquí, en España, tenemos la vergonzosa deriva del PSOE hacia la derecha, facilitando el gobierno de la nación al PP) es ya perfectamente prescindible e irrelevante y el capitalismo ya no necesita intermediarios.

La única virtud que tiene Donald Trump es que vocea a gritos lo que otros políticos callan pero hacen, que es un tipo que no oculta su pensamiento fascistoide como sí hacen otros. Tan incomprensible es para una mentalidad progresista que este multimillonario,  con su discurso xenófobo, reaccionario y machista, al que siempre reproché su pésimo gusto arquitectónico (la repugnante Torre Trump con sus paneles de oro es él en rascacielos) que devaluaba la ciudad de Nueva York, haya llegado a la presidencia de Estados Unidos como que Mariano Rajoy, en España, siga siendo presidente. Los americanos y los españoles así lo quieren, pues adelante, son las reglas del juego y cada país tiene a los gobernantes que se merece y sus ciudadanos son responsables de lo que hagan al haberlos elegido. ¿Es la democracia un sistema perfecto en una sociedad mundial profundamente desigual? Evidentemente no. Recordemos, y no es una cuestión baladí, que Adolf Hitler también llegó al poder por las urnas.

 

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