Marina Perezagua.
Colección Absurdia. 2013.
Decía Graham Greene, sobre Patricia Highsmith, que miraba a sus personajes como una araña mira a sus presas. En el caso de Marina Perezagua (Sevilla, 1978), podríamos dar una vuelta de tuerca más a ese símil, describir un extraterrestre que abduce a sujetos de estudio, pone a prueba sus constantes vitales hasta que las quiebra y les introduce humillantes sondas incluso por los poros de la piel. Resistencia, al fin y al cabo, constituye la palabra clave del título Tríptico de la resistencia. Pero no resistencia política ni social. No, señor. Nos referimos a una resistencia previa.
Este Tríptico de la resistencia (ácido, ingenioso, terrible) se compone de tres perturbadores relatos que indagan en la vida humana desde su punto de vista más biológico, más animal. Es decir, la vida humana como conjunto de tejidos y órganos en funcionamiento. La vida humana como diminuto segmento del proceso de selección natural. La vida humana como concepto decisivamente influido por el instinto de conservación y por la necesidad de perpetuarse. Máquinas de carne que no quieren extinguirse. En esta propuesta, la muerte es el fracaso. El fin del sentido. Una muerte es una aberración evolutiva, una decepción para el colectivo de la especie al que pertenecemos. Por tanto, antes que la muerte, cualquier cosa.
Y cualquier cosa significa cualquier cosa:
En Fredo y la máquina, una mujer en coma, que aún conserva la capacidad de escuchar, comprender y razonar, quiere vivir. Sí, quiere vivir, al contrario de lo que ocurre en tantas otras manidas historias. Quiere vivir bajo cualquier circunstancia. Su máximo miedo radica en que se apiaden de ella y decidan desconectarla.
Un solo hombre solo no trata únicamente de un reo que lamenta su próxima muerte, (la cual enfrenta sedado, sin heroísmos, sin romanticismos, sin moralismos), sino también de toda una interminable cadena de ancestros (desde el Paleolítico) que fracasarán sin saberlo al verse su descendencia interrumpida con la ejecución. Toda una rama evolutiva desvaneciéndose ante unos mililitros de cloruro de potasio.
Y en Leche, un padre lucha contra la extinción de su hijo de una forma similar a como su madre lucho por él: rompiendo lo establecido y acometiendo actos que se considerarían monstruosos en circunstancias normales, con tal de que no pasen hambre.
De la vivisección de estos tres personajes emerge cierto sentido del humor cruel. Un humor necesario, que actúa como coraza ante la verosimilitud de lo que se narra.
No hay espacio para valores exclusivamente humanos en los incisivos cuentos de Perezagua, la cual se convierte en mera observadora, suspendiendo todo juicio moral. La dignidad es un lastre. El estado fisiológico al que llamamos vida es lo primero. Aquí radica la originalidad de la propuesta. Que el ser humano aún no ha podido trascender a su condición objetiva: que somos átomos de carbono combinados. Que la selección natural funciona como catalizador ético cuando el contexto es el habitual (sanciona lo que se opone a la manada); pero que nos obliga a actuar de manera mucho más sorprendente y ajena cuando ese contexto se contamina de circunstancias adversas.
El resultado es de una incorrección política abrumadora; vitalista, sí, pero de un vitalismo inquietante para quien no sepa descifrarlo. No espere filosofía de mercadillo, ni tampoco existencialismo adolescente. Que somos lo que somos. Que, si nos cortan, sangramos. Y, si no nos cortan, no sangramos.