No creo en las casualidades, sí en las causalidades. A pocos días de producirse la moción de censura triunfante que ha llevado a la oposición al Partido Popular por un cúmulo de actividades delictivas que hacían insoportable su permanencia al frente del gobierno de España, el líder de la formación Unidos Podemos, Pablo Iglesias, pedía al entonces ministro de interior, Juan Ignacio Zoido, la retirada de la medalla al mérito policial que ostenta un célebre y siniestro torturador del franquismo, Antonio González Pacheco, más conocido por el sobrenombre de Billy el Niño. La petición no prosperó, entre otras cosas porque el PP nunca ha renegado abiertamente de su pasado franquista, y el líder del partido Ciudadanos, Albert Rivera, en un gesto de desprecio democrático que lo retrata, se rió abiertamente de la iniciativa del líder de Unidos Podemos y de sus lágrimas.
Hay en España quien se empeña en reescribir la historia a través de la posverdad, ese eufemismo moderno que encubre la mentira, y hay, por fortuna, quienes defienden como algo sagrado la memoria. Como los negacionistas del Holocausto, los exégetas del franquismo retuercen tanto el pasado de modo que presentan ese alzamiento militar contra la legalidad institucional, ese golpe de estado cruento apoyado por la Italia fascista y la Alemania nazi, e ignorado por el resto de Europa, como algo beneficioso y necesario ante el estado de anarquía imperante durante la Segunda República. Frente al desorden libertario, la dictadura de la muerte, la ablación del intelecto y el liberticidio. Y lo hacen con tal vesania que presentan a los defensores del orden republicano y constitucional, que fue derrotado por la violencia en una guerra que costó un millón de muertos, cientos de miles de fusilados en las cunetas y otros tantos en el exilio, como si ellos fueran los golpistas.
A Zoido le quedaban tres noches como ministro de Interior y él no lo sabía, así es que desperdició una ocasión para tener un último gesto que lo honrara al frente de un ministerio que recordaba al que había cuarenta años atrás. Si estamos en la política de gestos, y los gestos son tan importantes en la política, una de las primeras medidas que debería tomar el nuevo ministro de Interior del gobierno socialista sería retirarle la medalla a ese cobarde y brutal torturador llamado Billy el Niño que pasea su geta por las calles de Madrid impunemente.
No es casual, o sí, que en esos precisos momentos en que todo eso sucedía (la polémica con Billy el Niño y la moción de censura de la dignidad), me encontrara leyendo uno de esos libros demoledores que el escritor valenciano Alfons Cervera regala a sus lectores con esa mezcla de lirismo y vehemencia que caracteriza toda su extraordinaria literatura. La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona se titula esa novela tan breve como contundente que publica Piel de Zapa y no va, aunque también, del conjunto de Liverpool que inexplicablemente pinchó en su primer y único concierto en España, sino del contexto político que envolvió ese evento singular. Y allí, en el contexto sórdido, fuera de esa plaza de toros en la que actuaba el conjunto británico, estaba Billy el Niño, el cobarde, el violento, golpeando a sus víctimas en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, hundiéndoles la cabeza en bañeras de heces fecales, colgándolos de las tuberías por los pulgares y apagando los cigarrillos en su piel. Dos músicas. La de los chicos de los flequillos y la de los alaridos de dolor que salían de los calabozos policiales. Lejos aún de ese destino, aquella ruidosa fiesta de humillación y desaliento. La sangre que se mezcla con el agua de la bañera antes de una nueva inmersión que ya no sientes, que no te ahoga porque es como si estuvieras muerto y los muertos ya no sienten nada, ni el ahogo ni nada. Ese tipejo despreciable llamado Antonio González Pacheco es el que tiene esa medalla al mérito policial concedida por Rodolfo Martín Villa que el exministro Zoido se negó a retirar.
La tortura es una de las prácticas más execrables de los sistemas políticos totalitarios de izquierdas y derechas y tiene como finalidad quebrar al oponente político mediante un dolor físico insoportable y una vejación sistemática, y lo ejercen con impunidad algunos países que se proclaman democráticos pese a que la incluyen como delito: la nefasta administración Bush la aplicó sistemáticamente en su enloquecida cruzada contra el Eje del Mal y al actual inquilino de la Casa Blanca le parece legítimo emplearla contra los enemigos de Estados Unidos; el gobierno socialista del español Felipe González encubrió a los GAL y ascendió al torturador Rodríguez Galindo, el carnicero de Intxaurrondo, a general. Algunos de los peones de las dictaduras sanguinarias han adquirido cierta notoriedad por lo aplicados que eran en el desempeño de sus atroces funciones. Los verdugos, durante el nazismo, podían contarse a miles y una ínfima parte de ellos fueron castigados porque no había cárceles suficientes para albergarlos y colgarlos a todos hubiera supuesto despoblar Alemania. Mucho más reciente en el tiempo, al Ángel de la Muerte, el cobarde capitán de fragata argentino Alfredo Astiz, culpable de secuestros, violaciones y asesinatos en la ESMA, le rompieron unas cuantas veces la cara en las calles y restaurantes al ser reconocido, para que su faz estuviera a la altura de su alma si es que la tenía ese desalmado asesino, antes de ser detenido y condenado a cadena perpetua en una sentencia ejemplar contra los torturadores de la Junta Militar Argentina.
No conozco, por fortuna, a Billy el Niño, pero sí a otros policías franquistas que no pagaron sus culpas gracias a la tan celebrada Transición Democrática Española. Uno de esos tipos era José Olmedo, comisario de la generación de los Creix y Conesa, los tipos duros de la temible Brigada Político Social. Lo recuerdo paseándose con su aire chulesco, calva avanzada, gabardina, habano en boca y gafas de sol por el patio de la Universidad Central rodeado por su guardia pretoriana, deteniendo a compañeros, arrancando los carteles informativos y disolviendo asambleas. Sencillamente insultaba con la expresión de su cara. No le alcanzó ningún adoquín. Nos falló la puntería. Aún hay tiempo.
Que un tipo como Antonio González Pacheco se siga paseando por las calles de España y no haya sido desposeído de esa medalla es un insulto a la dignidad democrática de este país y a las víctimas incontables de sus acciones deleznables. Alguna de ellas podría tener la tentación de machacarlo con sus puños si se cruza con ese sádico que disfrutaba infligiendo dolor a sus víctimas y le decía a Lidia Falcón, mientras le aporreaba el vientre Así no tendrás más hijos, puta, así es que lo más prudente sería retirar de la circulación a ese sujeto además de desposeerle de esa condecoración que es una afrenta para el Cuerpo Nacional de Policía.