En la Navidad de 2011, sospeché que ya había fallecido. Que solo quedaba su hijo, quien cuidaba de ella, él ya anciano de por sí también, con los achaques propios de la vejez pero sin mayores contratiempos.
Cuando no recibí postal de él ese año, ni el siguiente, traté de enclaustrar mi duda en alguna esquina apartada de mi mente.
Mis padres, compartiendo la misma preocupación, y en un viaje que hicieron a Puerto Rico en estos días, hallaron la verdad. Tanto Julia como su hijo William habían fallecido, no muy lejos en tiempo uno del otro, y su casa había pasado de ser recuerdo de nuestra historia familiar, a una ruina nostálgica más del pasado.
De cierta forma, un paralelismo a lo que está viviendo esa isla que no ha logrado reponerse de la recesión, donde la emigración parece ser la única salida, y cuyos políticos tocan el violín mientras arde todo a su alrededor.
No siempre fue así. Hubo épocas de pujanza económica y desarrollo.
A principios de la década de los 60 en Alemania, mi madre estadounidense, Ann, dejó la Fuerza Aérea para casarse en Puerto Rico con mi padre, Carlos, entonces en el Ejército de Estados Unidos y radicado en ese país europeo también. Una vez en el Caribe, ella comenzaría su carrera como maestra y tendría dos hijos.
Siendo yo muy pequeño, mis padres se mudaron a un sector de la capital, San Juan, llamado Cupey. Allí, en el reparto de El Señorial, compraron una casa en una calle que, al contrario de las calles de tantos suburbios en Estados Unidos, con rotulaciones que se identifican con árboles, flores, o simplemente números, llevaba por nombre Eugenio d’Ors, en honor a un escritor, ensayista, crítico de arte, periodista y filósofo catalán poco recordado.
A un lado de nuestra casa de estilo modernista, en concreto, con techo plano y pisos de terrazzo, hoy considerada retro, vivían doña Julia, su esposo Basilio (Chilo), y su hijo William.
Julia demostró que, así como no todas las madres son buenas, también hay madrastras de oro. Ella amó a los hijos de su esposo como si fueran de ella, y me atrevería a decir que ese amor fue mutuo y correspondido.
Mi madre, “la americana”, era mucho más joven que Julia. Casi pudo haber sido su hija. Y pronto una amistad se fue forjando, que se convirtió en unos lazos cuasi-familiares cuando yo de chiquillo comenzaba a pasar mucho tiempo en la casa de la vecina. Ella me vio crecer, y yo la vi envejecer.
Julia era una mujer de poca instrucción académica pero mucho corazón, una noble inocencia que pocas veces he visto en un ser humano, una fe ciega en Dios, y una carcajada particular que animaba todo su rostro.
Yo podía ir todos los días a verla y hablar con ella y siempre me recibía con galletas o jugo o leche. Nos sentábamos en mecedoras en el patio cubierto de su residencia, y conversábamos, o veíamos televisión, hasta que me iba o me buscaba alguno de mis padres. Ellos sabían que con esa familia, yo estaba como en casa.
La mamá
Su madre, Francisca, una anciana de piel tostada y el cabello más blanco que jamás vi, vivía en una humilde casita de madera en el pueblo de Arecibo, justo al lado de un sembradío de piñas, y en ocasiones la buscaban para que se quedara un tiempo con Julia. Su risa retumbaba más que la de su hija o de cualquier otra persona; sus palabras se habían anclado en los finales del siglo XIX y principios del XX; y su acento pertenecía a una era ya extinta.
Sin motivaciones politicopartidistas, Doña Pancha, como la llamaban todos, era lo más pro-americano que se puede haber sido sin conocer este país. Y ello se debió a una razón ignorada, desconocida, o convenientemente tapada por políticos, historiadores y estudiosos de la materia: que la población de Puerto Rico vivía en la más apabullante miseria cuando pasó de España a Estados Unidos con la Guerra Hispanoamericana de 1898.
Para la entonces niña, que vio como entraron las tropas estadounidenses al país, esos soldados que aplacaron el hambre representaron la esperanza de una mejor vida.
Como transfiriendo ese agradecimiento a nosotros, Doña Pancha quedó maravillada desde la primera vez que me vio a mí y a mi hermano menor Carlos. Para ella, éramos “los americanitos”, y se llenaba de júbilo al compartir con estos niñitos, aún cuando hubiera una diferencia de décadas.
Por eso resonó en mí una historia que este verano se propagó por las redes sociales y en los medios de noticias sobre un niño de tres años en Farmington, Minnesota, llamado Emmett, y el vecino con el que entabló una profunda amistad: Erling, de 90 años, veterano de la Segunda Guerra Mundial.
Su relación tocó una fibra en este mundo tan ávido de buenas noticias, desesperado por no sucumbir al pesimismo apocalíptico que parece devorarlo todo. La amistad de Emmett hizo que sus padres se aventuraran también a estrecharle la mano a este vecino, héroe descartado como tantos otros, y a entablar una relación cálida con él.
Para Erling, la amistad renovó su espíritu de vida, y demostró a todos que, a fin de cuentas, siempre llevamos un niño en nuestro interior, no importa la edad. Desgraciadamente, luego de un año de ser mentor y compañero de aventuras del pequeño, la familia de Emmett ha tenido que mudarse a otro pueblo, y el antiguo militar ingresará junto a su esposa enferma a un hogar para ancianos.
Cuando mi familia se fue de Puerto Rico a finales de los 80, dejamos atrás con gran pesar a Julia y a los suyos, unidos por el mismo vínculo inexplicable que funde a extraños como Emmett y Erling y los entrelaza de por vida, aunque nunca más se vuelvan a ver.
A Julia la vi por última vez hace unos tres años. Estaba delgada, pero su carcajada y buena disposición seguían ahí. Lo triste fue que no me reconoció. El mal de Alzheimer le había robado todos sus recuerdos. La cinta estaba borrada.
La noticia de la muerte de Julia, y la de su hijo William, apagan un poco más la luz de mi infancia y niñez. Quienes hemos tenido la suerte de encontrar a una Julia en nuestras vidas, sabemos que, cuando estas personas desaparecen, desaparecen con ellas los tiempos en los que todo nos parecía posible. Porque, de cierta forma, contribuyeron a que así fuera.