Pasando la alfombra roja de una fiesta privada en Londres, en 2012, la Academia estadounidense de Artes y Ciencias rindió honor a Pedro Almodóvar. Los actores Rossy de Palma, Leonor Watling y Javier Cámaras exaltaban su dirección, mientras que los iconoclastas Jean-Paul Gaultier (el exdirector creativo de Hermès) y Stephen Frears (el director de My Beautiful Laundrette y High Fidelity) elogiaban al español por su espíritu transgresivo e inventivo.
No obstante, el cumplido más conmovedor vino de alguien ausente el día de su homenaje, Quentin Tarantino. La de Almodóvar, decía, es una única obra digna de emular; con la suya es con la que se debe competir; y, como se ve en este video, termina él transmitiendo su admiración por el cineasta español, con sinceridad: “I love you, Pedro”.
Para alguien que ama el arte y la belleza en todas sus formas, este vínculo entre los dos directores kitsch será obvia. Pero para otros no. Ninguno de los directores se cierra en una sola tradición filmográfica y por ende es difícil de clasificar a los dos bajo una categoría. Pues, pregunto, ¿qué relación tienen Tarantino y Almodóvar?
Quentin Tarantino nació en Tennessee, en 1963. A los cuatro años él y su familia se trasladaron a California. No fue a la universidad, pero trabajó como catalogador de películas en un videoclub, el Nostromo. Miraba con obsesión el cine japonés y el italiano, y su película favorita sería Abbott and Costello Meet Frankenstein, una comedia-horror de 1948. Esta pulpa de géneros y obsesión cinematográfico otorgarían al joven cineasta la licencia para combinar el Western con el Eastern en Kill Bill, el Romance con lo criminal en Natural Born Killers, y el Noir con el cine de guerra en Inglourious Basterds. El propósito de todo este entretenimiento detonante y heterogéneo lo declara el mismo director, cuando proclama: “I want to be the conductor and you’re my orquestra”. Es decir, quiere convertir a los espectadores en una sinfonía de emociones.
Pedro Almodóvar comparte la misma aspiración, pero a través de un cúmulo de sentimientos, a una orgía de colores y un desfile de personajes inéditos. Nació en 1949, en un pueblo de la Mancha, y se mudó a Madrid a los diecinueve. Sobrevivió vendiendo artículos usados ??en un mercado de pulgas llamado El Rastro. No pudo estudiar cine formalmente, dada su situación económica; por cierto, aunque hubiera querido, la diversidad de escuelas de cine ya había disminuido casi al cero, gracias al pesadísimo Paquito del No-Do. Pese a la represión, el joven se volvió íntimamente familiarizado con las vanguardias artísticas del siglo XX en España y tomó inspiración de su entorno. En 1980, el año en que comenzó “la movida madrileña”, Almodóvar lanzó su primer largometraje, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Se constata aquí su ingeniosidad técnica, en tanto que grabó la película con cinta de dieciséis milímetros y luego, para su estreno, la amplió a treinta y cinco milímetros. Siete años después, él y su hermano Agustín establecerían una compañía de producción, nombrada “El Deseo”, en referencia a una línea de García Lorca: “Cuando aprendí a guiarme por el deseo / aprendí a vivir”. Y así nació “el fenómeno Almodóvar”.
Parecería, entonces, que uno de los lazos entre Tarantino y Almodóvar es su alta celebridad. Pero no lo creo. A mi ver, el honor que Tarantino confiere a Almodóvar se debe a una conexión más profunda. Para mí, se sobreponen en la selección de protagonistas femeninas fuertes, un lenguaje cinematográfico compartido y, claramente, su predilección para combinar géneros.
Tanto Almodóvar como Tarantino desarrollaron papeles que han inmortalizado a sus actrices en nuestro imaginario. Pienso en Jackie Brown, en Mallory Knox, en la novia de Bill. Pienso en Todo sobre mi madre, en Volver, en Mujeres al borde de un ataque de nervios. Generalmente empiezan débiles, pero experimentan una transformación mental y física, mientras buscan una libertad que casi siempre consiguen.
En cuanto el lenguaje cinematográfico, la metáfora de “lenguaje” es apropiada en cuanto implica una transferencia de códigos de una generación a la próxima (imitando, por ejemplo, ciertos ángulos de tomas o esquemas de colores que transmiten las mismas ideas a través del tiempo). Estos directores reconocen a sus antepasados en cómo prestan, roban o se inspiran por ellos. A ellos se les concede impunidad, porque escriben con “consciencia de la tradición”, en el sentido que T.S. Eliot le da en su ensayo “La tradición y el talento individual”: conocen el pasado, trabajan en el presente y entienden que dejarán obra para el futuro. En la primera página de los guiones de Tarantino, por ejemplo, frecuentemente se lee una lista de otros directores que informan la nueva película, sea con una escena, un personaje o un cierto aire estético. Almodóvar, por su parte, crea la misma sensación de claustrofobia para Carmen Maura en ¡Qué he hecho yo para merecer esto! que Godard creó para Marina Vlady, con esos marcos dentro de los marcos de la película francesa Dos o tres cosas que yo sé de ella. También las monjas de Entre tinieblas confunden los rituales de adoración con un sadomasoquismo perverso, que recuerda a las monjas de Buñuel. Y el psicodrama y la ensoñación de Almodóvar nos muestra a un director firmemente parado sobre los hombros de Alfred Hitchcock, cuando, por ejemplo, pone un jamón en mano de Carmen Maura en Qué he hecho yo para merecer esto, al igual que se le da una pierna de cordero a Barbara Bel Geddes en el episodio de Alfred Hitchcock Presents, “Lamb to the Slaughter”.
Por otro lado, no falta más que ver sus películas para notar la hibridación de géneros. A fin de cuentas, se trata de eso, de mirar, de gozar, de saborear esos gazpachos que preparan los directores. Si Tarantino admira a Almodóvar, no será sólo por razones críticas. Será porque sus películas son buenísimas, al menos para los millones de espectadores que vuelven a mirar sus películas una y otra vez, como estos dos expertos, incrustados en la tradición, que comparten la admiración mutua.