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Tijeritas

—¿Papá, por qué no quieres volver a Cuba?

—Yo nunca he dicho nunca.

—Pero no has ido ni una vez desde que te fuiste, hace veinte años.

—No, no he ido.

—¿No quieres ver a tu abuelita?

—Sí, sí quiero verla.

—¿Y por qué no vas?

—Porque no puedo.

—¿No te dejan?

—No sé, no he probado a querer ir.

—Anda, prueba, y me llevas contigo.

—No quiero ir.

—¿Por qué?

—Porque tengo muchos malos recuerdos de Cuba.

—¿Te daban golpes?

—No, yo me fui a tu misma edad, a los 6 años. Era muy chiquito para que me dieran.

—¿Quién?

—Nadie, ¿por qué no hablamos de otra cosa?

—Es que yo quiero conocer a mi abuelo y a la bisabuelita.

—Yo lo sé, pero…

—¿Qué te hicieron en Cuba, papá?

—No me hicieron nada… bueno, sí, sí me hicieron… pero para qué te voy a contar…

—Cuéntame papá, ¿por qué quieres ir y no quieres ir?

—Yo sí quiero ir a ver a mi familia, pero hay algo, algo que no me deja.

—¿Algo como una mano gigante que te hala?

—No, no una mano, es más como un hueco negro en el medio del pecho, así.

—Déjame verlo.

—No, no, no es de verdad, tontita.

—Ah, es un hueco de mentira, pero que se siente de verdad.

—Oye, pero qué inteligente tú eres.

—Es que salí a ti.

—¡Que no te oiga tu mamá, que se pone celosa!

—¿Y con qué te hicieron el hueco?

—Con una tijeras.

—¿Con una tijerotas de jardinero?

—No, con unas tijeritas pequeñas de las que usa mamá para cortarse las cutículas.

—¡Oh! Cuéntame, papá.

—Yo estaba en primer grado. Y en Cuba los niños tienen que ponerse uniforme para ir a la escuela.

—Igual que aquí.

—Sí, igual. Pero yo solo tenía un uniforme.

—¿Uno solo?

—Sí, y lo cuidaba mucho porque si lo tenían que lavar todos los días se gastaba rápido.

—¿Y era bonito?

—Pues no estaba mal. Tenía un pantalón corto rojo vino, una camisa blanca y una pañoleta azul que me ponía en el cuello.

—¿Qué es una pañoleta?

—Es como un pañuelo en forma de triángulo. A ver, déjame que busque. ¡Mira esta foto! ¿Me ves?

—¡Sí, papá, y este ese Mayito, tu amigo!

—Sí, somos amigos desde chiquititos.

—La pañoleta es bonita.

—Sí, a mí me gustaba mucho y me la ponía con mucho orgullo, porque quería decir que pronto sabría leer y escribir bien.

—¿Y se gastaba también?

—No mucho, porque era de un material que se llama poliéster, que dura más. Pero yo la cuidaba igual. Hasta le había hecho un pasador de vinilo para que se viera mejor. ¿Lo ves aquí?

—Sí, es como un tubito, ¿eso lo hiciste tú solo?

—Mi maestra me ayudó a hacerlo.

—¿Cómo era tu maestra?

—Yo tenía una maestra buenísima que era muy amable y dulce y nos enseñaba música, las letras y los números. Se llamaba María Cepa Pita.

—¿María hace papitas?

—¡Así mismo! Mira que eres ocurrente, yo no me había dado cuenta de cómo se oía el nombre.

—¿Y qué pasó después?

—Ella a veces me regalaba parte de su merienda y me peinaba con sus dedos.

—Sí, tú siempre tienes el pelo parado, papá.

—Exacto, ella me peinaba y me hacía cosquillas. Era buena con todos, pero yo era su favorito porque siempre estaba haciendo preguntas cómicas.

—Sí, papá, tú eres el más súper cómico. ¿Y qué pasó después?

—Pasó que mi mamá y mi papá se quisieron ir de Cuba y venir a vivir aquí.

—¿Por qué?

—No les gustaba vivir en Cuba.

—¿No les gustaba? ¿Por qué?

—Porque pensaban que el gobierno trataba mal a la gente.

—Oh, ¿como Casimiro, que siempre dice malas palabras y empuja a todo el mundo?

—Sí, como Casimiro.

—Ya. Yo también me hubiera ido. ¿Y qué pasó después?

—Pues que en aquellos tiempos era mal visto que te quisieras ir de Cuba.

—¿Y por qué? ¿Uno no puede ir a vivir adonde le de la gana?

—Sí, aquí uno puede, pero en Cuba no, te miraban mal.

—¿Cómo mal?

—Como cuando te cuelas en la cola de la merienda.

—Ah, ya. ¡Uy, qué mal!

—Pues sí, en la escuela se enteraron que mi familia se iba de Cuba y que yo me iba con ellos.

—¡Oh! ¿Y qué pasó después?

—Pues nada, que un día llegué a la escuela y mi maestra linda me tomó de la mano y me llevó frente a todas las clases, que estaban formadas en fila en el patio para el matutino.

—¿Toda la escuela? ¿Todos los grados? ¿Qué es matutino?

—Era una actividad que se hacía por las mañanas antes de entrar a clases.

—Ah…entonces…

—Entones la maestra me miró con cara de otra persona.

—¿Era ella?

—Era ella, pero me miraba como si no me conociera, como si yo fuera transparente.

—¡Oh, qué miedo!

—Sí, yo también tuve mucho miedo.

—¿Y qué pasó?

—Empezó a decir que yo y mi familia nos íbamos de Cuba, que éramos unos traidores.

—¿Traidores?

—Sí, y yo no entendía nada, porque yo no había traicionado a nadie.

—¿Y se lo dijiste?

—Sí, se lo dije y traté de abrazarla, pero ella me empujó un poquito y no quiso oír.

—¿Qué dijo?

—Dijo que como yo era un traidor, igual que mi familia, no tenía derecho a llevar pañoleta. Y me la quitó.

—¡Te quitó tu pañoleta! ¿La que tanto te gustaba?

—Sí, me quitó el cilindrito de vinilo que me había ayudado a hacer, lo tiró al piso y me quitó la pañoleta.

—¿Y tú lloraste?

—No, no lloré, estaba muy sorprendido y no sabía qué hacer, así que traté de irme de allí. Pero ella me haló por el brazo y no me dejó.

—Oh, ¿pero se había vuelto loca?

—Sí, parece.

—¿Y después qué te pasó, papito?

—Después sacó unas tijeras de esas de cortar el pelo y trató de cortar mi pañoleta, pero las tijeras no tenían filo.

—¡Qué bueno!

—Sí, y nadie tenía tijeras en la escuela, así que trató de rasgarla con las manos, pero la pañoleta se resistió a que la rompieran.

—¿Se enojó?

—Sí, la maestra se enojó muchísimo.

—No, la pañoleta se enojó más, papá.

—Pero no sirvió de nada.

—¿No?

—No, la maestra se acordó de que tenía las tijeritas de cortarse las uñas en su bolso. Así que le dio mi brazo a la directora de la escuela y fue a  buscarlas.

—¿La directora? ¿Y cómo era ella?

—No me acuerdo de su cara. Pero sí de la de mi maestra buena.

—Maestra mala.

—Regresó con las tijeritas y empezó a cortar mi pañoleta en pedacitos muy pequeños.

—¿Y tú no lloraste?

—Sí, claro que lloré y miraba a mis amigos y ellos no me miraban de la pena. Y otros que ni me conocían me gritaban ¡Gusanito! ¡Escoria! ¡Vete, traidor!

—¡Qué horrible, papito!

—Sí, pero tú no tienes que llorar, que yo pasé todo eso para que tú no tuvieras que vivirlo, mi amor.

—¿Y la pañoleta?

—La pañoleta se quedó hecha pedacitos en el piso del patio de la escuela.

—¿Y qué pasó después?

—Nada, después no pasó nada.

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