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Técnicas de iluminación de Eloy Tizón o la traducción de la experiencia en diez cuentos inevitables

 

eloy tizonNo recuerdo cómo llegué a Técnicas de iluminación del escritor español Eloy Tizón (1964). No recuerdo si fue por la recomendación de un amigo, las ganas de leer narrativa española contemporánea – uno de mis vacíos pues antes voy a inclinarme por leer autores franceses o alemanes -, o bien si fue por ese tipo de azares, que en el fondo no tienen nada de casuales, que tanto fascinaran a Julio Cortázar. Después de la lectura de Técnicas de iluminación, libro en el que el fantasma del autor argentino se deja entrever, estoy seguro de que su autor se decantaría por esta última opción. Pero en verdad no importa tanto la forma en que llegué a dicho libro como la experiencia de lector que me entregó. El comentario de un libro y la traducción tienen algo en común: el fracaso al cual están condenados. Me explico mejor. Si la traducción busca restituir un sentido en un nuevo idioma, sabiendo de antemano que existen expresiones, sin contar con el ritmo, la prosodia, la eufonía de la lengua, que no aceptan otra cosa que una adaptación, el comentario busca reconstituir una experiencia singular a cada libro y momento de lectura. Sin embargo, sobre todo cuando se trata de libros como Técnicas de iluminación, toda palabra parece perder velocidad, toda idea parece simplificar a su mínima expresión la riqueza de la propuesta literaria del autor, en este caso Eloy Tizón. Por eso, el comentario literario debe renunciar de antemano a transmitir lo vivido por el lector – para eso está el libro – y apuntar más bien a dar cuenta de algunos elementos que busquen generar interés en los potenciales lectores.

Lo curioso es que, si continuamos con este paralelo, cuando se trata de Técnicas de iluminación la escritura misma es traducción de algo. Al menos eso es lo que nos deja intuir uno de los pasajes del cuento “Los horarios cambiados”: “Porque escribir, pensaba yo, es estar más despierto de lo normal. Un espasmo de lucidez recorre todo, nos sacude el sistema nervioso con una sobrecarga de vitalidad, de plenitud, de audacia, de algún modo hay que canalizar toda esa energía dispersa y un tanto alucinógena que desborda la conciencia. De la euforia molecular hasta el folio. Entran ganas de cantar, de bailar, de recibir una bofetada o un electroshock. En lugar de eso, volcamos toda esa actividad frenética hacia adentro y nos contentamos con enfilar, con gran aplomo, un signo negro tras otro” (p.72). Entre la percepción, múltiple, exaltada, abundante de la realidad y su paso hacia la letra – signo negro tras otro – ocurre algo, una forma de desgaste, un inicio de derrota. La conciencia de esto no empuja al personaje (y con él al autor) al silencio sino que, por el contrario, le conmina a buscar la forma que mejor traduzca la experiencia. Ésta última, en los cuentos de Tizón, es antes que nada el recuerdo de lo vivido, sea esto una relación amorosa, un encuentro con alguien o un evento que marca a fuego la memoria.

Compuesto de diez cuentos, escritos a lo largo de varios años, el libro Técnicas de iluminación plantea una diversidad bastante rica de temas. Es curioso, por eso, que el conjunto no genere la sensación de una curso dispar o confuso de textos sino todo lo contrario. Una coherencia sutil reúne los cuentos del libro, les entrega un sentido colectivo, sin desnaturalizar la esencia de cada uno. Esta coherencia es la que entrega el recuerdo, en cualquiera de las situaciones en las que aparece. En Técnicas de iluminación los personajes se deciden a recordar y, mediante el recuerdo, recuperar el pasado, pero no tanto para explicárselo como para darle forma verbal. El contar de los narradores en primera persona debe ser entendido como la necesidad de rodear con las palabras una experiencia indecible, aunque determinante, tal y como se formula en el cuento con el que se abre el libro, “Merecía ser domingo”: “Ella llevaba puesta una gorra y el sol daba en su pelo. No me preguntes cómo, pero así era. Yo seguía sin encontrar la Palabra. La Palabra era importante y yo no sabía encontrarla o se me escurría entre los labios. Me faltaba práctica, en suma. La Palabra tenía sabor pero había que saber morderla y extraer todo su jugo, y no era fácil, no era fácil, yo no sabía” (p.27). El cuento mencionado, uno de los más logrados del libro, desarrolla por etapas la vida de un individuo, sus amores, su matrimonio, su existencia familiar; en suma, una vida como la de cualquier otro pero distinta desde el mismo momento en el que, como se desprende de la cita, se siente incapaz de extraer de ella, mediante la memoria, lo único que vale la pena. Así, cabría preguntarse cuál es el sentido definitivo de recordar si es que no se puede, por medio del lenguaje convertido en literatura, extraer el sabor (por retomar la imagen utilizada) de lo vivido.

La dirección hacia la cual debemos apuntar una respuesta nos es sugerida en los dos primeros cuentos (umbrales que es necesario atravesar para entender su propuesta estética), mucho más especulativos y cargados de imágenes que el resto del conjunto. Esto no quiere decir que en los demás no se manifieste dicha dirección; al contrario, puesto que en ellos, pese a que se refuerce el elemento narrativo, se desprende en filigrana cierta postura estética y ética reincidente. Pensemos en el caso de otro cuento, el titulado “Alrededor de la boda”, una ficción donde un grupo de amigos viaja para asistir al matrimonio de una de sus condiscípulas universitarias. Retomo un fragmento: “En nuestras cabezas brincaban las sílabas de Portugal, Portugal doblado en tres pliegues igual que una carta que un transeúnte llevaba en la mano (¿el destino?) para depositar en el buzón más próximo, porque lo importante no era alojarse en, ni llegar a, ni estar en ningún lado, sino prolongar el viaje un poco más para mantenerse siempre en vilo, sin mirar atrás”. (p.99). Como vemos, en las palabras del narrador personaje, lo importante no es el desplazamiento físico o emocional por el destino o el objetivo, sino por el movimiento en sí. En el caso de esa otra forma de desplazamiento que es la memoria ocurre lo mismo puesto que no se recuerda, al menos no en los cuentos de Eloy Tizón, para recuperar el bien perdido; se recuerda porque los vericuetos de la memoria anudan esa tensión que es cualquier subjetividad. Así, se desprende una potente manera de entender la literatura como una actividad que no lleva a nada que no sea darle forma a lo vivido, rodear con las palabras ese misterio sin respuesta que es existir.

Es necesario subrayar, por si no quedó claro, que la literatura de Eloy Tizón no es intransitiva con la realidad, no se encierra en sí misma, buscando reivindicar una especificidad, un coto vedado a algo que no sea más que lenguaje. Me parece que el acercamiento del autor al idioma es el de un niño que se divierte con las palabras como si recién las descubriera, como si aún no tuviera encima años de educación aprovechados con aplicación en olvidar lo esencial; es decir, el poder lúdico, transgresor y subversivo del lenguaje. Sus imágenes, originales, cada cual más desopilante que la precedente, desbordan los márgenes del libro, fagocitan las convenciones, abren brechas luminosas. El saber retórico que muestra Eloy Tizón es rico en toda clase de imágenes que van de la metáforas a las sinestesias, pasando por las hipálages (acaso las más abundantes) y las alegorías. La cantidad de figuras e imágenes que afloran por el texto es el síntoma de una necesidad de reinventar el mundo y, en el acto, restituir su verdadera naturaleza, la falta de sentido primordial que tienen nuestros actos, lo convencional, por lo tanto absurdo, de nuestros movimientos. De ahí lo afirmado por el narrador de “Fotosíntesis”: “El niño es la tumba del pájaro. Todas las llaves, todas, las acuña Belcebú. Cuando uno nace el mundo está a medio hacer y cuando uno lo abandona seguirá poco más o menos lo mismo. Nada funciona como es debido, pero es que nada tampoco ha llegado a fastidiarme de manera concluyente. Así hasta la extenuación o el infarto. Hasta la siguiente parada. No hay prisa” (p.12). Vista con el prisma literario, la existencia es vista de manera más clara, los gestos pierden sus justificaciones o excusas, por lo tanto, ya no tienen más significado que el entregado por la mirada que los desnuda antes de volverlos a vestir con las palabras.

En lo que respecta a los ecos de otros autores en la literatura de Eloy Tizón, es necesario afirmar que no son tanto ibéricos como extranjeros. Podemos decir, ya cuando se trata del autor, que su literatura es la expresión de esa extraterritorialidad que parece haber buscado como lector. El hecho de que en Técnicas de iluminación aparezcan nombres como Simone Weil, Robert Walser, Marcel Proust, Charles Dickens, Fiodor Dostoyevski, entre muchos otros, debe ser interpretado, no tanto como la cita culta o el guiño literario, sino más bien como el justo e imaginativo homenaje de un autor a quienes lo formaron. A diferencia de otros autores españoles, encerrados en su tradición y en el lenguaje que ésta propone, en ocasiones bastante asfixiante si lo comparamos con otras tradiciones literarias, Eloy Tizón busca sus referentes en otros idiomas, en otras literaturas. Como es evidente, esto hace de él un caso excepcional dentro de la literatura española y lo acerca a latinoamericanos como Julio Cortázar, Martín Adán o Clarice Lispector, todos ellos niños visionarios, ebrios de imágenes. Se trata de un nuevo desplazamiento, el del autor que hunde las raíces de sus palabras en una tierra más vasta y sin fronteras. Así, me parece justo considerar a Eloy Tizón como un escritor que no piensa en aduanas, fichas de identidad, cuando se trata de literatura. Antes bien, el español ha sabido constituirse una tradición única que, al haberlo formado como escritor, legitima el salto de acróbata que realiza en cada uno de sus cuentos.

Debo confesar que es el primer libro que leo de Eloy Tizón. Con anterioridad ha publicado novelas como Seda salvaje (1995), Labia (2001), La voz cantante (2004) y libros de relatos como Velocidad de los jardines (1992) y Parpadeos (2006). La exigua producción del autor, a contracorriente de la necesidad de publicar constantemente, se me antoja una apuesta de largo aliento, en la cual los sucesivos libros que da a conocer manifiestan un compromiso vital con la literatura. Desde hacía mucho tiempo no me había ocurrido cruzarme con un libro que, pese a haber sido publicado hace un parpadeo, no me diera esa sensación de ser un clásico. Cuando digo clásico no me refiero a viejo prematuro, a cansado o vetusto, sino más bien a eternamente joven. Estoy seguro, sin necesidad de ser una pitonisa, de que Técnicas de iluminación será leído por las generaciones futuras con la misma vehemencia con la que nosotros, los lectores de nuestro tiempo, lo hemos hecho. Por eso, me alegra mucho que sea un escritor que puedo leer en su idioma original, ese español con el que escribe y al cual rejuvenece con un estilo y un lenguaje únicos, ese idioma – el suyo, el nuestro – que pareciera constituir un sólido territorio imaginario, un espacio de libertad, aunque no de evasión frente a crisis y tensiones permanentes tanto de un lado como del otro del Atlántico. Lúdico, sorprendente, sin concesiones a nada que no sea la literatura, como apuesta estética pero también como postura vital, Técnicas de iluminación es un libro que me apresuro a releer antes de recomendar a mis amigos, pese a que mis palabras – otra vez – vayan menos ágiles que las ficciones de Eloy Tizón.

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