Las luces fluorescentes del baño público emitían sobre mi el mismo verdor moribundo que tiene la tez de aquel que lleva días, quizás semanas, muerto. Mientras me lavaba la cara, traté de darle un sentido concreto a la emoción que llevaba atornillada en el pecho. Levanté los ojos, y al verme al espejo sobre el lava manos, emulé la tierna sonrisa cadavérica de uno de los personajes principales: el fallecido.
Acababa de ver algo perturbador y hermoso al mismo tiempo. La película había comenzado con un modesto público presente, que a lo largo de los primeros minutos se fue retirando de la sala, dejándonos a unos pocos a la aventura entre un náufrago suicida y el cadáver flatulento que descubre descompuesto a la orilla de la playa. Sería justo argumentar que gracias al descaro de ‘Daniels’ (Daniel Scheinert y Daniel Kwan), autores celebrados por sus videos musicales; y realizadores en conjunto de este, su primer filme en cuestión, se le haya rociado gasolina al establishment de las carteleras actuales. Todo, en el nombre por mantener al séptimo arte, excepcional.
Los primeros minutos ponen a prueba la tolerancia de la audiencia. Hank descubre que los pedos que expide el cadáver de Manny podrían provocar una propulsión a chorro, necesaria para escapar de aquella isla desierta. Entre gritos de desesperación y alegría, Hank monta a Manny a toda velocidad al estilo de un jet-ski humano, penetrando cada vez más la inmensidad del océano con la esperanza de encontrar tierra firme y así escapar de una muerte segura. El título de la obra invade el centro de la pantalla Swiss Army Man, y es magistralmente protagonizada por Paul Dano, (There will be blood, Little Miss Sunshine, Where the wild things are) y Daniel Radcliffe, (Harry Potter, Kill your darlings, Horns). Solo se necesita un poco de fe y curiosidad de parte del espectador para arribar hasta los créditos finales; y ciertamente vale la pena hacerlo, porque la obra nos transporta por el sendero de un impresionante storytelling cinemático, utilizando como premisa un precioso tributo a la amistad; y con el objetivo de cumplir una misión que parece imposible… no dejar de existir.
Este trabajo fílmico corre constantemente el riesgo de irse por el desbarrancadero del mal gusto, de ser asquerosamente profano y de ser un tributo al mal celuloide, pero la película nunca colapsa. Todo lo contrario: con una suave danza entre la historia, las interpretaciones, la fotografía y la música, llegamos a disfrutar como a lo largo de la aventura la relación entre Hank y Manny se va fortaleciendo. Hank descubre que el cadáver de su nuevo compañero funciona como una navaja suiza humana, utilizando sus brazos para cortar troncos, su estómago como depósito de agua fresca, su boca como metralleta, sus pedos para encender fogatas. Sin embargo, es en las conversaciones delirantes que ambos sostienen, es donde logramos «re-conectarnos» con la razón de estar vivos.
Si tan solo los fariseos de la academia le apostaran una nominación a esta película, (ya con todas las características para convertirse en una obra de culto), y con esto ofrecerles un chance al mainstream, sería como dinamitar con la imaginación los cimientos de una industria que lleva años asfixiando las butacas con contenido hueco. Swiss Army Man es una película que lo ofrece todo, de unos creadores que prometen ofrecer aún mucho más: la promesa de una irreverente resurrección de este medio en América del Norte.
Ya fuera del baño, me percato que no hay nadie en el cine. Solo se escucha un hilo musical diminuto, esa pieza de Brian Eno, ‘An Ending (Ascent)’. Me siento por unos instantes sobre la alfombra que se extiende hacia los interminables pasillos abandonados, y que hacen del lugar una estación fantasma de sueños, de imágenes que parpadean disparadas desde un proyector hacia la pantalla, en cada sala, todas vacías. Una secuencia de afiches que promueven las próximas películas decoran la salida con una melancolía terrible.
Las escaleras mecánicas siguen funcionando y es porque de seguro vive y respira un monstruo debajo de ellas. La puertas de vidrio se abren y se cierran solas, como poseídas por un caballero cortés. ¿Qué sucedería en el cerebro de Lynch al exponerse a una escena como esa? No hay nadie vivo, solo algunos escasos zombies recorriendo el estacionamiento, consumidos por sus móviles. Se me ocurre que en estos tiempos de desconexión severa entre nosotros, lo más sensato para ‘rebutear’ el alma, para reiniciar la capacidad de asombro, es tener un cadáver multi-uso a nuestro lado.