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Su lucha

En su Diccionario de las artes, Félix de Azúa utiliza una historia para ilustrar la categoría “artista”. Recurre a una anécdota, la de los judíos que eran transportados en largos trenes de mercancías hasta los campos de concentración del Tercer Reich. Los viajeros forzosos se organizaban en aquellos compartimentos opacos, sin ventanas, para que uno de ellos pudiera llegar hasta lo más alto del vagón. Allí había unas rendijas que permitían ver el exterior. El elegido narraba el trayecto. Solo aquellos que capturaban la atención de los demás con su narración permanecían en esa posición de privilegio. Azúa compara a estos elegidos con el concepto de artista, con la función del artista en la sociedad.

Es importante retener esta imagen a la hora de valorar la producción desde la literatura del yo que está teniendo lugar en este momento. De la misma forma que no se puede hablar de ese tipo de literatura en 2018 sin hablar de Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968), el escritor noruego que, en 2009, a sus cuarenta años recién cumplidos, decidió poner negro sobre blanco toda su vida en una autobiografía en seis volúmenes que abarca más de tres mil páginas, y que ha recorrido con un éxito prodigioso las audiencias literarias mundiales, aunque con una recepción no exenta de polémica.

El recurso fundamental que utiliza Knausgård es el no recurso. No hay máscaras tras las que esconderse. El autor se presenta al lector exponiendo su intimidad de forma peligrosa, presentando sus amores y desamores, sus borracheras, sus actitudes, su vida familiar y, sobre todo, la conflictiva relación con su padre. Todo ello le ha granjeado una serie de quejas públicas —de su primera mujer, de otros escritores— y alguna demanda judicial —de la familia de su padre—, además de un éxito literario sin precedentes para un autor noruego. Ha vendido casi medio millón de ejemplares de la primera entrega de su lucha: La muerte del padre, en un país de cinco millones de habitantes. Aunque se vendieron poco más de treinta mil ejemplares en EEUU, un país donde el consumo de libros es elevado, ha conseguido la admiración de nombres tan destacados como Zadie Smith, Jeffrey Eugenides o Jonathan Franzen. Sus obras se han traducido con notable resonancia a varios idiomas, en castellano en Anagrama, que el mes que viene publicará la sexta y última entrega, la que más relaciona la polémica cita que titula la saga con el escrito histórico de Hitler.

Pero una obra tan extensa que se publica en tan poco tiempo —el escritor necesitó tan solo de dos años, escribiendo más de diez, a veces hasta veinte páginas al día— también ha encontrado detractores. A partir de la metodología del autor, resulta evidente que se trata de una prosa sencilla, que solo por momentos brilla con comparaciones poéticas del tipo:

“Lo que yo percibía de las habitaciones era lo muerto, lo que se me resistía, y no como la muerte en el sentido de vida que se interrumpe, sino como ausencia, de la misma manera que la vida está ausente de una piedra, un vaso de agua, un libro. La presencia de nuestro gato Mefisto no era lo bastante fuerte como para reprimir este aspecto de las habitaciones, yo sólo veía el gato en la habitación vacía, pero si entraba algún ser humano, aunque sólo fuera un bebé, eso desaparecía. Mi padre llenaba las habitaciones de desasosiego, mi madre las llenaba de dulzura, paciencia, melancolía, y, a veces, cuando volvía muy cansada de trabajar, también de una suave y sin embargo notable subcorriente de irritabilidad. Per, que jamás pasaba de la entrada, la llenaba de alegría, ilusión y sumisión. Jan Vidar, que hasta ahora era el único de fuera de la familia que había entrado en mi habitación, la llenaba de terquedad, ambición y camaradería. Lo interesante surgía cuando había varias personas juntas, porque no cabía más que una, máximo dos huellas de voluntades en una habitación, y no siempre la más fuerte era la que más se notaba. La sumisión de Per, por ejemplo, la cortesía que mostraba hacia las personas adultas, resultaba a veces más fuerte que ese carácter lobuno de mi padre” (La muerte del padre, pp. 121-122).

También es lógico que apenas haya trama en la historia normal de un hombre normal, tal como la ha definido el propio autor. Pero eso conlleva monotonía. Algunos lectores desengañados se han quejado del aburrimiento que les provoca la lectura de las obras del noruego. Sin embargo, ¿se puede considerar que la escritura de Knausgård es un bluf? ¿No se encuentra ningún tipo valor literarios en su literatura?

Para responder a estas preguntas solo puedo echar mano de mi experiencia lectora, como el autor noruego echa mano de su experiencia vivida para escribir sus libros. Debo decir que la primera entrega de la serie me pareció difícil. Cuesta entrar en un libro que empieza reflexionando sobre la muerte en la sociedad contemporánea para pasar de un salto a algunas vivencias infantiles del autor. Ese es el volumen en que a este lector le queda la impresión de la aburrida existencia de Knausgård, sobre todo, en el fragmento en el que narra su primera borrachera, un fin de año. ¿Quién no ha pasado por lo mismo? ¿Es ese un acto existencial heroico que merezca una narración? Sin embargo, la segunda parte, donde narra el descenso a los infiernos del padre, muerto por una complicación médica tras unos años de absoluta dejadez etílica, junto a la dramática decadencia de la abuela paterna, da algunas pistas del estructurado plan que el escritor noruego tiene y anima a continuar la lectura.

Por suerte para este lector, la segunda entrega es completamente distinta. Empieza con un ritmo endiablado en el que se observan desde primera fila las vivencias de un matrimonio con tres hijos en sus vacaciones. Es una escena sencilla pero no exenta de las tensiones en las que se reflejan la ansiedad, la rabia y el resentimiento de la vida cotidiana. Cualquier padre se vería reflejado en ese extenso pasaje. En el tercero de los libros, Knausgård se sumerge en su infancia y en la desgarradora existencia con un padre maltratador. Para las siguientes entregas, el autor evoca su experiencia como docente en el norte de Noruega con apenas dieciocho años —la cuarta— y deja sus inicios como escritor para la quinta.

De todas las posibles virtudes literarias de la autobiografía de Knausgård, yo resaltaría la planificación que desarrolla a lo largo de ella. Ese plan mental que mencioné previamente. El autor elije los recuerdos de forma que acaban convirtiendo los textos en novelas. Y estructura los volúmenes de manera que hasta que la persona lectora no está bien entrada en la mitad de la saga, no descubre el grado de crueldad que el autor sufrió de su padre. Con anterioridad apenas ha ido dejando adelantos. No debe ser fácil cuando estás contando tu vida de corrido. Has de tenerlo todo ya muy claro en tu cerebro. También resaltaría la construcción de los personajes, en especial, la del padre, que no solo protagoniza la primera entrega con su muerte y la tercera con las palizas de la infancia, sino que aparece desde distintos prismas en todos los libros. Es así como el autor nos da una visión poliédrica de un personaje fascinante pero terrible, un ser que se consume en una agonía que se sintetiza en la rigidez y la arbitrariedad durante la infancia y adolescencia del narrador, para pasar a atenuarla mediante la autodestrucción a partir de la separación de su mujer y el posterior compromiso con el alcoholismo pasados los 40 años. Se trata de una respuesta individualizada a lo insoportable de la existencia que el autor solo describe sin entrar en juicios más profundos en una narrativa que, por otra parte, está plagada de juicios.

La obra de Knausgård es un reflejo de la reacción social que, ante el simulacro de ficción que parece querer copar la realidad, ha empezado a emerger en la literatura y entre los lectores. Es un hecho del que ya advertíael escritor Miguel Ángel Hernández a raíz de su reseña sobre la última novela de Delphine de Vigan: Basada en hechos reales, que abunda en este debate, una realidad que en su momento me pasó desapercibida a la hora de valorarLa mala sangre, la novela de Gabriel Goldberg, escritor argentino radicado en Miami, que es otro gran exponente de esa literatura. Otra cosa es que esa narración “auténtica” lleve a la monotonía y, en el caso de Knausgård, esté escrita con una sencillez que no será del gusto de los lectores estilísticamente más exigentes.

En conclusión, lo que más me gusta de Mi luchano es la voz del narrador, sino la mirada a través de la cual nos presenta una vida particular, que todos sabemos que se inspiran en la realidad sin ambages. Esa mirada entronca con el valor estético más reseñable: la capacidad de elevar esa monotonía a un nivel superior, tal como hace el narrador de la anécdota de Félix de Azúa, el hombre que va camino de su holocausto, pero es capaz de narrar de forma poética aquello que pasa por delante de sus ojos.

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