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¿Sería tan amable de mostrarme el libro más grande que tenga?

 

“En la Florida empecé a escribir otra vez en verso”
Juan Ramón Jiménez

Hábito miamense: Añorar la vida cultural de la gran ciudad, los museos, las obras de teatro, las conversaciones interesantes; maldecir la frivolidad.

Hábito de gran ciudad: Querer vivir en una ciudad pequeña frente al mar.

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Llegué a Miami en 1999, en plena euforia punto com. Vine como la mayoría de la gente, buscando fortuna; en mi caso, con un proyecto fantástico en todos los sentidos de la palabra: una librería por Internet para América Latina. La Miami que me recibió era lo contrario de Londres, la ciudad dónde había vivido los años anteriores; Miami era una ciudad joven, llena de luz y oportunidades, que había dispuesto recibirme por la puerta grande. A la librería le fue muy bien al principio. Conseguimos dinero con facilidad y en cuestión de meses abrimos operaciones en siete países de Latinoamérica. Hasta llegué a ser millonario, o por lo menos eso creía cuando sacaba la cuenta de lo que los inversionistas habían pagado por participaciones similares a la mía. Renté un apartamento en el corazón de South Beach con la habitación más amplia que he tenido en mi vida y un estudio donde comencé a armar una biblioteca con libros que obtenía a precio de mayorista. Irune, mi esposa, se empleó en un conglomerado de canales de televisión cerca del apartamento y se sentía a gusto con su trabajo, al que iba todas las mañanas en bicicleta (no sé puede ser más bucólico que eso). Para completar, muchos de mis amigos de Caracas se habían mudado a la ciudad aprovechando la bonanza de Internet. En esa época mi vocación literaria no era más que una fantasía que cultivaba en secreto y que consistía en comenzar y abandonar proyectos compulsivamente.

A finales del año dos mil todo cambió. La burbuja de las punto com explotó y mi librería panamericana se esfumó de un momento a otro. Miami, que me había recibido tan bien, comenzó a mostrar su lado cruel. Muchos de mis amigos también perdieron sus trabajos y algunos abandonaron la ciudad. Las cuentas se comenzaron a acumular a una velocidad vertiginosa y comencé a asumir mi desempleo como un estigma. Recuerdo que pensé que podía aprovechar el momento para escribir y compré un pizarrón para trazar la estructura de una novela que pretendía combinar “la saga de las punto com” con una historia apocalíptica. Fracasé estrepitosamente en el intento, entre otras cosas porque no tenía la menor idea de lo que quería escribir y porque la ansiedad del desempleo me consumía. Arrancaba mis días trabajando en “la novela” y en cuestión de minutos terminaba reescribiendo mi currículo y postulándome para empleos a diestra y siniestra. Tuve la suerte, mala o buena, de conseguir trabajo relativamente rápido; un trabajo de oficina, con horario, seguro médico y sueldo fijo, en una corporación a la que le terminaría dedicando ocho años de mi vida. Curiosamente, fue allí, en ese sitio árido y gris, donde finalmente habría de asumir mi vocación literaria.
En el 2003 nació Nahia, mi primera hija y nos mudamos a un apartamento un poco más al Norte, en un barrio más familiar, pero cerca de la playa. Por segunda vez, e impulsado por esa energía felina que infunde la paternidad, me dispuse a escribir esa novela que ya me estaba pensando no haber escrito. Esta vez la premisa consistía en soltar un hombre esencialmente bueno en el mundo contemporáneo y ver qué pasaba. Recuerdo la sensación de estar comenzando una obra trascendente, llena de fuerza; era como si estuviera a punto de manejar un carro deportivo nuevo: me imaginaba la vía, las paradas, la música sonando a todo meter; hasta me veía jugando con la mano y el viento en la ventana; pero cuando por fin me disponía a prender la máquina no pasaba absolutamente nada.

A Nahia, le siguió Eneko, y con él otra sucesión de intentos fallidos por escribir. Durante esos años exploré todos los géneros posibles: poesía, ensayo, novela corta, memorias, hasta sonetos creo traté de escribir; pero sin excepción alguna, cuando los leía encontraba textos vacíos que me llenaban de vergüenza y terminaba borrando de la computadora. Creo que si juntara todo que escribí esos años terminaría con un volumen enorme e incomprensible de primeras páginas.

Un día, al regresar de un viaje de trabajo a San Pablo, un oficial de emigración me retuvo en el “cuartico” del aeropuerto, un sitio que tiene más de cárcel que de sala de espera, con sus respectivos oficiales armados cuidándolo a uno y pocetas de metal en los baños. Tenían sospechas sobre la legitimidad de mi pasaporte y lo debían someter a una serie de pruebas. Por un momento pensé que me iban a meter preso y sentí toda la fragilidad de mi condición de inmigrante. Un error burocrático podía costarme la libertad. Así de débil era mi situación en los Estados Unidos. Me soltaron después de dos horas sin darme explicaciones. Cuando por fin llegué a casa encontré el apartamento vacío; Irune estaba en el trabajo y los niños en la guardería, y decidí salir a trotar a la playa para despejarme. Era una mañana hermosa, con un cielo abierto y una temperatura fresca, inusual en la ciudad, como de veinte grados centígrados. Recuerdo que troté pensando en San Pablo -estaba más congestionada y sucia que nunca-, en lo violento que era; en Caracas, que es como un San Pablo miniatura; en la posibilidad de mudarme a otra ciudad, de volver a Europa, o explorar la costa Oeste de los Estados Unidos, y sobre todo en mi empeño en escribir una novela que, al ritmo que iba, nunca iba a escribir. Cuando llegué al rompeolas que marca la mitad de mi ruta, me distraje viendo los edificios frente al mar y pensando en sus habitantes. Probablemente tenía hambre, porque los imaginé desayunando cruasanes remojados con café mientras leían sus periódicos y se quejaban de la ciudad. Entonces me di cuenta de que Miami estaba habitada por miles de personas como yo, que habían llegado por accidente y se habían quedado sin darse cuenta; ciudadanos negados a aceptar su ciudad, que de alguna manera era lo mismo que no aceptarse a ellos mismos. Esa revelación, simplona, pedestre, me armó de calma y de alguna manera me volvió a congraciar con la ciudad, con mi vida de oficinista y hasta con mi carrera literaria frustrada. Si no escribía nada, pues igual nadie me estaba esperando. Regresé trotando más rápido que nunca, como si me hubiera quitado diez kilos de encima. Fue entonces, mientras terminaba mi rutina de ejercicios estirando los músculos a la orilla de la playa, que el cielo de Miami me reveló la imagen que eventualmente se convertiría en el germen de mi primera novela y que, en ese momento, consideré un augurio: cientos de zamuros volando plácidamente a una altura inconcebible.

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En Miami suceden cosas extrañas, como mi encuentro con Bolaño. El encuentro tuvo lugar en una piscina pública, un día de verano. Yo acababa de terminar mi sesión semanal de nado libre, pero había tanta humedad que podía distinguir las gotas de sudor de las del agua de la piscina sobre mi cuerpo. Estaba agotado, listo para la ducha cuando me fijé en el salvavidas; un tipo largo y pálido, con lentes delgados, escasos rulos y cara de codo. Me llamó la atención un personaje tan fuera de lugar y me acerqué a verlo. Fumaba compulsivamente, a pesar de estar en una piscina pública, pero no olía a nicotina, sino a protector solar. Cómo no quería espantarlo lo abordé con mesura, como si fuera normal hablar con un muerto. Aunque dejé de fumar hace muchos años, le pedí un cigarrillo, que me regaló con gusto, y le pregunté por qué estaba allí y no en una biblioteca, que es dónde deberían aparecer los fantasmas de los escritores. Me dijo que no tenía la menor idea, pero que quizás tenía que ver con el hecho de que estaba dedicado a las historias, que al final del día son lo que sostiene a la literatura, pero inmediatamente comenzó a argumentar lo contrario, que lo importante era el estilo y que en el fondo siempre quiso escribir una novela sin tema, que se sostuviera a punta de palabras. Le pregunté si todavía escribía y me dijo que sí, que lo hacía cuando nadie lo veía, y que cómo estaba muerto se hacía invisible cuando le daba la gana. Le pedí que me diera algunas ideas (no me atreví a pedirle que me dictara unas líneas). Sonrió y me dijo que lo tenía vedado. “El problema no son las ideas, las ideas sobran y se le ocurren a cualquier idiota, lo importante es escribir y eso no se enseña, eso se hace. Lo mejor de todo, Camilo, es que ahora que estoy muerto y mis textos se hacen éter, he aprendido a escribir por el acto en sí”. Le comenté que mi amigo Marcos una vez insinuó que él se había dejado morir para alimentar su mito. Se sintió ofendido, me habló de sus hijos y se le aguaron los ojos. Entonces le di las gracias por sus libros, por lo cercano que habían sido, por las puertas que me habían abierto y el coraje que me habían infundido. Eso lo contentó mucho.

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Cada vez que me visita un familiar o un amigo de Venezuela se pasa horas echando cuentos de violencia como si se tratara de un ritual de bienvenida. Primero habla de nuevas modalidades de crímenes, luego narra historias de conocidos secuestrados, o de un vecino muy querido que molieron a golpes y cuando por fin me transfiere los nervios dice, como si nada, que vino a Miami precisamente para no pensar en esas cosas.

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A Miami vinieron a vender la Odalisca de Matisse que se robaron del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Recuerdo ese cuadro con mucho cariño. Debe haber sido el primer Matisse que vi en mi vida; toda una revelación: la economía de los trazos, los colores, la sensualidad, el pantalón rojo. Verlo de niño me ayudó a entender las posibilidades del arte. Dicen que los ladrones trajeron el lienzo enrollado en un tubo como si fuera un afiche y que trataron de vendérselo en el lobby de un hotel en la playa a un policía encubierto. Cien mil dólares le pidieron. Me pregunto dónde estará guardado ahora y si por lo menos se dignaron a desenrollarlo. Probablemente esté metido en un galpón secreto del FBI donde pasará años hasta que lo metan en una caja y se lo manden a los mismos tipos que se la robaron.

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Admiro a los escritores que asumen su vocación con dedicación absoluta, como si fueran monjes de la palabra, incapaces de comprometer su arte por un trabajo alimenticio; escritores que nunca se vendrían a vivir a una ciudad como Miami.

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Dickens necesitaba estar en Londres para escribir sobre Londres. Joyce tuvo que irse de Irlanda para escribir la gran novela de Dublín. La memoria es portátil.

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Leo Intriga en el Car Wash de Salvador Fleján, un cuento trágico disfrazado de comedia. Creo que Salvador lo escribió en Caracas con la cabeza en Boca Ratón, ¿o habrá sido al revés?

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Romances de Coral Gables por Juan Ramón Giménez ¡Qué título tan improbable!

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Hace un par de semanas me estaba tomando un café en la librería Books & Books de Bal Harbour, el centro comercial más caro y pretencioso de Miami, cuando entraron dos venezolanos cuarentones; uno alto y otro bajo. Los reconocí inmediatamente por su acento caraqueño. Ambos vestían camisas de diseñador, bermudas de colores pasteles y mocasines sin medias, como si acabaran de comprar la ropa juntos en una de las boutiques del centro comercial y estuvieran a punto de abordar un yate. El alto preguntó por el libro más grande de la tienda. Una librera le respondió con naturalidad que el libro más grande que tenía era uno de serigrafías de un artista japonés (no alcancé a entender el nombre); un artista conocido por “sus miradas”. Las serigrafías estaban numeradas y firmadas. Dos empleados se materializaron con una caja de más de un metro de largo, la abrieron cuidadosamente y sacaron un mamotreto rosado que colocaron en un estante. La librera se puso guantes de látex y pasó las páginas lentamente, celebrando una y otra vez la intensidad de las miradas de los personajes. Los clientes comenzaron a hablar español entre ellos (cometían el típico error de asumir que nadie entendía lo que decían):

-Arrechísimo- dijo el alto.
-Sí, arrechísimo – confirmó el pequeño.
-Es perfecto.
-Ya va, un momento ¿Viste la portada?
-Sí ¿qué pasa con la portada?
-Es rosada.
-¿Rosada?
-Si mi amor, rosada – dijo el pequeño en tono amanerado.
-Rosado ni de vaina.
-Rosado mi amor, rico, rosado – insistió el pequeño, como si el alto no hubiera escuchado la primera vez.
-Muchacho marico – le dijo el alto, visiblemente ofendido y, cambiando de tono, le preguntó en inglés a la librera si tenía otro libro igual de grande, pero de portada más bien azul. La librera, impávida, le informó que el libro más grande que tenía de portada azul era una biografía de Marilyn Monroe que escribió Norman Mailer hace ya varios años y que Taschen acababa de publicar en una edición “soberbia” con unas fotografías inéditas de un artista cuyo nombre tampoco alcancé a entender. Esta vez ella misma cargó el libro y lo colocó sobre el mostrador. Hablaron de Marilyn, lo hermosa que era, de su muerte y cómo su influencia había aumentado con el tiempo. El alto dijo que el libro era exactamente lo que estaba buscando y decidió comprarlo. No preguntó el precio.

Como la librera se puso a ordenar unos libros al lado de mi mesa, aproveché para averiguar el rango de precio de los libros de gran formato. Me dijo que era muy amplio y que iba de los cien a los diez mil dólares. Le pregunté por el libro más caro de la tienda y me habló de uno de fotografías tomadas desde el espacio por uno de los fundadores del Circo del Sol durante un viaje que hizo como “turista espacial” en una nave rusa. Le dije que no sabía que Normal Mailer hubiera escrito una biografía de Marilyn (como si estuviera familiarizado con la obra de Norman Mailer) y le pregunté si la tenía en edición de bolsillo para “peatones”. No la tenían. Entonces eché un vistazo a la caja y me di cuenta de que el tipo alto había escuchado mi conversación. Por un instante sentí vergüenza por haberlo ofendido, pero en realidad había ocurrido lo contrario, o por lo menos eso sentí mientras el tipo me veía de arriba abajo con orgullo y desdén, como diciéndome que una persona como yo nunca podrá tener un libro como ese. Supongo que tenía razón.

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Cabeza de Vaca pasó por Miami y se encontró con un pueblo de comedores de insectos. Con el tiempo se convirtió en uno de ellos.

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Vivir cerca del mar es una felicidad y un privilegio. Me gustaría escribir algún día una novela sobre el mar, que podría ser también una novela sobre Miami.

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