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Sant Jordi

     Mi relación con Sant Jordi empezó en el colegio de curas en el que me matriculó mi padre en la primaria. Estaba en Sant Andreu, en la que siempre ha sido mi ciudad. Recuerdo los murales de primero. Los rollos de papel de embalar. Las ceras de colores marca Dacs desparramadas por el suelo del pasillo. Las batas a rayas, blancas y negras, de los niños arrodillados dibujando, el sopor de la media tarde tras volver del patio. También recuerdo cómo trazábamos aquellas águilas negras que nos miraban amenazantes sobre fondo rojo y gualda durante las primeras semanas de otoño, de la misma forma que en el parvulario nos habíamos tragado aquellos relatos maniqueos y místicos sobre una guerra civil que había teñido de sangre la infancia de nuestros padres. Sin embargo, a partir de aquel invierno, después de la muerte del dictador, pasamos a dibujar aguerridos Sant Jordis matando dragones junto a senyeres, que acabaron cubriendo todas las paredes del colegio.

     Mi relación con Sant Jordi hoy en día es muy distinta, por el mero hecho de escribir. Pero entonces aquellos seres, aquellas águilas, aquellos dragones me parecían todos representantes de un poder ajeno. No estaban en mi casa. No protagonizaban mis dibujos animados. Por eso mi identidad no se reconoce en aquellas banderas que los acompañaban. En ninguna de ellas. Tampoco en sus versiones posteriores. A fin de cuentas, se trata de los mismos colores, solo que dispuestos de maneras diferentes. De igual forma, para mí eran idénticas las tortas que soltaba por sorpresa el pare Arasa, aquel cura catalán serio y austero, siempre de negro, americana y jersey de cuello alto, que las broncas que daba el profesor de gimnasia, más conocido como “el Lira”, un policía pluriempleado de quien se decía que era sargento de antidisturbios y que siempre gritaba en las clases como un energúmeno. Las bofetadas del pare Arasa me dejaban igual que el badajo de una campana tras el contacto de la mano con mi oreja. Los gritos marciales de “el Lira” se metían en mi estómago como si fueran calambres. Hacían temblar mis piernas antes incluso de que me los pegara, como si estuviera ante un interrogatorio policial. Ambas eran formas de coacción con la mano abierta.

     Del mismo modo nos habían segregado. Decidieron separar a los alumnos por la lengua, por el idioma que se hablaba en sus casas, cosa que no sucedía con los curas del barrio en la catequesis de la parroquia de Sant Pacià, a la que asistía. Pero aquel era un colegio muy habituado al despotismo. La decisión se había impuesto desde una junta directiva que satisfacía a los padres, a todos los padres. Así podían seguir recaudando de sus bolsillos. Aunque a partir de entonces el colegio siempre envió las circulares solo en catalán, aquella división fue motivo de orgullo para el hijo del militar que se sentaba detrás mío, aquel niño de flequillo lacio y castaño que afirmaba que en su casa decían Hay que votar NO, en el referéndum que se celebró un año después de la muerte del dictador, cuando todos los demás decíamos que habíamos oído en nuestras casas que era el momento de votar SÍ.

     Aquella separación me dejó sin amigos. Hasta aquel curso, 2 niños cuyo apellido comenzaba por P: P1 y P2, habían sido mis íntimos. La división los alejó de mi vida. De P2 lo podía imaginar. Pese al origen castellano de su apellido, siempre se expresaba en catalán. El caso de P1 fue más sorprendente. Nuestra relación era más íntima, nuestro contacto mayor. Volvimos juntos del colegio cada tarde durante 3 años. La suya fue la única casa de un compañero de clase que pisé por entonces. Y su madre también era inmigrante. Había venido de Galicia como la mía lo había hecho de Andalucía. Sin embargo, al parecer mi amigo hablaba en catalán con su padre, un obrero de mono azul, como el de mi progenitor.

     Lo cierto es que, a partir del siguiente curso, P1 y yo nos fuimos distanciando. En la adolescencia, cuando ya ambos habíamos abandonado el colegio de curas y yo campaba por el barrio con mi vestimenta moderna de tribu urbana, siempre imitación de mi hermano, él me negaba el saludo, supongo que avergonzado de mi pinta, porque seguía saludando afablemente a mis padres. Eso incrementó mi resentimiento. Lo odié profundamente. Me dolió tanto como lo había hecho formar parte de una clase en la que no tenía amigos. No podía decir que lo fuera del hijo del militar. Y con el resto no había tenido mucho trato hasta entonces. Sin embargo, con aquella lengua, extraña para mí si no estaba impresa en las páginas de Cavall Fort que leía en la biblioteca del colegio, sí empezaba a tenerlo. Por eso, no lo dudé cuando mi padre, días después de que la segregación fuera un hecho, me sugirió que, para que mi débil catalán no se resintiera, lo practicara con la senyora Lola. Hablo de una pagesa que regentaba un pequeño colmado que había sido vaquería y establo en el pasado, cuando Sant Andreu aún estaba por urbanizar, en las lindes que tocaban con la Meridiana y que todavía recuerdo como campos antes de convertirse en suelo edificable.

     En aquella tienda hablé por primera vez en catalán. Seguramente lo pronunciaba mal, aunque lo seguía intentando. Fue ella quien me habló de los libros, de las rosas, de lo que podía significar Sant Jordi para una mujer de campo. Había empapado mi niñez, como el agua que nutre los brotes recién plantados de una maceta.

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