Es un domingo frío y gris de febrero en Nueva York, uno de esos en que si no buscás andamios afectivos, algo se te puede desmoronar por dentro. Así que pienso en dónde ir a leer algún libro que me sirva de compañía y ver gente. Esta tarde no quiero café, sino una cerveza. Y hace mucho tiempo que no voy a la taberna irlandesa Dorian Gray, en el barrio East Village. Pero el otro día leí un poema de Seamus Heaney en un cartel del metro, parte del programa Poetry in Motion, y me dieron ganas de regresar.
Mi amigo Niall Connolly, cantautor irlandés emigrado a Nueva York, me llevó por primera vez a la public house nombrada en honor al personaje de Oscar Wilde. Era nuestro primer año en la ciudad y buscábamos establecer vínculos humanos que nos permitieran sentirnos en casa. En la Dorian Gray encontramos un espacio para tertuliar con amigos y tomar cerveza stout bien servida del barril, como si estuviéramos en Cork, la ciudad de Niall, o en Dublín. Nos gustaba sentarnos en una mesa al lado de la ventana y mirar tanto a la calle como al interior de la taberna.
En sus paredes había decenas de retratos y fotografías, en blanco y negro, de escritores irlandeses y, en general, de lengua inglesa. Jugábamos a reconocerles. William Butler Yeats, Oscar Wilde, James Joyce, Bernard Shaw, Samuel Beckett y Seamus Heaney ocupaban lugares prominentes en la taberna. Les acompañaban T.S. Eliot, Ernest Hemingway, William Faulkner, entre otros. Predominaban los hombres pero la poderosa presencia de Virginia Wolfe y Simone de Beauvoir, invitada de honor francófona, daba al menos un toque de equilibrio y justicia literaria al ambiente. Y confieso que había algunas autoras que nos faltaba identificar.
La Dorian Gray se convirtió para mí no solamente en una public house amigable sino en home, un hogar donde recibir a mis amigos y amigas cuando me visitaban en Nueva York. Allí me reencontré, después de muchos años, con la Chica Inquieta, una amiga de viajes y literatura en la universidad. Mientras tomábamos cerveza rodeados de retratos de poetas y escritoras que leíamos y comentábamos en la U, me contó sus ires y venires, amores y desamores, por dos décadas y tres continentes. Allí también tertulié con amigas de Taiwán, del sur de Estados Unidos y de tantos otros lugares.
Mi vida neoyorquina dio vueltas, poco a poco cambié de barrios habituales y dejé de ir. Pero esta tarde ha llegado el tiempo de visitar. Mientras viajo en el metro, escucho la canción “Sum of Our Parts” del álbum Brother, the Fight is Fixed de Niall:
It’s good to be back in your town
I know a lot has happened
Since the last time I was around
But tonight it’s gonna be just fine
We’ve got friends like family
And your band are playing real tight
Es cierto. Aunque hemos vivido mucho desde la última vez que visité la Dorian Gray, es bueno regresar. No espero encontrar esta tarde allí a mis amigos pero sí su energía. Quiero brindar por ellos y leer, ojalá en nuestra mesa junto a la ventana.
Por ello se me anuda la garganta cuando llego a la calle cuatro, entre las avenidas A y B, y encuentro las puertas de la Dorian Gray clausuradas y las anchas cortinas de su ventanal cerradas. En un momento de incredulidad busco información en internet. Quizá sólo ha cerrado temporalmente. Pero no. Permanently closed, responde el buscador de mi celular.
Entonces me invade una extraña tristeza. ¿Cuándo habrá cerrado? ¿Ahora dónde leeré? ¿Y cómo podré identificar a las autoras que me faltaba conocer? Ya no será posible.
Me quedo un rato en silencio frente a la antigua Dorian Gray. Busco consuelo en los versos finales del poema “Scaffolding”(Andamios) de Seamus Heaney, el que había leído en el metro:
So if, my dear, there sometimes seem to be
Old bridges breaking between you and me
Never fear. We may let the scaffolds fall
Confident that we have built our wall.
Y los versos no sólo me consuelan sino que me animan. La taberna literaria que propició un rico ambiente de tertulia entre amigos fue un andamio afectivo en mis primeros años en Nueva York. Me permitió empezar a construir vínculos, una vida más rica, más humana. Ese andamio ha caído sin que me diera cuenta. Pero mi vida neoyorquina ya tiene bases firmes, paredes gruesas con amplios ventanales y techos altos. A la memoria de la Dorian Gray, ¡salud!