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Ricardo Piglia con el pan bajo el brazo

Una tarde, en Buenos Aires, nos citamos en un café. Ricardo llegó con un pan bajo el brazo. Hablamos de literatura, de filosofía, de mí y de él. Lo abracé con afecto y con admiración por tener el coraje de vivir para la literatura.


I

El 6 de enero del 2017 recibimos a los Reyes Magos en casa. Ese día también recibí la noticia de que había muerto Ricardo Piglia.

II

Leo en “Nuevas tesis sobre el cuento”: “¿De quién depende decidir que una historia está terminada?”

A mediados de los años noventa, yo cursaba un doctorado en literatura en la Universidad de California en Santa Bárbara. En un viaje a México me hice de Cuentos con dos rostros, antología pigliana que publicó la Universidad Nacional Autónoma de México en 1992 en su serie Rayuela Internacional, cuando Hernán Lara Zavala estaba a cargo de la Dirección de Literatura (ese mismo libro se reeditaría en la colección Confabuladores en 1999, con prólogo de Juan Villoro y entrevista de Marco Antonio Campos a Piglia). Allí conocí por primera vez los cuentos de Ricardo, e inicié la lectura algo tardía de su obra.

De tanto repasar mi primer ejemplar de Crítica y ficción, se descalabró y que tuve que conseguir otro. Desde mis lecturas juveniles de los existencialistas franceses que no sentía algo parecido: sus libros me hablaban solamente a mí.

III

Leo en “Una propuesta para el próximo milenio”: “La literatura dice lo que no es, lo que ha sido borrado; trabaja con lo que está por venir”.

Poco tiempo después, frente al edificio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), habría de recordar esa antología. En 1996 viajé a mi país con la intención aventurera de foguearme lejos del ámbito académico estadounidense. Increíblemente, en ese segundo semestre Ricardo enseñaba uno de sus seminarios que han pasado a ser leyenda; el tema era Borges y el policial. El aula rebasaba de estudiantes de todas las edades. El profesor se paseaba de un lado a otro y la enormidad de la audiencia —enormidad para el ámbito de la literatura, aclaremos— achicaba su estatura y agrandaba sus palabras. Casi no escribía en el pizarrón; no se usaba material audiovisual ni había computadoras. Estábamos lejos del Powerpoint y de YouTube. ¿Qué hacía Ricardo? Hablaba y hablaba con ese discurso seductor que era uno de sus sellos. Discurría sobre “La muerte y la brújula”, sobre “Emma Zunz”, sobre las apropiaciones borgeanas de la tradición inglesa y norteamericana del género; teorizaba sobre la idea de que las ficciones policiales eran adecuadas para pensar la sociedad moderna porque en ellas todos somos sospechosos. Trabajaba, de algún modo, con lo que estaba por venir. De pronto, se detenía. Cruzaba el brazo izquierdo a la altura del pecho horizontalmente y apoyaba el codo derecho sobre la palma de la mano izquierda para sostener el mentón. Ladeaba un poco la cabeza y decía: “Bueno, me parece que… ¿No es cierto?” Ese ademán y esa frase era otro de sus sellos. Casi siempre terminaba sus intervenciones cono ese “¿nocierto?” veloz, una pregunta que, a la vez, abría la discusión pero no dejaba dudas del peso de la idea que se había postulado inmediatamente antes.

Un día no pude ir a clase y le pedí a mi mejor amigo —arquitecto— que asistiera y me grabara la charla. Lo hizo. Me dijo que no había entendido mucho, pero que le había gustado y que Ricardo usaba mucho la palabra “condensar”. Era verdad. Me gustaría encontrar ese cassette con la voz de Ricardo.

IV

Leo en una entrevista: “La construcción del pasado por el recuerdo tiene más peso que el presente y lo real”.

Al finalizar una de las clases, vencí a más o menos cien estudiantes y a mi timidez y me acerqué a él. Le comenté que estaba en Estados Unidos y que mi proyecto de investigación doctoral tenía que ver con la teoría del cuento hispanoamericano (una teoría que lo tuvo como su máximo exponente contemporáneo a partir de sus “Tesis sobre el cuento” y sus subsecuentes “Nuevas tesis sobre el cuento”. En ese olimpo literario, junto a Quiroga, Bosch, Borges y Cortázar, está Ricardo). Me dijo: “Mirá qué bien, che, mirá qué interesante”. Me invitó a tomar una cerveza en el bar Platón, ubicado frente al edificio. Creo que en mi mente de joven impresionable me sentía como Juan Dahlmann en “El Sur” y “alucinaba”, como decía una amiga española, que estaba con Ricardo Piglia en una tarde de 1996 conversando de literatura. Le pregunté —¿cómo no hacerlo?— por Borges y me contó una variación de una anécdota que luego circularía por varias entrevistas. “Nosotros pensábamos”, me dijo y en ese nosotros estaba toda una generación de intelectuales, “que había un señor que vivía en un departamento de la calle Maipú y que uno podía ir a tocarle el timbre y subir y hacerle cualquier pregunta sobre literatura y te la contestaba”. Comenté que esa imagen me parecía una especie de oráculo. Asintió. Luego pasamos a lo mío. “Arreola, claro”, dijo, “¿y por qué no Rulfo?”. Borges y Cortázar estaban fuera de discusión. Me expliqué (lo fantástico, las relaciones personales entre los tres) y lo convencí a medias. Me dijo, y sus palabras fueron como un regalo que uno ha esperado por mucho tiempo, que le interesaba el tema de mi investigación y quería seguir sabiendo de él.

La Facultad de Filosofía y Letras de la UBA es conocida por sus estudiantes y profesores simplemente como “Puán”, nombre de la calle donde se localiza. Me gusta pensar, recordar, que allí, en Puán, fue donde nos hicimos amigos.

V

Leo en Los diarios de Emilio Renzi (Años de formación): “La verdad de un relato depende de los detalles circunstanciales que parecen no tener ninguna función”.

Regresé a Santa Bárbara con una ilusión que se cumplió. Ricardo fue sinodal de mi tesis y su firma en la primera página del manuscrito es una de las cosas que más atesoro. En la neblina de la memoria rememoro cuánto costó esa firma que no llegaba nunca; la distancia entre Santa Bárbara y Argentina se me hizo insalvable. Pero llegó. Es curioso, no tengo ningún autógrafo del Ricardo escritor, pero sí la firma de aprobación del Ricardo profesor. Nos vimos pocas veces más; dos o tres encuentros en Buenos Aires y nunca en los Estados Unidos, a pesar de que enseñó en la Universidad de California, Davis, y en Princeton. Iniciamos lo que él llamaba una amistad por correo electrónico. “Con vos siempre es por correo, eh”, me decía. Le dediqué algún artículo crítico y presenté en universidades y congresos sobre su obra. Cuando salió Borges múltiple en 1999 incluimos su clásico “Ideología y ficción en Borges”. Le hice llegar el libro y me comentó que le había sorprendido gratamente ver el texto de Héctor Libertella (no lo recordaba) y le había gustado mucho el ánimo lúdico de un escritor mexicano al que siempre leyó: José Emilio Pacheco. Perdí un poco el contacto, aunque a veces hablábamos por teléfono. Hacia el 2008 volví a buscarlo para decirle lo mucho que me había gustado El último lector y la reedición de La invasión. Me respondió —por correo electrónico, claro— que en ese momento se había encontrado con un edición mía sobre cuentos integrados latinoamericanos; “me alegra la coincidencia, tan típica del género”, escribió. Tiempo después le conté que la vieja investigación había dado sus frutos y que el libro sobre la teoría del cuento había sido publicado. Se lo hice llegar con mis padres que habían viajado a Buenos Aires. Lo dejaron en portería. Nunca los perdonaré: ellos sí conocieron dónde escribía Ricardo.

“Avisame cuando pases por Buenos Aires”, me decía siempre. Tengo todavía la tarjeta Rolodex con las direcciones y los teléfonos de su departamento y de su estudio. Nunca me atreví a ir. Me hubiera gustado tocarle el timbre, que me invitara a subir y hacerle alguna pregunta sobre literatura.

VI

Leo en Las tres vanguardias: Saer, Puig, Walsh (sobre Walsh): “La verdad tiene una estructura de ficción donde otro habla”.

Las frases de Ricardo. Cuando le conté de mi primer libro de cuentos, que salió a fines de 1997 (¡en la misma colección donde saldría Cuentos con dos rostros dos años más tarde!), me dejó con sentencia inolvidable por verdadera: “El primero no te lo olvidás más”. Tardé un tiempo para comprender el sentido de esa frase. Luego de revisar el volumen sobre el cuento, me escribió: “Tu libro es muy exhaustivo pero también (¡oh Poe!) demasiado largo”. La relación afectiva no le impedía a Ricardo ser crítico o debatir; se tomaba la literatura, como la vida, en serio. En ese mismo intercambio, volvimos a sus tesis, a Chéjov, a la reflexión sobre el género que nos apasionaba. La última vez que lo vi fue en el 2013. Se anunciaba una charla de él sobre Rodolfo Walsh. El auditorio situado en la calle Corrientes estaba repleto — repleto para el ámbito de la literatura, aclaremos—. Habló del escritor argentino y de la tensión entre política y literatura en su obra. Me acerqué apenas terminó; había una fila de unas veinte personas esperando verlo. Llegó mi turno; levantó la vista y me saludó cálidamente. Me dijo: “¡Qué hacés! Qué sorpresa, con vos es casi siempre por correo electrónico”. En ese mismo viaje, intenté verlo otra vez, pero no se dio. Cuándo le pregunté cómo andaba, me contestó que estaba ocupado con los programas sobre Borges que iba a grabar para la televisión pública, más la salida de El camino de Ida. “Y”, agregó, “todos los amigos y ex estudiantes que llegan de USA en bandada como los pájaros de Hitchcock”.

VII

Leo en “Los nudos blancos”: “‘Un cuerpo’, decía Mac, ‘no es nada, sólo el alma vive y la palabra es su figura’”.

El 25 de agosto del 2014 le escribí invitándolo a que hiciera el prólogo de una edición que estaba preparando sobre Cortázar. Me contestó la persona que lo atendía, informándome que por problemas de salud Ricardo había reducido al mínimo sus actividades. “Un abrazo de parte de Ricardo”, cerraba el correo electrónico.

Ya no supe de él. Es decir, me enteré de la enfermedad atroz, de los problemas con su obra médica. Firmé la carta que se circuló por Facebook para que le facilitaran los medicamentos. Pero no supe de él.

VIII

Leo en El último lector: “El lector avanza a ciegas para reconstruir un sentido perdido y lee siempre en el texto los indicios de su propio destino”.

Recorrí gran parte de su obra. Me gusta todo, los ensayos, sugerentes, un poco más que los cuentos, intensos, y estos un poco más que las novelas, de momentos inolvidables. De éstas, sin duda su obra magna es Respiración artificial, cruce de Borges, Arlt y Gombrowicz; cruce de Hitler y Kafka. En los cuentos hay joyas como “La loca y el relato del crimen”, “El Laucha Benítez cantaba boleros”, “Mata-Hari 55” y ese texto magnífico, imborrable que es “El fin del viaje”. Es los ensayos donde condensó su cruce entre vida y literatura. Le faltó un libro titulado Vida, crítica y ficción, ¿no es cierto, Ricardo?

Un gran escritor es un sistema. Ricardo armó su sistema: una máquina de leer.

IX

Leo en “Nuevas tesis sobre el cuento”: “Los finales son pérdidas, cortes, marcas en un territorio; trazan una frontera, dividen. Escanden y escinden. Pero al mismo tiempo, en nuestra convicción más íntima, todo continúa”.

Una tarde, en Buenos Aires, nos citamos en un café cerca del Jardín Botánico. Ricardo llegó con un pan bajo el brazo; pedimos dos cafés cortados. Nos sentamos afuera; había sol. Pasaban los colectivos y los taxis por Avenida Santa Fe. La ciudad, su ciudad, respiraba fuerte. Hablamos de literatura, de filosofía, de mí y de él. Lo abracé con afecto y con admiración por tener el coraje de vivir para la literatura.

Se fue con el pan bajo el brazo. “Chau, Ricardo”, le dije.

X

Leo en “El precio del amor”: “Uno piensa las cosas de un modo y después todo sale distinto”.

¿Hay una historia? El día de los Reyes Magos es el día de la Epifanía y a esta palabra James Joyce la va a dotar de significado: revelación súbita. Se parece a la forma de un cuento, un cuento que yo no esperaba.

Chau, Ricardo.

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