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Remedios del cocinero

Carmencita se había quedado embarazada y sola en la isla. Su marido estaba en el Norte esperando que le llegara la salida a ella y pudiera encontrarse con él. Carmencita había dejado su casa y vivía con una prima, que también había permitido que permaneciera allí el antiguo cocinero negro, para que la vivienda supliera el sueldo que ya no podía pagarle como antes, además de que el hombre se sentía demasiado viejo como para intentar empezar de cero con la supuesta revolución que recientemente había tomado el poder en el país. Como además de cocinero era santero, cada día Carmencita se sentaba al amanecer a la mesa de la cocina para que el cocinero-santero le tirara los caracoles y le dijera que veía en su futuro. El ritual diario siempre empezaba y terminaba de la misma manera: él le decía que ella era muy desesperada, que debía tener paciencia. Carmencita oía el mismo discurso del día anterior y se miraba la barriga que ya estaba en el cuarto mes de embarazo, pero él le insistía en que debía mantener la calma y darse un baño con orina de mono y miel de abejas. Ella siempre lo miraba fijamente con la pregunta eterna: cómo iba a conseguir la orina de mono. El cocinero alzaba los hombros y ponía una expresión de ausencia porque ni idea tenía dónde podría encontrarlo. Carmencita estaba muy segura de que la salida no le llegaba porque no había podido darse el baño de orina de mono con miel de abejas. Varias veces le preguntó al cocinero si podía ser orina de gato o de su prima, incluso el de ella misma, pero el cocinero siempre bajaba la vista y decía redondamente que no.

Imposible. Ella debía seguir sus órdenes o no se iría de la isla. Carmencita vivía en un tormento doble porque cargaba con un hijo que podía nacer en la orilla equivocada, además del problema de encontrar la orina de mono que tanto necesitaba.

Una buena mañana salió enfurecida de la casa de su prima, determinada a encontrar un mono. Montó guaguas para arriba y para abajo, preguntando a quien tropezaba con ella si sabía dónde podía encontrar un mono, pero nadie tenía respuestas. Al caer la tarde, cansada, con los pies hinchados y la barriga que parecía un balón de fútbol, se sentó en un banco esperando una guagua que la llevara de regreso a casa de la prima. De pronto le entró un escalofrío y unos deseos enormes de llorar. Lloró sin darse cuenta de si estaba sola o no en aquel banco. Una mano huesuda le tocó el hombro y casi en un susurro le dijo: “deja de llorar y ve al zoológico que esta tarde han llegado monos directamente de África y esa es tu oportunidad para obtener un poco de orina”. Se asustó porque cuando miró para darle las gracias al hombre de manos huesudas ya no había nadie a su lado. Buscó y buscó a su alrededor y nadie apareció. ¿Habrá soñado esto? ¿Estaría delirando por el cansancio y la angustia de todo un día de búsqueda? Por un momento dudó ir al zoológico donde había ido desde el principio de su búsqueda. Recordó su visita allí meses antes y la mirada que le echó la rubiecita teñida con agua oxigenada que cobraba entrada y su respuesta cuando Carmencita le dijo lo que buscaba. Salió de allí en aquel momento como bola por tronera. Pero esa tarde algo le decía que debía intentarlo.

Eran pasadas las cinco y media, pero con el horario de invierno parecía que eran las nueve y que el cañonazo sonaría en cualquier momento. Había llegado a la puerta del zoológico justo minutos antes del cierre. La rubiecita de meses atrás no estaba en la taquilla. Detrás del cristal estaba un cincuentón bigotudo y ella muy amable, o quizás demasiado amable, le sonrió y le dijo que sólo quería ver los monos que habían llegado esa tarde y nada más. El cincuentón, como no se dio cuenta de que estaba embarazada ni le cobró y estuvo salseando con ella. La pobre sudaba y sudaba porque en realidad le tenía pánico a los hombres. Él le dio un papel con unas instrucciones escritas a mano con una ortografía de terror y misterio.

Carmencita emprendió el camino y después de un buen rato encontró la jaula de los monos recién llegados. Se detuvo a mirarlos, pero no tenía idea de cómo haría para llevarse un poquito del líquido necesario. Les hizo muecas, silbó, hasta maulló como si fuera una gata en celo, pero nada. Los monos la observaban pero ni se movían. Empezó a llorar de nuevo y sus lágrimas fueron tantas que un monito joven, con unos ojos enormes, se le acercó hasta la reja donde ella estaba recostada. El monito le secó las lágrimas con sus manos peludas y ella ni se asustó cuando sintió como le secaba un ojo y luego otro. Ella, que le tenía pánico a los hombres, mira cómo actuaba con un mono. Cuando logró calmarse, le habló al monito como si pudiera entenderla: “necesito un poquito, sólo un poquito de tu orina para un baño que me mandó el santero. Es que si no lo hago, no lograré escaparme de esta isla.” Ella todavía no sabe cómo fue, pero el monito le señaló para sus partes y ella sacó de su bolsa el termo con el poco de tilo que le quedaba, lo vacío a un lado de la jaula y se lo acercó al monito a través de los barrotes. El resto ya se lo imaginan. Ella salió corriendo del zoológico con su termo en la bolsa y no paró de correr hasta que llegó, casi desmayada, a la puerta de la casa de su prima.

Al entrar, el cocinero la esperaba en la sala, medio alarmado porque había estado fuera todo el día. Carmencita no lo dejó hablar, sacó el termo de su bolsa y se lo extendió al cocinero, diciéndole triunfante: “aquí traigo la orina de mono”. Al viejo se le saltaron los ojos e incrédulo miraba y miraba el líquido del termo.

Carmencita se dio el baño que el cocinero le había preparado y después se fue a dormir extenuada. Al despertar fue directo a la cocina y se sentó delante del cocinero y éste le volvió a tirar los caracoles. El viejo hizo muecas, masticó más fuerte que de costumbre el cabo de tabaco, y le dijo tajantemente…

”Te llegará la salida pero no te irá nada bien si no tiras tres kilos prietos por la ventanilla del avión”.

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