El sábado siete de enero ha sido una suerte de pitazo final a la seguidilla de compromisos familiares, laborales, amicales, gastos excesivos y tragadera de fin de año. De alguna u otra manera, diciembre me agobia.
Para asimilar el 2017 mood opté por hacer lo que más me gusta: fui a la librería Altamira y me perdí entre los anaqueles de narrativa sin mirar el reloj. Salí con Una semana bajo la nieve, de Emmanuelle Carrère, 33 Revoluciones, de Canek Sánchez Guevara, y el Imperio, de Richard Kapucynski. Altamira debe tener tres meses, no más, y con seguridad es la librería en español más grande de Estados Unidos. Desde que abrió sus puertas en la Miracle Mile, en el barrio bonito de Coral Gables, pensé algo tan cursi como cierto: Carlos, el propietario venezolano, está haciendo realidad el sueño de todos los lectores y amantes de buenos libros que vivimos en Miami. Algunos cafés he tomado con Carlos, y su visión sobre la ciudad y apuesta de negocio, me parece que reivindica la figura del inmigrante en el Miami de hoy: un sujeto que llega a replicar el modelo de vida de clase media o media alta que dejó atrás. Probablemente esto marque la diferencia entre el inmigrante latinoamericano de aquí con el de cualquier otro estado.
Después crucé al Starbucks. Pedí un Tall Pike y un Marble Pound Cake, lo mismo que cuando fui con mis amigos escritores Vera y Raquel. Raquel vino desde New York, y nos juntamos un viernes a hablar de libros, lecturas y proyectos. También fuimos a Altamira y Barnes n’ Noble, donde al ver algunos títulos en las estanterías coincidimos en que muchos autores se consagran con el favor de los colegas más que por talento o mérito propio. La noche nos voló, cuando caímos en cuenta, las intermitentes del auto de la mamá de Raquel parpadeaban en la esquina de Ponce y Miracle. El tiempo para hablar de libros nunca es suficiente.
El Marble Pound se fue en tres bocados, programé un playlist de Sumo en Spotify y me puse los beats. En mi cuaderno repasé los apuntes de una novela en la que estoy trabajando, hasta que me quedé frente a una hoja en blanco. Pensé en hacer la tontería de escribir una lista de cagadas del 2016 y otra de promesas o retos o metas que cumplir en el 2017. Fue en vano: las manos no me responden para escribir así. A estas alturas de mi vida estoy cansado de ajustes de cuentas conmigo mismo, promesas para años venideros y las “dietas del lunes”. Creo que el personaje de mi novela me traerá detractores. Es un sujeto que vive en Miami y es pro castrista, pro revolución. Llevo más de quince años viviendo en Miami, y he conocido a varios pro castristas pero lo niegan, porque aquí, aunque no lo parezca, muchas veces los ideales políticos no se pueden expresar libremente. Tomé algunas notas para mi novela y acabé el Pike.
De regreso me reventé los oídos con “La rubia tarada” —la puse en repeat—. No era tarde, poco menos de las diez, pero en la calle no caminaba tanta gente como en los últimos días de diciembre; las tiendas de novias, los cafecitos afrancesados y las gelaterías de la Miracle, tenían las luces apagadas y en sus vidrieras ya no habían colgados papanoeles, ni muñecos de nieve, ni renos.
Antes de terminar “La rubia tarada” por cuarta vez, abrí la puerta de mi casa. En el celular tenía un text de mi mamá, preguntaba ¿vienes mañana a almorzar? Respondí que sí. Serví un vaso con agua helada, agarré el libro de Canek y me senté en el balcón. Canek Sánchez Guevara fue nieto del Che Guevara y murió el año pasado, a los cuarenta, por una complicación cardíaca. 33 revoluciones es su obra póstuma, se presenta en la solapa como el libro del “nieto rebelde del Che”, y viene recomendado por Jon Lee Anderson y Wendy Guerra. Canek fue poeta, vivió entre Mexico, España y Cuba, y se supone que 33 revoluciones es una crítica ácida al régimen de Fidel, ojalá no decepcione.
Y así, con la expectativa de una buena lectura y esa brisita que tanto se hace esperar en el trópico, despedí el siete de enero. Ya estaba listo para empezar el nuevo año.