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Polanco

     Al caminar al trabajo, hay un parque delimitado por curvas por donde automóviles de lujo rodean a las personas que hacen ejercicio, pasean a sus perros y platican con sus amigos o parejas. Es Polanco. No puedo evitar compararla con otras zonas de la ciudad. En Xochimilco, por ejemplo, la belleza de la alcaldía lucha contra calles cada vez más rotas. Ruidosos centros neurálgicos donde la violencia y la pobreza arrullan a personas que sonríen al sufrir la vida. En Polanco, prácticamente del otro lado de la ciudad, los árboles resguardan los camellones frente a casas que recuerdan los sueños porfiristas, esos de una Francia que no pudo comerse un país al otro lado del mar. A veces, al salir a caminar con mis compañeras de trabajo, encuentro, en medio de las estructuras clásicas, molduras que forman espirales de piedra rosada. Hay también edificios de colores fríos por los que entran personas con trajes y vestidos largos, con sus cafés en mano.

     Polanco comparte algunos sonidos con otras partes de la ciudad: los cláxones, los malos conductores y los insultos entre gente que se pelea por nada y todo. Tlalpan, por ejemplo, es una urbanidad antigua, pero más colonial, que en sus fronteras conecta con algunos edificios chaparros y luego con bosques en los que se pueden encontrar ropas abandonadas, pisadas por la gente que hace el amor en las noches en las faldas del Ajusco. En Polanco casi todo está delimitado, nada se come a nada porque todo está bajo control. Hay portones con letras hebraicas y el inglés se intercambia en frases rápidas cuando uno cruza las calles. En los puestos de periódico, hay revistas para gentleman. Y la comida, que en otras partes sería un abanico extenso de opciones, se divide drásticamente en dos: la comida sencilla que se esconde tímida entre las calles amplias (tacos de guisado, tortas, cacahuates), y los restaurantes con paredes de cristal donde se discuten asuntos importantes bajo sombrillas. Una tranquilidad en la que nada colisiona con nada, salvo el tope frente al trabajo, que casi nadie ve y que destroza suspensiones. No es difícil oír la señal de esos golpes desde una casa alta, que no puede evitar parecerse a varias de la cuadra.

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