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Pesebre

Nunca hubiera dejado mi caja de juguetes. Fue Antonio el que me puso aquí, contra mi voluntad.

Todo empezó cuando armó el pesebre junto a sus padres. Hicieron montañas de cartulina y lagos de espejos. Poblaron las calles con réplicas de hombres y mujeres, llenaron el cielo de luces estrelladas. Todo meticulosamente estudiado. Para los padres de Antonio, el pesebre no es una mera tradición sino una especie de ofrenda sagrada.

Al terminar, Antonio acostó al Niño Jesús en la cuna. ¡Ahí cambió mi destino!

La madre quitó al Niño enseguida, como si el gesto de Antonio fuera un sacrilegio.

—No se puede colocar ahora —explicó, guardando la estatuilla en una gaveta—. El Niño nace en Nochebuena.

Antonio estalló en llanto, el pesebre se centraba en esa cuna de paja. Las calles llevaban hacia ella y todas las personas ahí se dirigían. Hasta los animales, esparcidos por el musgo, miraban la cuna. Puedo entender su frustración: era como ver una película de Superman sin que éste apareciera.

La mañana siguiente, Antonio nos sacó de la caja de Pitufos y nos miró atento. Cuando me tomó en sus manos, me entregué confiado, soy su preferido porque cargo un libro bajo el brazo.

Me escondió en su puño, se aseguró de que no hubiera nadie en la sala y fue hasta el pesebre. Con un movimiento rápido, me acostó sobre la paja del establo ante la mirada horrorizada de la Virgen y la incredulidad de san José.

Quedé inmóvil, sintiendo el abandono en todo mi cuerpo. Desubicado y herido.

Igual debía sentirse la Virgen. Nos unió el pavor mutuo, nos separaron los siglos.

Año cero de nuestra era, ese es el tiempo congelado de este pesebre. No existen seres azules y el plástico no ha sido creado. Los pitufos no somos concebibles. La ciencia ficción que manejan se reduce a diablos y demonios. Me asociaron con uno de ellos.

No dormí esa noche ni las siguientes. Las falsas estrellas brillaban con luz intermitente y el Jingle Bells no paraba de tocar. Añoraba la penumbra y el silencio de mi caja, el contacto con otros pitufos, la sensación de pertenencia al entorno que acompaña a los que no emigran.

Con el pasar de los días, fueron inventando historias. Me llamaron Invasor, como si fuera un ejército y no un juguete inofensivo. Según ellos, yo era un ser peligroso que venía a robarles rebaños y tierras, que escondía en su libro hechizos para derrocar reyes y gobernantes…

Se creó un vacío inquebrantable a mi alrededor, no tuve la oportunidad de explicar que era víctima y no victimario.

Llegué a desconocerme, a no querer ser quien era. Pensé en teñirme la piel, deshacerme del libro, disfrazarme de pastor, de carpintero, hasta de oveja. Estaba dispuesto a velar con tal de ser aceptado.

Entré en un túnel oscuro donde los arquetipos danzaban. Me vi de mil colores y mil semblantes.  Me convertí en camaleón, mimetizado entre la multitud, desvestido de mí mismo.

Así pasaron los días. Siendo copia de otros, encanalado en la normalidad de una regla establecida. Nunca había sido tan infeliz.

Un día, los ojos de la Virgen fueron mi espejo y me aterró lo que vi.  Regresé al yo, con mi piel azul, mi cuerpo de plástico y el libro bajo el brazo. En mis escápulas, brotaron dos alas de mariposa.

La Virgen sonrió.

 

Esta noche hay más luz en el establo. Han colocado en el techo una cometa.

Vinieron los abuelos y el tío de Antonio. Bajo el árbol de Navidad han puesto cajas con lazos de colores. Todos están alegres, brindan y cantan.

Suena la medianoche. Se alzan de la mesa. La madre de Antonio saca al Niño de la gaveta.  Los veo acercarse. Rodean el pesebre. Me observan. El padre de Antonio me mira incrédulo. La madre, horrorizada.

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