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Pasos en el clóset

El día había acabado mal. Ahora estaba quieto, bien acurrucado debajo de la colcha, no de frío sino de miedo, miedo a que entrara Madre y le diera de coscorrones, o le halara los pelos de la nuca mientras le susurraba palabras entrecortadas y feas desde detrás de los dientes. Podía sentir el pulso de la casa, los sonidos de las tuberías de cobre dejando pasar el agua del calentador hacia el fregadero de la cocina. El trajín de la criada en el piso de abajo frotando el paño contra la loza, riendo con su voz ancha de verano. Sentía a Padre bromear con ella, prendido de su juventud, lo adivinaba pasándole los brazos alrededor del talle, celebrando lo linda que era. Y a Madre tiesa, atornillada en la mesa con el plato de sopa a medias, más seca que una vid en invierno. Oía el encrespamiento de su humor, el furor mudo tensar el aire hasta hacerlo pesado, un denso y palpable flujo que imaginaba inundando el pasillo, el recibidor, subiendo por las escaleras hasta la habitación, arremolinándose contra la puerta de su cuarto hasta encontrar el camino hacia adentro a través de la rendija de abajo.

Entonces sintió unos pasos en el clóset y pensó que el terror le hacía malas pasadas. Eran unos pasos gordos, profundos, como dados más abajo del piso. Por unos segundos hizo teorías, se había hecho experto imaginándose historias. En un instante, justo antes de que lo golpearan o los castigaran, imaginaba finales distintos. Como que Madre se volvía buena, que el cinto con que le iban a pegar se convertía en un conejo en patines o que sucedía una explosión nuclear en el callejón de atrás.

Seguro había un gigante transparente detrás de la puerta, transparente y oscuro, añadió; con una chaqueta color nube de tormenta con vida propia que lanzaba rayos y centellas cuando se enojaba, y una bocaza del tamaño de una cueva. Caminando y esperando para tragarse a quien se aventurara en su garganta. Se imaginó ecos de voces saliendo de su estómago cada vez que bostezaba, sus pies enormes, de niebla espesa por sobre unos pantalones de lino crudo mal cortados, sujetados por el cinto lleno de pinchos dorados y hebilla de cabeza de conejo feroz… ¿Qué le pasaba con los conejos? Mejor era con cabeza de Zombie, de dientes afilados, aullando a la luna.

Aguzó el oído y distinguió, a su pesar, los disimulados pasos de Madre rechinando levemente sobre el piso de bambú.

La puerta se abrió un poquito y quedó helado, dejó de respirar, cerró los ojos como unas lápidas, aplacó el temblor de su piel para que no se notara por sobre la felpa del cobertor que estaba despierto, se hizo el muerto. A nadie le interesaban los muertos, ni para hacerles daño, ni para hacerles preguntas, ni siquiera para hablarles.

Entonces imaginó la camisa del gigante oscuro. Era abombachada, adornadas con flores carnívoras de un amarillo pollito, de algunas se podían ver sobresalir zapatos de tacón alto, como a punto de engullir a alguien. Los botones era ojos de distintos colores, de pestañas muy largas, se movían curioseando en todas direcciones. También tenía seis bolsillo en dos hileras de a tres, como una guayabera de espanto, pensó. El primer bolsillo del lado derecho era una puerta, idéntica a la puerta del clóset y cuando se abría se podía ver la campanilla de una garganta rojiza. En los otros bolsillos había toda clase de utensilios: tenedores, bolígrafos de tinta de sangre, un ventilador de pilas, tres pararrayos —imaginaba para los momentos de mal humor de la chaqueta—, y un lápiz inmenso, cuya punta se adivinada perdida en las alturas, adornado con conejos… con conejos de guerra, rectificó. El bolsillo del lado izquierdo, justo sobre el corazón, era de hierro.

Dieron un portazo bien alto y volvieron a abrir rápidamente. Pero él ni se inmutó, se sabía ese truco: quedó a la espera de un sopapo o un pellizco al sentir cómo ella se acercaba, pero nada de esto ocurrió.

Había sentido otra vez, más claramente, los pasos en el clóset. Madre los había sentido también.

—A ver qué tenemos aquí, —dijo Madre. ¿Algún perro callejero te trajiste? Porque se va a la calle y tú con él.

Entonces se hundió, si eso era posible, más en sí mismo, todo un ovillo palpitante en medio de la cama, e imaginó una madre dulce acariciándole el pelo, susurrando palabras amorosas al oído. También imaginó que el piso se abría y se la llevaba a un abismo, donde se podían adivinar las ruedas dentadas de un molino trabajando al compás de una canción de navidad bastante conocida.

La puerta del clóset se abrió, oyó los pasos de Madre entrar, a su voz preguntar quién andaba ahí, Ven, perrito, perrito, decía. Se estremeció, sobrecogido ante la posibilidad de que encontrase de veras un perro y no saber él como explicar que tenía que ser un perro fantasma. La oyó pararse unos segundos e inmediatamente seguir y seguir, alejándose, mezclados sus pasos con los del gigante, que ahora se oían nuevamente, y con algunas imprecaciones y malas palabras, hasta perderse en un eco distante, raro, sin retorno… después vino el silencio.

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